Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia (Mt 16, 13-20).
El que la Iglesia cuente por siglos el tiempo de las
dolorosas heridas sufridas en la integridad de su cuerpo, no significa que se
resigne a aceptar los hechos consumados como irremediables, ni mucho menos, que
razón alguna pueda insensibilizarla ante tan prolongada laceración. Prueba
evidente de la deseada integridad de la comunión entre los creyentes en
Jesucristo lo son tantos intentos ecuménicos a favor de la plena comunión.
Uno de los temas que es necesario iluminar para sanar una
problemática profunda de la fractura actual de la Iglesia, es el del Primado de
Pedro, como cimiento y vínculo que es, de su unidad.
Quizá una de las motivaciones principales de
los ataques sufridos por el Evangelio según San Mateo, se deba a su fundamental
aportación al tema del Primado de Pedro. Se ha tratado de descalificar el
texto, acusándolo de tardío y de añadidura eclesial. Es conveniente por tanto,
mostrar lo profundamente enraizado que está el Primado de Pedro en la
Escritura, como signo de la clara intención de Cristo de fundar la Iglesia
sobre la confesión de Pedro; esto es, sobre la revelación hecha a Pedro por el “Padre que está en los cielos”.
Ante decisiones importantes como ésta,
de designar al elegido para una misión tan trascendente, Cristo se sumerge en
la oración y elige momentos significativos, como lo son las principales fiestas
judías, cuya plena significación y contenido ha aguardado durante siglos la
revelación de Cristo, que ha venido en efecto, a dar cumplimiento a la Ley, a
los Profetas, y a las promesas, llevando a su plenitud toda la Revelación.
Intencionadamente Cristo va a situar el
Primado de Pedro, en un momento y en un contexto importantísimos, que
manifiesten su relevancia en la nueva economía de la salvación que hará
presente la Iglesia. De ahí la importancia
y la necesidad de su clarificación.
Nuestro punto de partida va a ser el
texto de la “Confesión de Pedro” (Mt 16,13-20), en el cual se nos anuncia la
Iglesia, su misión y el fundamento sobre el que se va a apoyar la nueva fe que
aparece revelada a Pedro.
“Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo,
hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo
del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías;
otros, que Jeremías o uno de los profetas.» Díceles él: «Y vosotros ¿quién
decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios
vivo.» Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás,
porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en
los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti
te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará
atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los
cielos.”
El evangelista, consciente de la
centralidad de este acontecimiento, se esmera en situar exactamente el momento
de esta proclamación solemne. Para eso, comienza el capítulo 17 del Evangelio
según san Mateo, mostrándonos la Transfiguración del Señor situada
inmediatamente después de la confesión de Pedro.
Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a
Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se
transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y
sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron
Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús:
«Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una
para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Todavía estaba hablando, cuando
una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salió una voz
que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.»
Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús,
acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo.»
El texto comienza diciendo: “Seis
días después”, con lo que se nos llama la atención acerca de la separación
entre ambos acontecimientos. La Transfiguración, según San Mateo, tuvo lugar
seis días después de la entrega a Pedro del Primado. Esta indicación concreta
de tiempo, no es simplemente una forma de dar ilación al texto, sino indicación
de la situación de un acontecimiento respecto a otro que como vamos a ver es de
gran importancia.
Si leemos
con detenimiento la narración de la Transfiguración, encontraremos abundancia
de elementos relativos a la travesía realizada por el pueblo a través del
desierto durante cuarenta años, en los cuales caminaron bajo una nube
hasta el monte Sinaí, en el que el pueblo recibió en mandato de escuchar
la voz de Dios, que les traería “el
profeta” semejante a Moisés cuyo rostro
resplandecía cada vez que
finalizaba su encuentro con Dios.
Cada año el
pueblo evocará este periodo fundacional de su historia, en la celebración de la
fiesta de las “tiendas” o de las cabañas (Sukkot),
durante la cual todo varón judío adulto y religioso, debe pernoctar en una
tienda (cabaña), haciendo presente el camino de Israel por el desierto cuando
salió de Egipto.
Como Dios
llevó al pueblo a través del desierto al monte Sinaí para darle su palabra, así
Cristo llevará a unos testigos a un monte alto, para escuchar el testimonio del
Padre, que lo va a presentar como quién debe ser escuchado; él, es el profeta
prometido en la teofanía del Sinaí (Dt 18, 15):
Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un
profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo
que yo le mande. Si un hombre no escucha mis palabras, las que ese profeta
pronuncie en mi nombre, yo mismo le pediré cuentas de ello.
También aparecerá Elías, llamado como Moisés
al monte al encuentro con Dios; Todo evoca también al Mesías, el nuevo Moisés;
el Profeta que todos deberán escuchar para mantener su pertenencia al Pueblo de
Dios.
Cuando
Pedro, extasiado por la visión de la gloria de Cristo se resiste a abandonar el
monte, debe resolver el problema que representa pasar la noche según la
tradición de esos días, y piensa en resolverlo construyendo las cabañas
necesarias para celebrar dignamente la fiesta: “hagamos tres tiendas”.
Si esto es así, podemos concluir que la
entrega del Primado a Pedro tuvo lugar seis días antes de la fiesta de las
Tiendas, lo cual nos sitúa en el Yom Kippur, o día de la Expiación, que precede
en seis días a la fiesta de las Tiendas.
La importancia de esta
relación que acabamos de establecer entre el Primado conferido a Pedro y el Yom
Kippur, podemos constatarla deteniéndonos a analizar el contenido de esta
fiesta en su celebración judía.
El Yom Kippur, es la fiesta del Perdón
o Día de la Expiación, que viene precedida a su vez por la fiesta del año nuevo
“Ros Hasaná” entorno a los primeros
días de Septiembre, y que tiene una duración de diez días.
Yom Kippur es una fiesta penitencial de
conversión y de confesión de los pecados (Lv 16). A la descripción del
Levítico, se introdujeron posteriormente otros ritos a lo largo de la historia,
que no es el momento de analizar. Sustancialmente la fiesta consistía en la
expiación que realizaba el Sumo Sacerdote entrando una vez al año, en el Santo
de los Santos. (La noche precedente a la
Expiación, el Sumo Sacerdote no podía dormirse, por el peligro de quedar impuro
si tenía una polución nocturna, con lo cual la fiesta no podría celebrarse.)
Llegado el día, en el momento de la
expiación, el Sumo Sacerdote imponía las manos sobre un macho cabrío confesando
los pecados del pueblo, y después este macho cabrío era enviado al desierto
a Azazel (Lv 16, 10), y despeñado allí,
alejando así los pecados del pueblo. Otro macho cabrío era sacrificado, y con
su sangre se aspergía “la roca” del Santo de los Santos como signo de que se
devolvía a Dios, la vida que el hombre había apartado de él por el pecado. Los
pecados quedaban perdonados porque Dios aceptaba el sacrificio; si Dios
aceptaba el sacrificio.
Evocando este acontecimiento, Juan el
Bautista dirá de Cristo: “Este es el
cordero de Dios que quita los pecados del mundo.” Nosotros tenemos la
certeza de que Dios aceptó la sangre de Cristo que él ofreció por nuestros
pecados y por tanto de que nuestros pecados han sido perdonados, porque “Dios
resucitó a Cristo” de entre los muertos y para siempre. Por eso dice San Pablo:
“Si Cristo no ha resucitado, seguimos en
nuestros pecados” (cf. 1Co 15, 17).
Terminado el rito de la
expiación, el Sumo Sacerdote salía a bendecir al pueblo, pronunciando sobre él,
el nombre de Dios, que sólo él podía pronunciar y solamente en ese día.
Cuando Cristo se reúne con los
apóstoles en Cesarea de Filipo ya territorio de paganos, precisamente en el día
de la Expiación como hemos visto antes, y les pregunta: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?, es decir el
Mesías, y después: ¿y vosotros quién
decís que soy yo?, Dios inspira a Pedro la respuesta y dice: “Tú eres el Cristo” (el Mesías), “el Hijo de
Dios vivo”. Con esta confesión de la divinidad de Cristo, el Mesías,
aparece sobre la tierra una realidad nueva, una fe fundamento de un pueblo
nuevo de “verdaderos adoradores” que
Cristo llama “mi Iglesia”. Y Cristo ve en esta elección del Padre sobre Pedro,
la designación del que en ese nuevo pueblo tendrá una función muy concreta que
acaba de ejercer inconscientemente. Pensemos que Pedro testifica a Cristo con
la boca, en esta ciudad del Cesar, en Palestina, como después lo testificará
con la vida en la ciudad del Cesar, en Roma, que se convertirá en la sede de
Pedro y de sus sucesores.
Por eso Jesús al escuchar a Pedro dice: “Bienaventurado eres Simón hijo de Jonás”. El
nombre hace referencia a la misión que se encomienda a una persona; así el
nombre de Jesús, así el de Juan.
El por qué en esta ocasión y sólo en
esta ocasión Jesús llama a Pedro “Simón hijo de Jonás”, o hijo Juan, o hijo de Jonias
u Onías, (Juan, Jonás Onías, proceden de la misma raíz: Yohanan), lo
comprenderemos leyendo el libro del Eclesiástico (50, 1) que habla de un tal
“Simón hijo de Onías, Sumo Sacerdote, que puso los cimientos del Templo.
Después le llamará Pedro, de piedra, (cefas) porque sobre esta “piedra” (de
tu confesión de fe) edificaré mi Iglesia.
En efecto, mientras en Jerusalén el día
de la Expiación, el sumo sacerdote “Caifás”, que significa piedra (cefas), está
según su función, pronunciando el nombre de Dios, en Cesarea de Filipo, Simón
hijo de Jonás, va a hacer lo mismo por inspiración de Dios y recibe de
Cristo el nombre de “Pedro” (piedra, cefas, Caifás). Cristo reconoce en Simón,
la función de sumo sacerdote que el Padre le ha concedido y lo nombra verdadero
Caifás, cimiento, piedra, “Pedro”, para fundamentar su Iglesia, sin
dependencia alguna ya del Templo de Jerusalén.
O sea que esta designación de Pedro,
parte de la elección divina que lo impulsa a proclamar el nombre de Dios, que sólo
era lícito utilizar al Sumo Sacerdote, y que le revela el mesianismo y la
filiación divina de Cristo, fundamento de una nueva fe, que será el cimiento de
la comunidad mesiánica, escatológica, que comienza a existir.
Por eso, “Cefas”, sustituye a Caifás,
cuya función queda tan obsoleta, como su culto en el templo de Jerusalén, y
precisamente, en el lugar profano de Cesarea de Filipo.
Jesús se ha llevado a sus apóstoles a tierra
de paganos, para poner en evidencia la universalidad de la Iglesia, abierta a
todos los pueblos y cimentada sobre la confesión de Pedro. Esta Iglesia
derribará las puertas del
Hades, de la muerte consecuencia del pecado, del Infierno, porque a ella se
entregan en la persona de Pedro, las llaves del Reino; el poder de atar y
desatar, de perdonar los pecados. Ya no es necesaria la expiación en el Templo
de Jerusalén. La Iglesia puede aplicar en cualquier lugar la expiación de los
pecados que, Cristo, ha realizado en el santuario de su propio cuerpo, y que
Dios ha aceptado resucitándolo de la muerte.
Si Pedro ha sido constituido el “hombre
de confianza” el “mayordomo” que guarda las “llaves” de la Iglesia, su poder de
atar y desatar (cf. Is 22, 20-22),
Aquel día llamaré a mi siervo Eliaquín… Pondré la
llave de la casa de David sobre su hombro; abrirá, y nadie cerrará, cerrará, y
nadie abrirá.
Es fácil aceptar, contra los que lo
ponen en duda, no sólo el Primado de Pedro, sino también el de sus sucesores
que administran la misión salvadora de la Iglesia.
Donde está Pedro, allí está la Iglesia.
Donde está la Iglesia, allí está Pedro.
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Santo de los Santos: Lugar “santísimo”
del Templo; lugar de la presencia de Dios, que antes de la primera destrucción
del Templo contenía el Arca de la Alianza con el Propiciatorio (1R 6, 15-22). A
la vuelta del Exilio y después de la reconstrucción del Templo, desaparecido el
Arca de la Alianza, quedaba sobre el pavimento la roca viva del Moria sobre la
que Dios había probado la fe de Abraham y le había prometido la “Bendición” (Gn
22). Según un Targum, sobre la roca estaba grabado el tetragrama (YHVH) del
nombre de Dios, por lo que se la consideraba el vértice del universo, sobre el
que descansa el cosmos.
En la fiesta de Kippur,
se amarraba un hilo rojo a las puertas del Templo y otro hilo rojo a los
cuernos del cabrito, que era echado al desierto. Si la oración del sumo
sacerdote, la confesión, era sincera, el hilo rojo que estaba en la puerta del
Templo cambiaba de color y se transformaba en blanco. Por eso Isaías dice que
aunque tus pecados sean rojos como escarlata serán blancos como la lana (cf. Is
1,18). El talmud nos dice que cuarenta años antes de la destrucción del Templo,
el hilo rojo no se volvió blanco (en
Yom Kippur). Si hacemos los
cálculos nos llevamos una sorpresa. El Templo fue destruido en el 70. Entonces,
cuarenta años antes significa que nos encontramos justamente en la época de la
crucifixión de Jesucristo (Pascua). Es el talmud quien lo dice.