Santos Timoteo y Tito
2Tm 1, 1-8 ó Tt 1, 1-5; Lc 10, 1-9.
Queridos hermanos:
En esta memoria de los santos Timoteo y Tito, compañeros de san Pablo, agradecemos al Señor el don de estos apóstoles, a los que hacemos presentes nuestras necesidades, y mostramos nuestro reconocimiento por su ayuda en estos años, presentando al Señor nuestras inquietudes y problemas, para preservarnos de las insidias del mal.
Como
Lucas mismo nos cuenta en sus escritos de los Hechos de los apóstoles. No hay
mejor forma de hacerlos presentes que, con el Evangelio de la misión de los
setenta y dos discípulos, en el que el Señor mismo los envía como pequeños y
con la urgencia del anuncio del Reino, a llevar la Paz y a comunicar la Vida
Nueva. Esta fue su vida en lo que conocemos.
Si
ciertamente es importante su testimonio de Cristo, muy importante es el
testimonio de su vida, entregada al servicio del Señor en la evangelización,
contribuyendo a la propagación de la fe, haciendo de su vida un culto
espiritual a Dios por la predicación del Evangelio, verdadera liturgia de
santidad. Ciertamente es una gracia haber sido llamado a encarnar la misión como
enviados del Señor, pero su gloria es haberla aceptado, gastando su vida
siguiendo en la Regeneración del mundo, a Cristo que murió y resucitó para
salvarnos. Cuanta gente malgasta su vida en sobrevivir, sin más fruto que
tratar de satisfacer su propia carne, a riesgo de frustrarse a sí mismo en su
vocación al amor.
Los
apóstoles son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y
testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto son necesarios dos para
testificar, y para hacer visible la caridad del Señor, de quien son enviados a
dar testimonio de amor, como dice san Gregorio Magno (Hom., 17, 1-4.7s). Decía
san Pablo: ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro
Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un
crucificado para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las
señales de Jesús. Anunciar el evangelio no es sólo transmitir palabras, sino
propagar el amor y el perdón que se anuncia, de forma que se haga carne en
quien lo lleva y en quien lo recibe. El mandamiento del Señor no es: que
habléis del amor con el que yo os he amado, sino: “Que os améis como yo os he
amado”, y este amor engendra amor, generación tras generación. Estos santos, no
sólo hablaron, sino que contagiaron el amor de Cristo gastando su vida. Esa es
la razón por la cual, siendo grande “la
mies” de los que necesitan escuchar, sean pocos los “obreros” dispuestos a
trabajar en ella.
Los misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la
vida del testigo como han acompañado la de Cristo. Dar la vida por amor es
perderla, negarse a sí mismo en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y
recompensa para la vida eterna. Pero el amor no se impone y debe ser acogido en
la libertad y en la humildad de quienes lo presentan sin ningún poder, como
“pequeños” que anuncian al que viene con ellos con la omnipotencia del amor.
También nosotros,
llamados a la fe, estamos siendo constituidos en testigos del amor del Señor
que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la obra de
la regeneración por el Evangelio, como lo fueron estos santos y todos los demás
discípulos, cuyos nombres escuchamos unidos a la historia de la salvación y
cuyos hechos proclamamos como palabras del Dios vivo, que sigue, llamando y salvando
a la humanidad.
En
cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe, e ir incorporando a sus
nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete el número de los
hijos de Dios; la muchedumbre inmensa que
nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis (7, 9).
A
esto nos invita y nos apremia hoy esta palabra, mediante la fortaleza que brota
de la Eucaristía en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del
mundo, para testificar el amor del Padre.
Que así sea.
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