Domingo 1º de Cuaresma B
(Ge 9, 8-15; 1P 3, 18-22; Mc 1, 12-15)
Queridos hermanos:
En
este comienzo de la Cuaresma, la Palabra nos muestra la alianza de paz
prometida a Noé; nos muestra también a Jesús,
siendo impulsado y conducido en el desierto por el Espíritu, porque fue allí
donde Dios hizo su Alianza con el pueblo en el monte Sinaí, a la que ellos
fueron infieles sucumbiendo a las tentaciones. Allí, Cristo, va a manifestar su
fidelidad a la Alianza venciendo las tentaciones, y sellando con su sangre, en
la cruz, la Alianza Nueva y Eterna, a la que nosotros nos adherimos por el
bautismo que nos salva, como decía la segunda lectura.
Ciertamente es necesario el Espíritu
para ir al desierto, y sobre todo para permanecer en él, al encuentro con Dios
y en combate con el diablo. El desierto nos ayuda a entrar en nosotros mismos con
el ayuno, buscando en primer lugar la caridad con la limosna, y poniéndonos a
la escucha de la voz de Dios con la oración. El desierto es, en efecto, el
lugar bíblico de los desposorios con el Señor, que nos preparan a la
consumación del amor en la Pascua; en la mutua entrega y posesión: “Mi amado es para mi y yo soy para mi amado”.
Es Dios quien llama a su pueblo a la unión amorosa con él y le conduce al
desierto como a Moisés, a Elías, a Juan Bautista, a los profetas y a cuantos va
eligiendo, para mostrarles el Árbol de la Vida, hablarles al corazón,
purificarlos de los ídolos y lavarlos de sus pecados. La mirada a la Pascua es,
por tanto, la que provee de sentido a la Cuaresma que ahora estamos comenzando:
¡La cuaresma ha llegado, la Pascua está cerca!
Después de la destrucción consecuencia
del pecado, la alianza con Noé anuncia un nuevo principio en el que Dios se
compromete a no destruir toda carne a causa del pecado. Se abre un tiempo de
salvación que concluirá con el establecimiento definitivo del reinado de Dios
sobre el mundo, cuando sea definitivamente vencido el pecado y aniquilado el
instigador del mal. Durante este tiempo, Dios asistirá al hombre haciéndolo
retornar de sus desvaríos e infidelidades, hasta que con la llegada del Mesías
sea establecida una Alianza Nueva y Eterna, cuando la efusión de su Espíritu
sobre toda carne, derrame en el corazón del hombre el amor de Dios. Entonces el
tiempo se habrá cumplido y el Reino de Dios habrá sido implantado en el mundo.
Este es el testimonio de Cristo
anunciado ya por Juan Bautista, que es una llamada para acoger la salvación
esperada. Las palabras de Cristo son confirmadas por la acción del Espíritu
Santo que testifica en su favor. Al hombre toca discernir y aceptar su
testimonio con la conversión de su mente y la adhesión de su voluntad, mediante
la penitencia de su vida, como fruto de haber creído la Buena Noticia del
Evangelio, y haber sido purificado en el bautismo.
Como el hombre por el pecado fue
expulsado del Paraíso, ahora mediante la conversión el Señor le dice ¡Vuelve! El
Evangelio abre al hombre un horizonte de esperanza ante el Reino de Dios. El
tiempo se hace historia que brota de la llamada, por la que el hombre se pone
en marcha en seguimiento de la promesa. El tiempo concedido a la desobediencia
y el tiempo mismo del pecado se han terminado.
Después del pecado y sus
consecuencias, Dios anuncia una alianza de salvación para el hombre, que
alcanza a toda la creación y que se proclama incluso a los muertos, porque para Dios todos viven. Termina el tiempo
del pecado que esclaviza al hombre al poder del diablo. Se anuncia la
conversión por el Evangelio. Dios quiere la conversión, para el bien, y anuncia
la buena noticia de su amor, que debe ser acogida por la fe, mediante los
enviados que él llama.
Esta
vida nueva se nos comunica en la Eucaristía, por la que somos introducidos
sacramentalmente en Dios.
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