Jueves 4º del TO

Jueves 4º del TO 

Hb 12, 18-19.21-24; Mc 6, 7-13

Queridos hermanos:

          En esta eucaristía el Señor nos presenta la misión. Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión, que se va perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la fe, al amor y a la bienaventuranza, lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento, pero hay también distintas funciones como ocurre con los distintos miembros del cuerpo, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, y que son prioritarias en la vida del que es llamado.

          Es la misión la que hace al misionero. Amós es llamado y enviado sin ser profeta. Nosotros somos llamados por Cristo a llevar a cabo la obra de Dios para saciar la sed de Cristo que es la salvación de los hombres. Esta salvación debe ser testificada por testigos elegidos por Dios desde antes de la creación del mundo para ser santos por el amor.

          Dios quiere hacerse presente en el mundo a través de sus enviados, para que el hombre no ponga su seguridad en sí mismo, sino en él. Constantemente envía profetas, y da dones y carismas que purifiquen a su pueblo, haciéndole volver a Dios y no quedarse en las cosas, en las instituciones o en las personas.

          Cristo, es enviado a Israel como “señal de contradicción”. Lo acojan o no, Dios habla a su pueblo a través de su enviado. Por su misericordia, Dios fuerza al hombre a replantearse su posición ante él, y así le da la posibilidad de convertirse y vivir.

            En estos últimos tiempos, en los que la muerte va a ser destruida para siempre, Cristo envía a los anunciadores del Reino, proclamando el “Año de gracia del Señor”.

          El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y en consecuencia al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las propias fuerzas. Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que constituye la primera explicitación de la llamada libre de Dios.

          El Reino de Dios es el acontecimiento central de la historia que se hace presente en Cristo y se anuncia con poder. La responsabilidad de acogerlo o rechazarlo es enorme, porque lleva en sí la salvación de la humanidad. Los signos que lo anuncian son potentes contra todo mal incluida la muerte. Acogerlo, implica recibir a los que lo anuncian con el testimonio de su vida, porque en ellos se acoge a Cristo y a Dios que lo envía.

          En su infinito amor, Dios tiene planes de salvación para con los hombres, como hemos visto en la figura de José, enviado por delante de sus hermanos a Egipto. Pero aún con su poder, sus planes no se realizan por encima de la libertad humana, lo cual implica las consecuencias de sus pecados: la envidia de los hermanos de José, la lujuria de la mujer de Putifar, y en el caso de Cristo, la incredulidad de los judíos, y todos nuestros pecados, que le proporcionan su pasión y muerte.

          También sus discípulos enviados a encarnar la misión del anuncio del Reino, van con un poder otorgado por Cristo, que no les exime de la libertad de quien los recibe y por tanto de las consecuencias de su rechazo o de su acogida.

          Con todo, queda manifiesta la importancia del anuncio del Reino, ante el cual todo debe quedar relegado y pasar a ocupar su lugar. Lo pasajero debe dar lugar a lo eterno y definitivo; lo material a lo espiritual; lo egoísta al amor.

          Que así sea.

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Miércoles 4º del TO

Miércoles 4º del TO 

Mc 6, 1-6

Queridos hermanos:

          La palabra de hoy nos sitúa ante dos problemas a los que se enfrenta la razón del hombre frente a la fe: el escándalo de la encarnación, y el proyectar en Dios nuestras expectativas. El primero consiste en aceptar que nuestra relación con Dios tenga que pasar por la mediación de hombres como nosotros. Problema por tanto de humildad, a la que se resiste el orgullo humano.

          Israel rechaza que Dios haya querido encarnarse en “el hijo del carpintero”, como ha rechazado siempre a los profetas que independientemente de la jerarquía les llamaban a conversión; que el Mesías no venga de la casta sacerdotal, sino de Galilea,

          El peligro está en creer que servimos al Señor, cuando en realidad sólo obedecemos a nuestra propia razón, es decir, a nosotros mismos, a aquello que podemos comprender, que nos parece bien. El hombre debe discernir los caminos de Dios y acudir allí donde sopla el Espíritu. Servir a Dios pasa por el entrar tantas veces en el absurdo de la cruz, ante el que nuestra razón se revela. La fe es precisamente la entrega a Dios de nuestra mente y nuestra voluntad.

          Dios ha querido siempre manifestarse a través de sus enviados, hombres a los que inspira por medio de su Espíritu, hasta que en Cristo, su presencia en el hombre se hace total y definitiva por medio de su Hijo.

Es Dios quien elige cómo, cuándo, y a través de quién desea manifestarse. Elige, fortalece y envía: « Quien os acoge, me acoge a mí, y quien me acoge a mí, acoge a aquel que me ha enviado. »

          Dios, ante las necesidades concretas de su Iglesia, suscita dones y carismas que la edifiquen y la purifiquen; y aunque las instituciones eclesiales y las normas son obra suya, llama y envía en ocasiones a un irregular (carismático) en su nombre, como hacía con los profetas. En toda la historia de la Iglesia se da también esta dialéctica entre Institución y Carisma, como se dio en el Antiguo Testamento: Moisés y Aarón, Esdras y Nehemías, etc. En el N.T.: Pedro y Pablo. El paradigma, es una vez más Cristo, a quien Dios suscita del pueblo, sin pertenecer a la casta sacerdotal ni a la jerarquía: “El hijo del carpintero”; el hijo de María. 

          La jerarquía tiene la responsabilidad de discernir y después acoger, los dones y carismas de Dios, por lo que necesita estar siempre vigilante y en comunión con la voluntad de Dios a través de su Espíritu. San Lucas en su Evangelio nos presenta un ejemplo claro de esta responsabilidad, cuando dice que fariseos y legistas, al no acoger el bautismo de Juan, frustraron el plan de Dios sobre ellos (cf. Lc 7, 30).

          Al igual que en la encarnación del Hijo de Dios en la debilidad humana, al hombre le cuesta siempre aceptar a Dios en sus enviados; se escandaliza mostrándose duro de corazón. Estamos dispuestos a ser deslumbrados por el poder de Dios, pero no a que venga envuelto en la debilidad humana. Israel dijo: Dios sí, pero Cristo, no. En el mundo se dice: Cristo sí, pero la Iglesia, no; el cura sí, pero el catequista, no; el catequista sí, pero el laico, no. El problema de la encarnación golpea el orgullo humano que, se resiste a humillarse ante otro hombre. Pretendemos que Dios se nos imponga con su poder o autoridad, pero Dios es fiel al don de la libertad, que nos ha dado para que amemos.

          En ocasiones también el enviado, como san Pablo, se queja de tener que cargar con su debilidad en la misión, porque se le relativizan sus dones. Dios es grande en la debilidad. Eso debe bastarle. Así, la fe brilla en la libertad y en la humildad del hombre, sin que Dios se le imponga con su poder.

          Para dar el salto a la fe, el hombre debe responder a la pregunta del Evangelio: « ¿De dónde le viene esto? », pero eso, supone reconocer la presencia de Dios en el hombre, y por tanto obedecerle, por lo que con frecuencia el hombre se niega a responder a la pregunta, y al quedar al margen de la fe, el poder de Dios queda frustrado por nuestra libertad, como se dice de Jesús en el Evangelio: «Y no podía hacer allí ningún milagro».

          El profeta hace presente a Dios, y a los que están fuera de su voluntad, les recuerda su desvarío tan sólo con su presencia. Si se obstinan neciamente en su maldad, tendrán que responder ante Dios; pero a la vez, se les ofrece la gracia de arrepentirse y vivir.

          Cristo con su presencia hace presente la misericordia de Dios y su juicio como dijo el anciano Simeón: « Éste está puesto para caída y elevación de muchos; signo de contradicción».

          El segundo problema, es quizá más grave, y consiste en reducir la inmensidad del plan amoroso de Dios, al que nuestra carne y nuestra pequeña razón son capaces de forjar. Israel, no sólo tiene dificultad en aceptar al Mesías concreto elegido por Dios, sino sobre todo, rechaza la salvación concreta que Cristo se apresta a realizar: Mientras las expectativas del pueblo se centran en que Dios remedie la situación de postración, de explotación, y de sometimiento a la injusticia y la corrupción de Roma, se encuentra frente al “año de gracia del Señor”, ante el que, en primer lugar, el pueblo mismo debe convertirse de la perversidad de sus pecados y poner su corazón en Dios. El mismo Juan Bautista, se ve arrollado por el torrente inaudito de la misericordia divina que le deja perplejo. Nadie puede parapetarse en su pretendida justicia de ser hijo de Abrahán, ni en su privilegio de pueblo elegido, rechazando la gracia y la misericordia que le son ofrecidas gratuitamente de parte de Dios. La venganza y la justicia que esperan sobre sus enemigos exteriores, lo será de la opresión del pecado y del diablo, que Cristo asumirá en sí mismo, ofreciéndose por todos los hombres en la cruz: “No me quitan la vida, la doy yo voluntariamente.”

          Este es el sacramento de nuestra fe, decimos en la Eucaristía: Cristo que se entrega a la voluntad del Padre que le presenta la cruz. A esta entrega de Cristo nos unimos nosotros en la comunión eucarística. Hoy somos invitados a este sacrificio, sacramento de nuestra fe que es vida eterna para los que apoyan su vida en Dios.

           Que así sea.

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Martes 4º del TO

Martes 4º del TO (cf. domingo 13 TO B; lunes 14).

Mc 5, 21-43

Queridos hermanos:

          De nuevo la palabra nos invita a contemplar la fe que salva y que cura para suscitarla en aquellos que acuden a Cristo, como signo de la presencia de Dios en él. Por la fe se aferra la vida, y la muerte queda vencida por el perdón de los pecados. La precariedad de la existencia ansía la plenitud de la vida que es Dios. La fe es el resultado del don de Dios que se revela al espíritu humano como moción interior, a la que se unen el testimonio humano y el testimonio del Espíritu, apoyado fundamentalmente por las Escrituras y la predicación del Kerigma, dándole la certeza de la Verdad del Amor de Dios.

          Los discípulos, acogiendo la predicación, las señales y la caridad de Cristo, creen en él como maestro, profeta, y enviado de Dios, pero será el Espíritu Santo, quien testificará a su espíritu su divinidad, su ser Hijo del Altísimo, transformando sus creencias, en la fe, que se hace acompañar de la esperanza y el amor, y uniéndose a la moción interior la hace operante en la súplica y la intercesión, en el sacrificio de la entrega, en la obediencia que se crucifica en la confianza, y en el dolor que conmueve llevando a la compasión.

          En medio de la precariedad de este mundo donde todo es transitorio y sujeto a la corrupción, debido a la constante dialéctica a que lo somete la muerte, Cristo hace presente la vida definitiva que el hombre está llamado a recibir por la fe en él. Ninguna adversidad puede frenar la providencia, la misericordia y el poder de Dios, que sólo se detiene ante nuestra libertad, suscitando y esperando nuestro amor.

          No nos basta que Cristo haya resucitado y recibido todo poder, ni es suficiente oír hablar de él, es necesario tener un encuentro personal con él, mediante la fe, en lo profundo del corazón, que ilumine la mente y mueva la voluntad al amor de Dios que se revela. Como vemos en el Evangelio, la cercanía física no basta, como tampoco el parentesco o la vecindad. El mismo sacramento de la Eucaristía en el que no sólo se toca sino que se come a Cristo, es un sacramento de la fe, para vida eterna. Postrar ante él, que se nos acerca por amor, la mente y la voluntad, eso es la fe.

          Ante Cristo, por la fe, se desvanece la impureza de la mujer, se detiene la hemorragia de su vida y se expulsa la muerte de la niña, y de toda la humanidad, no sólo física, sino también espiritual, y se nos da vida eterna. Todos necesitamos de esta fe que nos salva, y que nos mueve a interceder por la salvación de todos los hombres.

          Cristo se nos acerca hoy como a la hemorroísa y al archisinagogo y nos invita a no temer, sino a tener fe. En efecto, la fe expulsa el temor, mediante el amor que el Espíritu derrama en nuestro corazón.

           Que así sea.

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Lunes 4º del TO

Lunes 4º del TO

Mc 5, 1-20

Queridos hermanos:

          Podemos sacar muchas enseñanzas de esta palabra. La primera nos la sugiere la Escritura: ¿Qué es el corazón humano para que puedan albergarse en él dos mil demonios?, habiendo sido creado por Dios para habitar en él, de forma que nada ni nadie, sino Dios, lo pueda saciar. Nuevamente nos enfrentamos al problema de la existencia del mal, al escándalo del sufrimiento y de la libertad, que cuestionan el poder, la misericordia y la bondad de Dios. ¿El Señor que ha sacado a un pobre hombre de la esclavitud del diablo, no podía haber evitado tanto sufrimiento?

          Respetando la libertad del hombre, Dios saca el bien del mal, y mucho fruto, aún del escandaloso sufrimiento de los inocentes, como lo hizo con su propio Hijo para nuestra salvación. No hay esclavitud ni depravación tan grande que pueda impedir la salvación de Dios, que quiere regenerar a un hombre.

          Jesús parece haber ido a aquel lugar exclusivamente a curar a aquel pobre hombre, pero sobre todo, ha ido a concederle encontrarse con él; a suscitar su fe, la de aquella gente, y a fortalecer la de sus discípulos. Desembarca, cura, y regresa de nuevo al lago.  

          La palabra de hoy nos hace presente la seriedad de la vida y lo triste que puede llegar a ser la situación de un hombre, en las manos del diablo. La misma grandeza del hombre le hace susceptible de una gran ruina. Pensar que en el corazón del hombre, que sólo Dios puede saciar puede caber una legión de demonios, es para meditarlo seriamente.  Con que facilidad vivimos neciamente dejando al mal adueñarse de nosotros. Para el Señor, un hombre, su corazón, vale el mundo entero; por supuesto, más que muchos pajarillos y más que dos mil cerdos.

          Vemos a Cristo compadecerse de las gentes, pero es evidente, que su misión no se reduce a aliviar el sufrimiento temporal, sino a perdonar el pecado suscitando la fe. En sus milagros, distingue entre curación y salvación. La curación es temporal, pero la salvación es eterna. La verdadera misericordia de Dios no consiste en que el hombre deje de sufrir, sino en que no se pierda eternamente.

           Es maravilloso que un ciego vea, que un paralítico camine, o que un endemoniado se cure, pero es infinitamente superior que un pecador se convierta

          Quien ha sido alcanzado por la misericordia del Señor como el endemoniado, es enviado a testificarla en el mundo, proclamando su salvación. Es un deber de gratitud hacia el Señor que ha usado de misericordia con él. “Es bien nacido, quien es agradecido.”

          La Eucaristía viene en nuestra ayuda y nos sienta a la mesa con Cristo, que ha tomado sobre sí, la muerte de nuestros pecados para alcanzarnos la resurrección.

          Que así sea.

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Domingo 4º del TO B

Domingo 4º del TO B 

(Dt 18, 15-20; 1Co 7, 32-35; Mc 1, 21-28)

Queridos hermanos:

          El Señor ama al hombre y quiere relacionarse con él para que tenga vida, porque sabe que sólo él es nuestro bien. En el Sinaí el pueblo se aterrorizó ante la majestad numinosa de la cercanía de Dios, por eso, Dios hablará en adelante por medio de los profetas, a la espera del Profeta por excelencia, en el que Dios ocultará su majestad en un hombre como nosotros; él será su elegido, su siervo, su predilecto en quien se complace su alma.

          Dios da testimonio de este profeta en el Tabor, invitando a escuchar a Cristo, su Hijo. Él, desde una nueva montaña, proclamará la nueva ley de la vida que recibirá el pueblo, a través del Espíritu que les será dado. “Habéis oído que se dijo…pues yo os digo.” Será poderoso en palabras y obras y ante él retrocederá el mal porque vencerá al que se hizo fuerte con nuestra desobediencia.

          Cristo muestra su autoridad y su fortaleza con los espíritus del mal y los expulsa, mientras usa de misericordia y compasión con los pecadores y los enfermos, encarnando el “año de gracia del Señor”; el verdadero sábado en el que hay que hacer el bien y no el mal; el sábado en el que Dios gobierna el universo haciendo justicia a los oprimidos por el diablo. El espíritu inmundo, del Evangelio, mentiroso y padre de la mentira, trata en vano de resistirse porque aún no es el tiempo de su derrota definitiva, pero su reconocimiento de Cristo no le da acceso a la virtud de su Nombre para ser salvo, porque la invocación del Nombre de Cristo es siempre ruina para el diablo, carente de la caridad que salva, como dijo san Agustín (Ciudad de Dios libro 9, cc. 20-21).   

          Nosotros sabemos cuál es esta doctrina, la autoridad, y el poder que puede curar nuestras miserias e impurezas si nos acogemos a Cristo e invocamos su Nombre, ya que él se ha acercado a nosotros lleno de misericordia, ofreciéndonos su palabra, su cuerpo y su sangre para que tengamos vida: “Todo el que invoque el Nombre del Señor se salvará. Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!” (Rm 10, 13-15).

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 3º del TO

Sábado 3º del TO

Mc 4, 35-41

Queridos hermanos:

          Esta palabra del Evangelio está cargada de simbolismos y enseñanzas, en primer lugar para los discípulos y también para todos nosotros: La noche, es figura de las tinieblas del mal, el mar sinuoso es figura de la muerte; el viento contrario son la persecución y la tribulación provocadas por el odio del diablo; la otra orilla, límite del poder de la muerte y comienzo de la vida nueva; el miedo a la muerte es secuela del pecado, signo de “lo viejo”; el temor de Dios, “lo nuevo” de la fe; el sueño de Cristo, imagen de su muerte y el despertar, anuncio de su resurrección.

          Cristo va a introducir a los discípulos en el mar y la noche para que tengan el encuentro personal de la fe, única respuesta ante la muerte, por la que todo hombre debe pasar. Con las palabras: “Pasemos a la otra orilla”, Cristo está invitando a los discípulos a enfrentar, atravesar y vencer la muerte junto a él y salir indemnes. Ante ellos se extiende el mar de la muerte, que es necesario atravesar para superar el límite que Dios le ha asignado, en donde se desvanece su poder. Con Cristo, la humanidad no se hundirá definitivamente en el mar, sino que tras un tiempo de tribulación, lo atravesará a salvo.

          En medio de este mar, los discípulos van a experimentar de forma insuperable el miedo a la muerte, signo de “lo viejo”, de la condición humana sujeta al pecado, que los hace esclavos del diablo de por vida (cf. Hb 2, 14s). ¿Dónde está vuestra fe? ¿Aún no es “todo nuevo” para vosotros en mí? ¿Dónde está vuestra respuesta a la muerte? ¿Aún no comprendéis que está con vosotros la Resurrección y la vida? El Señor viene a decirles: Claro está que me importa que perezcáis. Por eso tendré que dormirme entrando en el seno de la muerte para vencerla al despertar. Lo que me preocupa es que tengáis miedo de perecer estando yo con vosotros, y no seáis capaces de confiar plenamente en Dios abandonándoos en sus manos.

          La experiencia de los discípulos será vital cuando tengan que enfrentar la muerte y Cristo parezca ausente. Tendrán que ser testigos de la victoria de Cristo y hacerlo presente invocando su nombre.

          También nosotros necesitamos hacer nuestra, la experiencia de los discípulos, de que el viento y el mar obedecen al que nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, de forma que no perezca ni un cabello de nuestra cabeza, y con nuestra perseverancia salvemos nuestras almas” (cf. Lc 21, 18-19).

          Unámonos, pues, a Cristo en la Eucaristía, diciendo amén a su entrega confiada en las manos de su Padre.

          Así sea.

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Santos Timoteo y Tito

Santos Timoteo y Tito

2Tm 1, 1-8 ó Tt 1, 1-5; Lc 10, 1-9.  

Queridos hermanos:

           En esta memoria de los santos Timoteo y Tito, compañeros de san Pablo, agradecemos al Señor el don de estos apóstoles, a los que hacemos presentes nuestras necesidades, y mostramos nuestro reconocimiento por su ayuda en estos años, presentando al Señor nuestras inquietudes y problemas, para preservarnos de las insidias del mal.

          Como Lucas mismo nos cuenta en sus escritos de los Hechos de los apóstoles. No hay mejor forma de hacerlos presentes que, con el Evangelio de la misión de los setenta y dos discípulos, en el que el Señor mismo los envía como pequeños y con la urgencia del anuncio del Reino, a llevar la Paz y a comunicar la Vida Nueva. Esta fue su vida en lo que conocemos.

          Si ciertamente es importante su testimonio de Cristo, muy importante es el testimonio de su vida, entregada al servicio del Señor en la evangelización, contribuyendo a la propagación de la fe, haciendo de su vida un culto espiritual a Dios por la predicación del Evangelio, verdadera liturgia de santidad. Ciertamente es una gracia haber sido llamado a encarnar la misión como enviados del Señor, pero su gloria es haberla aceptado, gastando su vida siguiendo en la Regeneración del mundo, a Cristo que murió y resucitó para salvarnos. Cuanta gente malgasta su vida en sobrevivir, sin más fruto que tratar de satisfacer su propia carne, a riesgo de frustrarse a sí mismo en su vocación al amor.

Los apóstoles son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto son necesarios dos para testificar, y para hacer visible la caridad del Señor, de quien son enviados a dar testimonio de amor, como dice san Gregorio Magno (Hom., 17, 1-4.7s). Decía san Pablo: ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús. Anunciar el evangelio no es sólo transmitir palabras, sino propagar el amor y el perdón que se anuncia, de forma que se haga carne en quien lo lleva y en quien lo recibe. El mandamiento del Señor no es: que habléis del amor con el que yo os he amado, sino: “Que os améis como yo os he amado”, y este amor engendra amor, generación tras generación. Estos santos, no sólo hablaron, sino que contagiaron el amor de Cristo gastando su vida. Esa es la razón por la cual, siendo grande “la mies” de los que necesitan escuchar, sean pocos los “obreros” dispuestos a trabajar en ella.

Los misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la vida del testigo como han acompañado la de Cristo. Dar la vida por amor es perderla, negarse a sí mismo en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida eterna. Pero el amor no se impone y debe ser acogido en la libertad y en la humildad de quienes lo presentan sin ningún poder, como “pequeños” que anuncian al que viene con ellos con la omnipotencia del amor.

También nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos en testigos del amor del Señor que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la obra de la regeneración por el Evangelio, como lo fueron estos santos y todos los demás discípulos, cuyos nombres escuchamos unidos a la historia de la salvación y cuyos hechos proclamamos como palabras del Dios vivo, que sigue, llamando y salvando a la humanidad.

          En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe, e ir incorporando a sus nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete el número de los hijos de Dios; la muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis (7, 9).

          A esto nos invita y nos apremia hoy esta palabra, mediante la fortaleza que brota de la Eucaristía en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del mundo, para testificar el amor del Padre.

          Que así sea.

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La Conversión de san Pablo

La Conversión de san Pablo

Hch 22, 3-16 ó Hch 9, 1-22; Mc 16, 15-18

Queridos hermanos:

          En esta fiesta de la conversión del apóstol Pablo, la liturgia de la palabra nos presenta en la primera lectura, la descripción de la gracia tumbativa concedida a Saulo de Tarso, para constituirlo en anunciador del Evangelio a todo el occidente, abriéndose al mundo griego y a la diáspora judía. Puede sorprendernos como a Ananías la elección del Señor, y la inmensidad de la gracia que le fue dada, pero también las pruebas que le esperaban en la misión eran enormes.

          Tanto en la elección, como en los envíos de los doce y los setenta y dos discípulos, la predicación del Evangelio es fundamental. San Pablo dirá: “Sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido proclamado a toda creatura bajo el cielo (Col 1, 23); san Marcos dirá que: “Es preciso que sea proclamada la Buena Nueva a todas las naciones (Mc 13, 10); san Lucas en los Hechos: “Recibiréis una fuerza, cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y de este modo seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8), o como dice Mateo (Mt 28, 18-20): “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.”

          La urgencia y la necesidad del anuncio del Evangelio sólo se pueden comprender si somos conscientes, de que por la acogida del Kerigma se actúa la salvación, mediante la fe, que nos alcanza el Espíritu Santo. La predicación del Evangelio no está finalizada a la mente, o a la instrucción, sino a la regeneración de toda la creación.

          La creación, en efecto fue sometida a la frustración por la muerte consecuencia del pecado, y ha sido vaciada de su sentido instrumental para la realización del plan de Dios. La humanidad finalizada a la gloria, quedó impedida para la comunión con Dios, y las tinieblas volvían de nuevo a cernirse sobre el mundo. San Pablo dice que la creación gime con dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios.

          Cristo resucitado ha recibido todo poder y en su nombre obedecen el cielo y la tierra; el mal y la muerte retroceden ante el Evangelio de la gracia de Dios, que se convierte en paradigma de salvación para aquel que se abre a su acción, por la fe: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios.  Los que crean “hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.”

          San Pablo es instrumento de elección para la propagación del Evangelio. Hoy conmemoramos que esta gracia de Dios enviada a su Iglesia, para la propagación de su salvación al mundo entero, no ha sido estéril en san Pablo, y bendecimos por él al Señor.

          Que así sea.

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Miércoles 3º del TO

Miércoles 3ª del TO (cf. Mi 16; Sa 24)

(Hb 10, 11-18; Mc 4, 1-20)

Queridos hermanos:

Como todas las parábolas, ésta, tiene una enseñanza y una finalidad específica: abrir el oído de los oyentes, para que dispongan su corazón, lo mejor posible, a la recepción de la Palabra, porque hay disposiciones del corazón que pueden impedir que pueda fructificar.

La parábola nos habla, en efecto, acerca del combate entre la fuerza del Evangelio, y la seducción que el mal le opone para fructificar, en el campo de batalla que es la realidad de nuestra carne, llena de impedimentos: El camino, en la parábola, hace presente la dureza del corazón pisoteado por los ídolos. Las piedras, son los obstáculos del ambiente que presentan el mundo y la seducción de la carne, y las riquezas, son los espinos. En definitiva, nuestra naturaleza caída, ofrece resistencia a la acción sobrenatural de la gracia y necesita su ayuda; un perseverante cuidado y atención, como si del cultivo de un campo se tratara, para que nuestra tierra acoja la Palabra con un corazón bueno y recto como dice san Lucas (8, 15). Dios es el agricultor, por lo que necesitamos estar unidos a él y dejarnos limpiar y trabajar, por su voluntad amorosa.

Para eso, la Palabra, como la semilla, debe caer en la tierra y hacerse una con ella, dando un fruto que el hombre puede recibir según su capacidad, preparación, y  libertad, ya que el fruto para el que ha sido destinada es el amor. Unido a su creador en un destino eterno de vida, el hombre hace que la Palabra no vuelva al que la envió, vacía, sino después de fructificar.

Velar, esforzarse, perseverar, permanecer, y hacerse violencia, son palabras que nos recuerdan la necesidad del combate en la vida cristiana, figurado en el trabajo necesario para obtener una buena cosecha. “Esta es la voluntad de mi Padre: que vayáis y deis mucho fruto, y que vuestro fruto permanezca”. “Mirad, pues, cómo escucháis”; mirad cual sea el tesoro de vuestro corazón, porque el hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno. Según san Mateo, la buena tierra es: “El que escucha la palabra y la comprende” (cf. Mt 13, 23). Podemos hacer una distinción entre entender, y comprender la palabra, de la misma manera que lo hacemos entre oírla y escucharla. Mientras el entender se resuelve en la mente, el comprender puede involucrar una profundización; un descenso al corazón, donde queda implicada también la voluntad; en definitiva, se trataría de su incorporación al propio ser.

 El sembrador “sale”, porque la iniciativa es suya, haciéndose accesible a nuestra percepción, como dice san Juan Crisóstomo, y sale para darnos la “comprensión” de los misterios del Reino, entrando en nuestra intimidad, subiéndonos a su barca a reparo de las olas de la muerte como dice san Hilario.

No obstante los impedimentos, la potencia del fruto supera siempre las expectativas humanas; sobreabunda hasta la plenitud sobrenatural en Cristo, del ciento por uno.

Que así sea.

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Martes 3º del TO

Martes 3º del TO 

Mc 3, 31-35

Queridos hermanos:

          Cuando Dios Padre, decide la encarnación de su Hijo, inmediatamente le prepara una familia en la tierra: Una madre inmaculada, María, y un padre justo, José. Ya sabemos, que su único y verdadero Padre, celeste, lo engendró desde toda la eternidad. Además, el Padre, ha querido que su Hijo tuviera también hermanos, que como nos ha dicho el Evangelio, son aquellos que hacen la voluntad de Dios, y ha querido dotarlos de las mismas cualidades de sus padres terrenos: Inmaculados como María, y justos como José. En efecto, a quienes llama, les quita sus pecados por el bautismo, y los hace justos por la fe. Para permanecer siendo “madres y hermanos” de Cristo, necesitamos defender esta gracia, que se pierde por el pecado, apartándonos de la voluntad de Dios.        

          Aquellos en los que la palabra prende y permanece, dando fruto, son la familia de Jesús, porque reciben su Espíritu. Dice Jesús en el Evangelio: “la carne no sirve para nada; el espíritu es el que da vida”. Como dice San Juan: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos”. La vida y la muerte, se corresponden con la fe y la incredulidad. El Evangelio pone de manifiesto la incredulidad de sus parientes respecto de Cristo, al que consideran “fuera de sí” (Mc 3, 21), y de su pueblo, que trata de despeñarlo de su ciudad de Nazaret (Lc 4, 29). “Ni siquiera sus hermanos creían en él” (Jn 7, 5). En cambio, destaca la fe de paganos y extranjeros, últimos que serán primeros. Cristo conoce perfectamente esta cerrazón, cuando dice que “ningún profeta es bien recibido en su patria (Lc 4, 23-24)” y en su casa carece de prestigio (Mt 13, 57).

          Jesucristo ha venido a unir con los lazos de la fe, en un mismo espíritu a todos los hombres, para formar la familia de los hijos de Dios, que conciben, gestan y dan a luz a Cristo. Lo conciben por la fe, lo gestan con la esperanza y lo dan a luz por la caridad.

          Por encima de parentescos y  patriotismos, Cristo viene a llamar a toda carne a su hermandad y maternidad; a la filiación adoptiva. Los lazos de la carne son naturales, mientras los de la fe son sobrenaturales, vienen del cielo. Cristo, afirma los lazos de la fe, por la que se acoge la palabra de Dios hecha carne en Cristo, y fructifica en el corazón. Por la fe, se recibe el espíritu de Cristo como verdadero parentesco.

          ¿Cómo podría enseñar Cristo que por el Reino hay que dejar padre y madre si él mismo no lo pusiera en práctica? Por encima de los lazos carnales están los misterios del amor del Padre, su voluntad, su envío.

          Mientras la carne dice: “dichoso el seno que te llevó”. El Espíritu, en cambio, dice: “Dichosa tú que has creído”. Dichosos los que han creído, guardado y visto fructificar en ellos la Palabra hecha carne. Los parientes que permanecen fuera invocando la carne, no son tan dignos de consideración como los “extraños”, que dentro, acogen la enseñanza del Hijo, que da paso a una auténtica hermandad y maternidad. A esta fe somos llamados también nosotros, para que podamos dar a luz a Cristo y ser con él, hijos de su mismo Padre.

          Hoy la palabra nos invita a escuchar y guardar; a creer y esperar para llegar a amar.

          Que así sea.

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San Vicente Mártir

San  Vicente Mártir

Eclo 51, 1-12; Rm 8, 35.37-39; Mt 10, 17-22 ó Jn 12, 24-26

Queridos hermanos:

          Recordamos hoy a nuestro patrono, el diácono Vicente (vencedor), llegado a nuestras tierras para implantar con el testimonio de su sangre, la fe de Cristo, que en el transcurso de la historia ha fructificado abundantemente en santidad, y cuyo fruto perdura aún hoy, en estos “tiempos recios”, en los que nos toca a nosotros tomar el testigo de una vida cristiana que siga siendo luz en medio de las tinieblas que pretenden enseñorearse en nuestras vidas.

          Hay persecuciones porque sigue habiendo lobos, o gente seducida por el lobo, que suelen vestirse con piel de oveja. No hay que provocar la persecución sino actuar con prudencia ante quienes engañan, y con la astucia que saben utilizar los malos para sus maldades. Con todo, la persecución no faltará. Dios que la permite, hará que produzca fruto mediante el testimonio del Espíritu, y sea un medio de conversión para nosotros y para el mundo que no lo conoce o se ha apartado de Él.

          Como dice San Agustín: Si el que nos parece el peor se convierte, puede llegar a ser el mejor; y si el que nos parecía el mejor se pervierte será el peor. “Corruptio optimi, cuiusque pesima” (conversio pesimi, cuiusque optima). Nuestro trabajo es prestar libremente y de buen grado nuestro cuerpo, y el fruto, será Dios quien lo dé muy por encima de nuestras capacidades. El inspira a quien habla en su nombre y convierte a quien escucha con un corazón recto.

          El protomártir en Valencia, Vicente, como Esteban, nos pone de manifiesto no sólo la negación real a los discípulos en aquel ambiente del rechazo a Cristo, sino su condición esencial frente al mundo, siempre en constante oposición a su misión: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel. Señal de contradicción”. Esa es la esencia de la condición del cristiano y deberá serlo en cada generación, según la visión profética del Señor: Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán. Yo al elegiros os he sacado del mundo. Si el mundo os odia sabed que a mí me ha odiado primero, porque no han conocido ni al Padre ni a mí.

          Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, y mi espíritu hablará por vosotros, dándoos una sabiduría a la que no podrá contradecir ningún adversario vuestro; también hablaré ante el Padre en defensa vuestra, mostrándole mis llagas gloriosas que os purifican de todo pecado y de todo mal; os fortaleceré para que podáis perseverar hasta el fin, en el testimonio que se os asignará para salvación del mundo, y que os salva a vosotros desde ahora: Veréis el cielo abierto y al Hijo del hombre en pie a la derecha del Padre.

           Caridad y anuncio son inseparables y se corresponden mutuamente: Cristo es el cumplimiento de las profecías, al que tienden todas las Escrituras y la misma historia de la salvación humana. Vicente recibe el Espíritu del Señor y junto a su sangre, ofrece a Dios el perdón de sus enemigos, como digno discípulo del Señor crucificado por él.

          Así se propagará su testimonio precioso, por el mundo romano, y llegará hasta nosotros, como dijo Tertuliano: «Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros: la sangre de los cristianos es una semilla» (Apologético, 50,13). Con la persecución hacemos presente al Señor que nos acompaña siempre con su cruz, levantada y gloriosa, desde la cuna hasta el sepulcro.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Lunes 3º del TO

Lunes 3º del TO (cf. viernes 27)

 Mc 3, 22-30

Queridos hermanos:

          La palabra nos habla del espíritu de Cristo que no ha venido a juzgar sino a perdonar y salvar derribando a Satanás de la altura a la que nuestros pecados lo habían encumbrado. En este Evangelio los escribas le acusan de estar endemoniado, por su autoridad sobre los demonios, y hacen ineficaz la salvación de Dios en ellos, por su ceguera para reconocer al Espíritu en él; por la dureza de su corazón que les hace rechazar a Dios.

Frente a Cristo, toda la realidad se divide en dos: O con Cristo o contra él. Toda la historia y toda la creación tienden por tanto al encuentro con él, constituido como puerta, camino y meta de la existencia hacia la bienaventuranza eterna. Frente a la realidad del mundo sometido a Satanás, y a la muerte por el pecado, la vida de Dios se ofrece gratuitamente al hombre por medio de Cristo, que nos rescata por su cruz. Quien se queja de la radicalidad del Evangelio es siempre el “tibio”, del que dice el libro del Apocalipsis, que será vomitado. 

          Los judíos del Evangelio acusan al Señor de estar endemoniado. Su ceguera les impide reconocer en Cristo al Espíritu, a quien llamamos: “Dedo de la diestra del Padre” (Digitus paternae dexterae), ya que por Él, Dios hace sus obras, de forma semejante a como el hombre se vale de sus manos para realizar las suyas; así la dureza de su corazón les hace rechazar a Dios, atribuyendo sus obras al diablo; verdadera blasfemia contra el Espíritu Santo. De nuevo se requiere el discernimiento que da el amor a Dios.

Si lo propio del demonio es la maldad y no la bondad, dañar, no curar, cómo va a dedicarse a hacer el bien, librando a los hombres de su poder. Jesús dirá: ¿También el poder de curar de mis discípulos y de vuestros hermanos e hijos, es diabólico? Pues si no lo es, ellos os juzgarán por vuestra incredulidad y falsedad. Necesitamos tener discernimiento, para que nuestros juicios no se vuelvan contra nosotros y nos condenen por no haber acogido la salvación gratuita de Dios que se nos ofrece con Cristo.

Sólo quien es más fuerte que el diablo puede vencerlo y expulsarlo, despojándolo de su botín. Su fuerza resalta nuestra debilidad, pero es insignificante frente a la fuerza de Dios que está en Cristo. Curando y expulsando demonios, Cristo, hace patente su poder sobre ellos, venciendo a quien se ha hecho fuerte por el pecado, y expulsando a Satanás.

Rechazar a Cristo es someterse a Satanás, que al encontrar la casa vacía, la ocupa con otros siete demonios, para la perdición del hombre, haciéndolo cómplice de su obra destructora. En relación a la fe, no hay vía intermedia. Los “no alineados” como se decía frente a los bloques de la guerra fría, son una falacia en la vida espiritual. La Escritura habla sólo de dos caminos: la muerte y la vida; elige la vida para que vivas. “Quien no recoge conmigo, desparrama”. Por eso, si respondemos Amén a la entrega de Cristo en la Eucaristía, comiendo su carne y bebiendo su sangre, lo hacemos para tener vida eterna en él.

Que así sea.

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Domingo 3º del TO B De la palabra

 

Domingo 3º del TO B de la Palabra 

(Jon 3, 1-5.10; 1Co 7, 29-31; Mc 1, 14-20)

Queridos hermanos:

          En este domingo contemplamos a Jesús comenzar su ministerio en Galilea, al extremo de la Tierra Santa, de Israel que se abre a los gentiles, tierra de donde no sale ningún profeta y donde el pueblo caminaba entre tinieblas. Allí, a la depresión más profunda de la tierra ha querido descender Cristo a buscar a los pueblos en otro tiempo olvidados, para iluminarlos con su luz, inundarlos con el gozo del Espíritu y liberarlos del yugo y de la carga que los oprimían.

          La palabra de hoy menciona temas tan importantes como la conversión, el Reino de Dios y la Buena Noticia, pero sin detenerse en ellas, enmarcándolas todas en “el tiempo”, sometidas como están a un proceso de realización en el que se da acceso a nuestra libertad. En la primera lectura el tiempo se concreta en un breve y simbólico espacio de cuarenta días en los que es posible librarse de la muerte y salvarse mediante la conversión. En el Evangelio, el tiempo de la salvación que han anunciado los profetas y en cuyas promesas ha esperado el pueblo fiel, ha llegado a su perfección en la historia; ha alcanzado su plenitud: “El tiempo se ha cumplido” o como dice literalmente san Pablo en la segunda lectura: “El tiempo ha plegado velas”, porque la historia ha llegado “a puerto” en Cristo. Ha llegado el Mesías, y con él la salvación y el Reino: “Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen de él. Porque la representación de este mundo se termina.” Ya no es tiempo de vivir para este mundo, sino de arrebatar el Reino; de buscar los bienes de arriba donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios.

          El tiempo presente es de salvación mediante la conversión que se nos ofrece. Dios es eterno, pero el hombre ha tenido un Principio, siendo llamado a entrar en la eternidad de Dios, mediante una vida perdurable. Para poder valorar este tiempo, es necesario que la vida tenga la dirección y la meta que le dan sentido. El Evangelio abre al hombre un horizonte de esperanza ante el Reino de Dios. El tiempo se hace historia que brota de la llamada, por la que el hombre se pone en marcha en seguimiento de la promesa. Se acerca el tiempo de pedir cuentas, el tiempo de rendir los frutos, del “verano escatológico”. Por eso la higuera del pasaje de los Evangelios de Mateo y Marcos, debe rendir sus frutos. Se ha agotado el tiempo cíclico, o cartesiano, y ha sobrevenido el “Éschaton”. Ya no es “tiempo” de higos: tiempo de la dulzura del estío, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Viene el   tiempo del juicio (cf. Ml 3, 5), son los últimos tiempos, en los que la mies ya blanquea para la siega, y debemos acoger el testimonio de los segadores del Evangelio, que desde oriente y occidente, del norte y del sur, nos anuncian el cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías. “El profeta” ha llegado, el Reino está en medio de nosotros, y la fuente de aguas vivas mana a raudales para saciar la sed sempiterna: “Oh sedientos todos, acudid por agua y los que no tenéis dinero, venid a beber sin plata y sin pagar. El que tenga sed que venga y beba el que crea en mí. El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás.”

          Dios alfa y omega de todas las cosas, concede al hombre un tiempo en el que ejercer su libertad en el amor que se nos revela en Cristo. El hombre, como “tiempo y libertad”, sale del caos de la existencia en el que vive para sí, y entra en la historia; se ordena en el Ser del amor de Dios. Su tiempo se convierte así, en un: “caminar humildemente con su Dios” (cf. Mi 6,8). Tiempo de misión y de testimonio, de prueba y de purificación en el amor, y por tanto de libertad, en el crisol de la fe. Tiempo de acoger la Palabra, de amar al Señor, de adquirir sabiduría y discernimiento. Tiempo de vida eterna en la comunión de la carne y la sangre de Cristo. Tiempo de Eucaristía.

          La Sagrada Escritura, y toda la Revelación, comienzan evocando este principio de todo lo que no es eterno, de todo lo que no es Dios, y que ha venido a ser, porque Dios se ha donado; porque: “Bonum diffusivum sui” (El Bien es difusivo) y: “En el principio creo Dios los cielos y la tierra.” La vida perdurable trasciende el tiempo porque no tiene fin; comparte el tiempo con la primera creación, hasta la llegada de la nueva en Cristo resucitado. Pasar de la antigua a la nueva creación, es posible mediante la conversión. Esto es lo que anuncia y realiza el Evangelio, dando paso al Reino de Dios. En esto consiste el Reino de Dios: en la incorporación del hombre a la eternidad de Dios: “Convertíos y creed en el Evangelio.”

          El Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte con el anzuelo de su cruz. Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado, se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia y comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.

          Cristo viene a tomar el relevo de Juan el Bautista llenando de contenido con la Palabra el eco de la Voz, y a completar el bautismo de agua con el fuego del Espíritu Santo. El amigo del novio da paso al Esposo y la novia exulta escuchándolo llamar a su puerta: “Levántate, amada mía; mira que el invierno ya ha pasado la higuera echa sus yemas y el tiempo de las canciones ha llegado.”

          Dios quiere la conversión, para el bien, y anuncia la buena noticia de su amor, que debe ser acogida por la fe, mediante los enviados que él llama. Jonás anuncia la destrucción que los pecados acarrearán el día del juicio, y de la que se librarán mediante la conversión de su conducta. Los enviados, son llamados y reciben una primera gracia, que después deberá ser probada en las vicisitudes que supone seguir al Señor y su perseverancia les confirmará en la fe. La vida nueva que trae el Evangelio, relativiza todas las cosas dándoles su verdadera dimensión pasajera frente a lo que es definitivo.

          La predicación del Evangelio es la misión por excelencia de la Iglesia, que lo ha hecho llegar hasta nosotros a través de los apóstoles. Jesús había dicho a sus primeros discípulos: seréis pescadores de hombres. Somos, en efecto, como peces que se sacan del mar con un anzuelo. San Agustín dice que en nuestro caso ocurre al revés que con los peces. Mientras ellos al ser pescados, mueren, nosotros, al ser sacados del mar, que en la Escritura es símbolo de la muerte, somos devueltos a la vida. Lo que mejor nos dispone a este ser pescados por la fe, es el anzuelo de nuestras miserias y sufrimientos, que la Escritura y la Iglesia llaman la cruz; ella nos hace agarrarnos fuertemente al anuncio de la salvación, que Dios confía a los apóstoles.

          Si la Antigua Alianza prescindió del testimonio de los galileos, la Alianza Nueva y Eterna, los convierte en primicias para las naciones: Pedro, Andrés, Santiago y Juan, seguidme y os haré pescadores de hombres, y cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros a juzgar a las doce tribus de Israel. La llamada a los primeros discípulos en el Evangelio de san Mateo, resalta la iniciativa de Dios que es quien llama, y la respuesta inaplazable e inexcusable del discípulo, que la antepone a todo.

          San Pablo dice: “el que invoque el nombre del Señor se salvará”, porque la salvación viene por acoger la palabra de Cristo, que nos anuncia el amor de Dios. Si el discípulo acoge la llamada y acepta la misión, parte como anunciador de la Buena Nueva y suscita la salvación en quien acoge el mensaje de la fe. La fe, surge del testimonio que da en nosotros el Espíritu, del amor de Dios. Si Dios es en nosotros, nosotros somos, en él, y nuestro corazón se abre y abraza a todos los hombres, de manera que ya no vivimos para nosotros mismos, sino para aquel que se entregó, murió, y resucito por nosotros.

          Esta palabra es para nosotros hoy que, también hemos sido llamados por nuestro nombre, para anunciar el Nombre que está sobre todo nombre, y en este Nombre proclamar el juicio de la misericordia a esta generación en tinieblas, para que brille para ellos la gran luz del Evangelio y sean inundados del gozo de su amor.

          Bajemos con el Señor a Galilea a encontrarnos con él, y que él mismo nos envíe a las naciones. Recibamos el pan de su cuerpo y el vino de su sangre, para que nuestra entrega sea la suya, y anunciando su muerte podamos proclamar su resurrección con la nuestra, y glorifiquemos a Dios con nuestro cuerpo. Que mientras nosotros muramos, el mundo reciba la vida, y que los gentiles simbolizados por los ninivitas, bendigan a Dios por su misericordia.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 2º del TO

Sábado 2º del TO

Mc 3, 20-21

Queridos hermanos:

          En el momento más agotador de la misión, el diablo instiga a sus parientes incrédulos: “es que ni siquiera sus hermanos creían en él” (Jn 7, 5), y forzando, con toda seguridad, la actitud de María, deciden ir en su busca. Realmente, un profeta, sólo en su tierra y entre los de su casa, carece de prestigio. La pregunta es muy sencilla: ¿De dónde le viene eso? El razonamiento familiar podría ser: Nunca se había comportado así, y ahora, de repente, parece que el pueblo y todos nosotros, hemos dejado de interesarle. Su piedad era ciertamente notable y parecía no asumir ciertos criterios del pueblo, pero no hacía cosas extrañas como ahora. De eso, a proclamarse un enviado de Dios y dogmatizar en su nombre, hay mucha diferencia. Su privilegiada mente ha debido jugarle una mala pasada, por el agotamiento, debido a esa vida que lleva entre multitudes. Traigámoslo a casa, que descanse y se recupere antes que le pase algo peor.

          Es la problemática inevitable que lleva consigo la encarnación. Que Dios haya  dicho en el Sinaí: “Yo suscitaré un profeta como tú de entre tus hermanos a quien escucharéis.” Comprender que el Señor, su Dios, el único Señor, tenga un Hijo, y que lo haya enviado, encarnándose en el hijo del carpintero, su pariente, no está ciertamente a su alcance, como tampoco les resulta fácil el discernimiento de que lo haya invadido el Espíritu del Señor como a los profetas, y por eso “no saben de dónde viene ni a dónde va”.   También de los discípulos el día de Pentecostés se decía algo parecido, cuando fueron invadidos por el fuego del Espíritu Santo: “están ebrios de vino”. Como ha dicho alguien: Si el mundo está loco, la cordura, no deja de ser una locura para él. La locura de su amor llevará a Cristo ciertamente a la locura de la cruz, que el diablo tratará siempre de impedir por cualquier medio.

          Por la fe, también a nosotros, “el amor de Cristo nos apremia”; el Señor nos unge con su Espíritu, para llevar la Buena Nueva de su amor, de su luz, a este mundo en tinieblas, asumiendo su acogida o su rechazo como Cristo mismo, siendo, como somos, discípulos suyos.

          Que así sea.

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