Domingo 3º del TO B de la Palabra
(Jon 3, 1-5.10;
1Co 7, 29-31; Mc 1, 14-20)
Queridos hermanos:
En este domingo contemplamos a Jesús comenzar su ministerio en Galilea, al extremo de la Tierra Santa, de Israel que se abre a los gentiles, tierra de donde no sale ningún profeta y donde el pueblo caminaba entre tinieblas. Allí, a la depresión más profunda de la tierra ha querido descender Cristo a buscar a los pueblos en otro tiempo olvidados, para iluminarlos con su luz, inundarlos con el gozo del Espíritu y liberarlos del yugo y de la carga que los oprimían.
La palabra de hoy menciona temas tan importantes como la
conversión, el Reino de Dios y la Buena Noticia, pero sin detenerse en ellas, enmarcándolas
todas en “el tiempo”, sometidas como están a un proceso de realización en el
que se da acceso a nuestra libertad. En la primera lectura el tiempo se
concreta en un breve y simbólico espacio de cuarenta días en los que es posible
librarse de la muerte y salvarse mediante la conversión. En el Evangelio, el
tiempo de la salvación que han anunciado los profetas y en cuyas promesas ha
esperado el pueblo fiel, ha llegado a su perfección en la historia; ha
alcanzado su plenitud: “El tiempo se ha
cumplido” o como dice literalmente san Pablo en la segunda lectura: “El
tiempo ha plegado velas”, porque la historia ha llegado “a puerto” en Cristo.
Ha llegado el Mesías, y con él la salvación y el Reino: “Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que
lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen.
Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no
disfrutasen de él. Porque la representación de este mundo se termina.” Ya
no es tiempo de vivir para este mundo, sino de arrebatar el Reino; de buscar
los bienes de arriba donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios.
El tiempo presente es de salvación mediante la conversión
que se nos ofrece. Dios es eterno, pero el hombre ha tenido un Principio, siendo
llamado a entrar en la eternidad de Dios, mediante una vida perdurable. Para
poder valorar este tiempo, es necesario que la vida tenga la dirección y la
meta que le dan sentido. El Evangelio abre al hombre un horizonte de esperanza
ante el Reino de Dios. El tiempo se hace historia que brota de la llamada, por
la que el hombre se pone en marcha en seguimiento de la promesa. Se acerca el
tiempo de pedir cuentas, el tiempo de rendir los frutos, del “verano
escatológico”. Por eso la higuera del pasaje de los Evangelios de Mateo y
Marcos, debe rendir sus frutos. Se ha agotado el tiempo cíclico, o cartesiano,
y ha sobrevenido el “Éschaton”. Ya no es “tiempo” de higos: tiempo de la
dulzura del estío, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo
jamás. Viene el tiempo del juicio (cf. Ml 3, 5), son los
últimos tiempos, en los que la mies ya blanquea para la siega, y debemos acoger
el testimonio de los segadores del Evangelio, que desde oriente y occidente,
del norte y del sur, nos anuncian el cumplimiento de las promesas y la
realización de las profecías. “El profeta” ha llegado, el Reino está en medio
de nosotros, y la fuente de aguas vivas mana a raudales para saciar la sed
sempiterna: “Oh sedientos todos, acudid
por agua y los que no tenéis dinero, venid a beber sin plata y sin pagar. El
que tenga sed que venga y beba el que crea en mí. El que beba del agua que yo
le dé, no tendrá sed jamás.”
Dios alfa y omega de todas las cosas, concede al hombre un
tiempo en el que ejercer su libertad en el amor que se nos revela en Cristo. El
hombre, como “tiempo y libertad”, sale del caos de la existencia en el que vive
para sí, y entra en la historia; se ordena en el Ser del amor de Dios. Su
tiempo se convierte así, en un: “caminar humildemente con su Dios” (cf.
Mi 6,8). Tiempo de misión y de testimonio, de prueba y de purificación en el
amor, y por tanto de libertad, en el crisol de la fe. Tiempo de acoger la
Palabra, de amar al Señor, de adquirir sabiduría y discernimiento. Tiempo de
vida eterna en la comunión de la carne y la sangre de Cristo. Tiempo de
Eucaristía.
La Sagrada Escritura, y toda la Revelación, comienzan
evocando este principio de todo lo que no es eterno, de todo lo que no es Dios,
y que ha venido a ser, porque Dios se ha donado; porque: “Bonum diffusivum sui”
(El Bien es difusivo) y: “En el principio
creo Dios los cielos y la tierra.” La vida perdurable trasciende el tiempo
porque no tiene fin; comparte el tiempo con la primera creación, hasta la
llegada de la nueva en Cristo resucitado. Pasar de la antigua a la nueva
creación, es posible mediante la conversión. Esto es lo que anuncia y realiza
el Evangelio, dando paso al Reino de Dios. En esto consiste el Reino de Dios:
en la incorporación del hombre a la eternidad de Dios: “Convertíos y creed en el Evangelio.”
El Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo,
invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de
su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte con
el anzuelo de su cruz. Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la
condena del pecado, se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia y
comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las
profecías.
Cristo viene a tomar el relevo de Juan el Bautista llenando
de contenido con la Palabra el eco de la Voz, y a completar el bautismo de agua
con el fuego del Espíritu Santo. El amigo del novio da paso al Esposo y la
novia exulta escuchándolo llamar a su puerta: “Levántate, amada mía; mira que el invierno ya ha pasado la higuera
echa sus yemas y el tiempo de las canciones ha llegado.”
Dios quiere la conversión, para el bien, y anuncia la buena
noticia de su amor, que debe ser acogida por la fe, mediante los enviados que
él llama. Jonás anuncia la destrucción que los pecados acarrearán el día del
juicio, y de la que se librarán mediante la conversión de su conducta. Los
enviados, son llamados y reciben una primera gracia, que después deberá ser
probada en las vicisitudes que supone seguir al Señor y su perseverancia les
confirmará en la fe. La vida nueva que trae el Evangelio, relativiza todas las
cosas dándoles su verdadera dimensión pasajera frente a lo que es definitivo.
La predicación del Evangelio es la misión por excelencia de
la Iglesia, que lo ha hecho llegar hasta nosotros a través de los apóstoles.
Jesús había dicho a sus primeros discípulos: seréis pescadores de hombres. Somos, en efecto, como peces que se
sacan del mar con un anzuelo. San Agustín dice que en nuestro caso ocurre al
revés que con los peces. Mientras ellos al ser pescados, mueren, nosotros, al
ser sacados del mar, que en la Escritura es símbolo de la muerte, somos
devueltos a la vida. Lo que mejor nos dispone a este ser pescados por la fe, es
el anzuelo de nuestras miserias y sufrimientos, que la Escritura y la Iglesia
llaman la cruz; ella nos hace agarrarnos fuertemente al anuncio de la
salvación, que Dios confía a los apóstoles.
Si la Antigua Alianza prescindió del testimonio de los
galileos, la Alianza Nueva y Eterna, los convierte en primicias para las
naciones: Pedro, Andrés, Santiago y Juan, seguidme
y os haré pescadores de hombres, y cuando el Hijo del hombre se siente en su
trono de gloria, os sentaréis también vosotros a juzgar a las doce tribus de
Israel. La llamada a los primeros discípulos en el Evangelio de san Mateo,
resalta la iniciativa de Dios que es quien llama, y la respuesta inaplazable e
inexcusable del discípulo, que la antepone a todo.
San Pablo dice: “el
que invoque el nombre del Señor se salvará”, porque la salvación viene por
acoger la palabra de Cristo, que nos anuncia el amor de Dios. Si el discípulo
acoge la llamada y acepta la misión, parte como anunciador de la Buena Nueva y
suscita la salvación en quien acoge el mensaje de la fe. La fe, surge del
testimonio que da en nosotros el Espíritu, del amor de Dios. Si Dios es en
nosotros, nosotros somos, en él, y nuestro corazón se abre y abraza a todos los
hombres, de manera que ya no vivimos para nosotros mismos, sino para aquel que
se entregó, murió, y resucito por nosotros.
Esta palabra es para nosotros hoy que, también hemos sido
llamados por nuestro nombre, para anunciar el Nombre que está sobre todo
nombre, y en este Nombre proclamar el juicio de la misericordia a esta
generación en tinieblas, para que brille para ellos la gran luz del Evangelio y
sean inundados del gozo de su amor.
Bajemos con el Señor a Galilea a encontrarnos con él, y que
él mismo nos envíe a las naciones. Recibamos el pan de su cuerpo y el vino de
su sangre, para que nuestra entrega sea la suya, y anunciando su muerte podamos
proclamar su resurrección con la nuestra, y glorifiquemos a Dios con nuestro
cuerpo. Que mientras nosotros muramos, el mundo reciba la vida, y que los
gentiles simbolizados por los ninivitas, bendigan a Dios por su misericordia.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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