Jesucristo

       Hermanos, cuando fui a vosotros, no lo hice con el prestigio de la palabra o de la sabiduría humana a anunciaros el misterio de Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado (1Co 2, 1-2).

     Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo (Flp 3, 8).

   Toda belleza, bondad, verdad y toda armonía, se encuentran en Jesucristo. Sobre qué, o sobre quién más, vale la pena meditar, hablar o escribir; a qué, o a quién más dedicar esta fugaz existencia, que le dé plenitud de sentido a tanto ir y venir, a tantas "horas y momentos, (como decía Quevedo), que a jornal de mi pena y mi cuidado han ido cavando, como azadas, en mi vivir, mi monumento". Oír su voz, escucharlo como Palabra y encontrarlo, es vivir por Aquél que se encarnó, vivió, murió y resucitó por cada uno, y en él encontrarnos todos. 

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Tú eres Pedro

Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 13-20).[1]


  
          El que la Iglesia cuente por siglos el tiempo de las dolorosas heridas sufridas en la integridad de su cuerpo, no significa que se resigne a aceptar los hechos consumados como irremediables, ni mucho menos, que razón alguna pueda insensibilizarla ante tan prolongada laceración. Prueba evidente de la deseada integridad de la comunión entre los creyentes en Jesucristo lo son tantos intentos ecuménicos a favor de la plena comunión.

          Uno de los temas que es necesario iluminar para sanar una problemática profunda de la fractura actual de la Iglesia, es el del Primado de Pedro, como cimiento y vínculo que es, de su unidad.

 Quizá una de las motivaciones principales de los ataques sufridos por el Evangelio según San Mateo, se deba a su fundamental aportación al tema del Primado de Pedro. Se ha tratado de descalificar el texto, acusándolo de tardío y de añadidura eclesial. Es conveniente por tanto, mostrar lo profundamente enraizado que está el Primado de Pedro en la Escritura, como signo de la clara intención de Cristo de fundar la Iglesia sobre la confesión de Pedro; esto es, sobre la revelación hecha a Pedro por el “Padre que está en los cielos”.

Ante decisiones importantes como ésta, de designar al elegido para una misión tan trascendente, Cristo se sumerge en la oración y elige momentos significativos, como lo son las principales fiestas judías, cuya plena significación y contenido ha aguardado durante siglos la revelación de Cristo, que ha venido en efecto, a dar cumplimiento a la Ley, a los Profetas, y a las promesas, llevando a su plenitud toda la Revelación.

Intencionadamente Cristo va a situar el Primado de Pedro, en un momento y en un contexto importantísimos, que manifiesten su relevancia en la nueva economía de la salvación que hará presente la Iglesia. De ahí la importancia  y la necesidad de su clarificación.

Nuestro punto de partida va a ser el texto de la “Confesión de Pedro” (Mt 16,13-20), en el cual se nos anuncia la Iglesia, su misión y el fundamento sobre el que se va a apoyar la nueva fe que aparece revelada a Pedro.

“Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas.» Díceles él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.» Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos.”

El evangelista, consciente de la centralidad de este acontecimiento, se esmera en situar exactamente el momento de esta proclamación solemne. Para eso, comienza el capítulo 17 del Evangelio según san Mateo, mostrándonos la Transfiguración del Señor situada inmediatamente después de la confesión de Pedro.

Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salió una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.» Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo.»

El texto comienza diciendo: “Seis días después”, con lo que se nos llama la atención acerca de la separación entre ambos acontecimientos. La Transfiguración, según San Mateo, tuvo lugar seis días después de la entrega a Pedro del Primado. Esta indicación concreta de tiempo, no es simplemente una forma de dar ilación al texto, sino indicación de la situación de un acontecimiento respecto a otro que como vamos a ver es de gran importancia.

Si leemos con detenimiento la narración de la Transfiguración, encontraremos abundancia de elementos relativos a la travesía realizada por el pueblo a través del desierto durante cuarenta años, en los cuales caminaron bajo una nube hasta el monte Sinaí, en el que el pueblo recibió en mandato de escuchar la voz de Dios,  que les traería “el profeta” semejante a  Moisés cuyo rostro resplandecía cada vez que finalizaba su encuentro con Dios.

Cada año el pueblo evocará este periodo fundacional de su historia, en la celebración de la fiesta de las “tiendas” o de las cabañas (Sukkot)[2], durante la cual todo varón judío adulto y religioso, debe pernoctar en una tienda (cabaña), haciendo presente el camino de Israel por el desierto cuando salió de Egipto.

Como Dios llevó al pueblo a través del desierto al monte Sinaí para darle su palabra, así Cristo llevará a unos testigos a un monte alto, para escuchar el testimonio del Padre, que lo va a presentar como quién debe ser escuchado; él, es el profeta prometido en la teofanía del Sinaí (Dt 18, 15):

Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande. Si un hombre no escucha mis palabras, las que ese profeta pronuncie en mi nombre, yo mismo le pediré cuentas de ello.

  También aparecerá Elías, llamado como Moisés al monte al encuentro con Dios; Todo evoca también al Mesías, el nuevo Moisés; el Profeta que todos deberán escuchar para mantener su pertenencia al Pueblo de Dios.

Cuando Pedro, extasiado por la visión de la gloria de Cristo se resiste a abandonar el monte, debe resolver el problema que representa pasar la noche según la tradición de esos días, y piensa en resolverlo construyendo las cabañas necesarias para celebrar dignamente la fiesta: “hagamos tres tiendas”.

Si esto es así, podemos concluir que la entrega del Primado a Pedro tuvo lugar seis días antes de la fiesta de las Tiendas, lo cual nos sitúa en el Yom Kippur, o día de la Expiación, que precede en seis días a la fiesta de las Tiendas.

La importancia de esta relación que acabamos de establecer entre el Primado conferido a Pedro y el Yom Kippur, podemos constatarla deteniéndonos a analizar el contenido de esta fiesta en su celebración judía.

          El Yom Kippur, es la fiesta del Perdón o Día de la Expiación, que viene precedida a su vez por la fiesta del año nuevo “Ros Hasaná”[3] entorno a los primeros días de Septiembre, y que tiene una duración de diez días.      

Yom Kippur es una fiesta penitencial de conversión y de confesión de los pecados (Lv 16). A la descripción del Levítico, se introdujeron posteriormente otros ritos a lo largo de la historia, que no es el momento de analizar. Sustancialmente la fiesta consistía en la expiación que realizaba el Sumo Sacerdote entrando una vez al año, en el Santo de los Santos[4]. (La noche precedente a la Expiación, el Sumo Sacerdote no podía dormirse, por el peligro de quedar impuro si tenía una polución nocturna, con lo cual la fiesta no podría celebrarse.)

          Llegado el día, en el momento de la expiación, el Sumo Sacerdote imponía las manos sobre un macho cabrío confesando los pecados del pueblo, y después este macho cabrío era enviado al desierto a  Azazel (Lv 16, 10), y despeñado allí, alejando así los pecados del pueblo. Otro macho cabrío era sacrificado, y con su sangre se aspergía “la roca” del Santo de los Santos como signo de que se devolvía a Dios, la vida que el hombre había apartado de él por el pecado. Los pecados quedaban perdonados porque Dios aceptaba el sacrificio; si Dios aceptaba el sacrificio[5].  

Evocando este acontecimiento, Juan el Bautista dirá de Cristo: “Este es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo.” Nosotros tenemos la certeza de que Dios aceptó la sangre de Cristo que él ofreció por nuestros pecados y por tanto de que nuestros pecados han sido perdonados, porque “Dios resucitó a Cristo” de entre los muertos y para siempre. Por eso dice San Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, seguimos en nuestros pecados” (cf. 1Co 15, 17).

Terminado el rito de la expiación, el Sumo Sacerdote salía a bendecir al pueblo, pronunciando sobre él, el nombre de Dios, que sólo él podía pronunciar y solamente en ese día.

          Cuando Cristo se reúne con los apóstoles en Cesarea de Filipo ya territorio de paganos, precisamente en el día de la Expiación como hemos visto antes, y les pregunta: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?, es decir el Mesías, y después: ¿y vosotros quién decís que soy yo?, Dios inspira a Pedro la respuesta y dice: “Tú eres el Cristo” (el Mesías), “el Hijo de Dios vivo”. Con esta confesión de la divinidad de Cristo, el Mesías, aparece sobre la tierra una realidad nueva, una fe fundamento de un pueblo nuevo de “verdaderos adoradores” que Cristo llama “mi Iglesia”. Y Cristo ve en esta elección del Padre sobre Pedro, la designación del que en ese nuevo pueblo tendrá una función muy concreta que acaba de ejercer inconscientemente. Pensemos que Pedro testifica a Cristo con la boca, en esta ciudad del Cesar, en Palestina, como después lo testificará con la vida en la ciudad del Cesar, en Roma, que se convertirá en la sede de Pedro y de sus sucesores.

Por eso Jesús al escuchar a Pedro dice: “Bienaventurado eres Simón hijo de Jonás”. El nombre hace referencia a la misión que se encomienda a una persona; así el nombre de Jesús, así el de Juan.

          El por qué en esta ocasión y sólo en esta ocasión Jesús llama a Pedro “Simón hijo de Jonás”, o hijo Juan, o hijo de Jonias u Onías, (Juan, Jonás Onías, proceden de la misma raíz: Yohanan), lo comprenderemos leyendo el libro del Eclesiástico (50, 1) que habla de un tal “Simón hijo de Onías, Sumo Sacerdote, que puso los cimientos del Templo. Después le llamará Pedro, de piedra, (cefas) porque sobre esta “piedra” (de tu confesión de fe) edificaré mi Iglesia.

En efecto, mientras en Jerusalén el día de la Expiación, el sumo sacerdote “Caifás”, que significa piedra (cefas), está según su función, pronunciando el nombre de Dios, en Cesarea de Filipo, Simón hijo de Jonás, va a hacer lo mismo por inspiración de Dios y recibe de Cristo el nombre de “Pedro” (piedra, cefas, Caifás). Cristo reconoce en Simón, la función de sumo sacerdote que el Padre le ha concedido y lo nombra verdadero Caifás, cimiento, piedra, “Pedro”, para fundamentar su Iglesia, sin dependencia alguna ya del Templo de Jerusalén.

O sea que esta designación de Pedro, parte de la elección divina que lo impulsa a proclamar el nombre de Dios, que sólo era lícito utilizar al Sumo Sacerdote, y que le revela el mesianismo y la filiación divina de Cristo, fundamento de una nueva fe, que será el cimiento de la comunidad mesiánica, escatológica, que comienza a existir.

Por eso, “Cefas”, sustituye a Caifás, cuya función queda tan obsoleta, como su culto en el templo de Jerusalén, y precisamente, en el lugar profano de Cesarea de Filipo.

 Jesús se ha llevado a sus apóstoles a tierra de paganos, para poner en evidencia la universalidad de la Iglesia, abierta a todos los pueblos y cimentada sobre la confesión de Pedro. Esta Iglesia derribará las puertas[6] del Hades, de la muerte consecuencia del pecado, del Infierno, porque a ella se entregan en la persona de Pedro, las llaves del Reino; el poder de atar y desatar, de perdonar los pecados. Ya no es necesaria la expiación en el Templo de Jerusalén. La Iglesia puede aplicar en cualquier lugar la expiación de los pecados que, Cristo, ha realizado en el santuario de su propio cuerpo, y que Dios ha aceptado resucitándolo de la muerte.

Si Pedro ha sido constituido el “hombre de confianza” el “mayordomo” que guarda las “llaves” de la Iglesia, su poder de atar y desatar (cf. Is 22, 20-22),

Aquel día llamaré a mi siervo Eliaquín… Pondré la llave de la casa de David sobre su hombro; abrirá, y nadie cerrará, cerrará, y nadie abrirá.

Es fácil aceptar, contra los que lo ponen en duda, no sólo el Primado de Pedro, sino también el de sus sucesores que administran la misión salvadora de la Iglesia.

Donde está Pedro, allí está la Iglesia.
Donde está la Iglesia, allí está Pedro.
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[1] Lección del P. Galot en la clase de Cristología, de la Universidad Gregoriana en 1989. (Cf. Galot, Jean s.j. “La profesión de fe de Pedro” Kerigma Cuadernos nº 1, Caparrós 1995), y comentarios del P. Mario Pezzi y del P. José Manuel Alcacer, OP, en catequesis sobre el Primado de Pedro.
[2] Sukkot, o fiesta de las Tiendas, recibe su nombre de las “palmas”, con que se hacían las tiendas o las cabañas, en las que durante esos días debe pernoctar todo judío adulto. La fiesta consistía en la celebración de la alegría fruto de la conversión y del perdón que han recibido en el día de la Expiación (Yom Kippur), celebrada la semana anterior. Evocaban el tiempo del desierto, en el cual los caminos de Dios y del pueblo coincidían; tiempo de la comunión y de la cercanía con Dios; recuerdo entrañable, idealizado y añorado, que se unía a la alegría de la recolección, de la vendimia. Se trata de la celebración alegre de los bienes recibidos. El Templo se iluminaba grandemente cada noche y en el atrio de las mujeres se organizaban músicas, cantos y danzas. Se organizaban procesiones desde la piscina de Siloé con cántaros de agua que derramaban sobre el altar, evocando las aguas que manaban del Templo fecundando la tierra. Así  ponían ante Dios sus esperanzas de fecundidad ante la nueva sementera.
[3] Ros Hasaná o Yom Zikkaron (Día del Recuerdo) -Memorial- o Yom Din (Día del Juicio), por su carácter de juicio; de revisión de cuentas del año. Se hace sonar el Sofar (cuerno de ariete) solemnemente para la convocación de Israel a la gran celebración. Se trata de un periodo de siete días de reflexión (examen de conciencia), preparatoria al perdón del Yom Kippur.
[4] Santo de los Santos: Lugar “santísimo” del Templo; lugar de la presencia de Dios, que antes de la primera destrucción del Templo contenía el Arca de la Alianza con el Propiciatorio (1R 6, 15-22). A la vuelta del Exilio y después de la reconstrucción del Templo, desaparecido el Arca de la Alianza, quedaba sobre el pavimento la roca viva del Moria sobre la que Dios había probado la fe de Abraham y le había prometido la “Bendición” (Gn 22). Según un Targum, sobre la roca estaba grabado el tetragrama (YHVH) del nombre de Dios, por lo que se la consideraba el vértice del universo, sobre el que descansa el cosmos.
[5] En la fiesta de Kippur, se amarraba un hilo rojo a las puertas del Templo y otro hilo rojo a los cuernos del cabrito, que era echado al desierto. Si la oración del sumo sacerdote, la confesión, era sincera, el hilo rojo que estaba en la puerta del Templo cambiaba de color y se transformaba en blanco. Por eso Isaías dice que aunque tus pecados sean rojos como escarlata serán blancos como la lana (cf. Is 1,18). El talmud nos dice que cuarenta años antes de la destrucción del Templo, el hilo rojo no se volvió blanco (en Yom Kippur). Si hacemos los cálculos nos llevamos una sorpresa. El Templo fue destruido en el 70. Entonces, cuarenta años antes significa que nos encontramos justamente en la época de la crucifixión de Jesucristo (Pascua). Es el talmud quien lo dice.

[6] Cf. Mt 16, 18: Las puertas son los lugares estratégicos fundamentales en la defensa de una plaza que es atacada. Su caída representa su derrota. Es por tanto el Infierno, el Hades, quien sufre el ataque y quien verá sucumbir sus defensas ante el ataque de la Iglesia, que en su asedio a los poderes de la muerte, tiene profetizada la victoria, y no, quién debe resistir pasivamente aunque con éxito, el ataque del Infierno.