Viernes 5º del TO
Mc 7, 31-37
Queridos hermanos:
Jesús es el enviado de Dios; más aún, es
Dios mismo que se hace nuestro prójimo y viene a salvarnos destruyendo la
acción del mal en nosotros y en la creación entera como anunció el profeta
Isaías y se cumple en el Evangelio: “se
abrirán los oídos de los sordos” (Is 35, 5). Como signo de esta
restauración, la naturaleza es sanada. Lo mismo que en la creación “todo era bueno”, en la nueva creación “todo lo hace bien”. El mal con el que
la creación ha sido frustrada por nuestros pecados, no tiene ya lugar sobre la
tierra porque ha llegado la misericordia de Dios a recrearlo todo de nuevo con
su salvación.
Un sordomudo es un hombre deformado por
el pecado, porque Dios crea el oído, siendo él la Palabra; crea la vista, siendo
él la Luz; y crea el corazón, siendo él, el Amor. El pecado, apartando al
hombre de Dios, lo deja en las tinieblas, el silencio, la soledad y la muerte; tiene
ojos pero no puede ver, oídos pero no puede escuchar, corazón, pero no puede
amar. Cristo, perdonando el pecado, hace una nueva creación en la que todo está
bien hecho: los ciegos ven, los sordos oyen, y los pecadores se convierten.
Con todo, Cristo no quiere ser
confundido con un Mesías temporal que viene a solucionar los problemas de este
mundo instaurando un “estado de bienestar” o una “calidad de vida”, intramundanos,
sino a instaurar la fe, e impone el silencio a quienes favorece con los signos
de su mesianismo espiritual como en tantas otras curaciones, para llevar al
hombre a la trascendencia de la fe.
Nosotros necesitamos que nuestros oídos
se abran a la Palabra y quizá como aquel sordo, que alguien nos presente a
Cristo, o como en el caso también del paralítico, y que venza nuestra
incapacidad de escuchar introduciendo su dedo en nuestro oído enfermo; el dedo con
el que Dios gravó sus preceptos de vida en las tablas de piedra para Moisés, y
que nos conceda un encuentro personal con él, separándonos de la gente, para
curarnos, centrando nuestra atención en él, e intercediendo por nosotros con
gemidos inefables ante el Padre.
El corazón tiene unas puertas por las
que Dios quiere entrar para llenarlo de vida, que son los oídos, y una puerta
de salida que es la boca, para alcanzar la salvación, proclamándolo. Un sordo
fácilmente será mudo. Porque: “Con el
corazón se cree para conseguir la justicia como dice san Pablo, y la fe viene por el oído, y con la boca se proclama para alcanzar la
salvación. Cristo tiene que tocar al enfermo incapacitado; entrar por sus
sentidos sanos metiendo el dedo en sus oídos como cuando puso barro con su
saliva en los ojos del ciego.
Después del tiempo que llevamos
escuchando su palabra y tocando a Cristo en los sacramentos, podría decirnos
como a aquel ciego que no acababa de curarse: “¿Ves algo?, ¿qué oyes?, ¡habla!,
proclama la bondad del Señor contigo.
Que así sea.
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