Viernes 21º del TO

Viernes 21º del TO  

Mt 25, 1-13

Queridos hermanos:

         Hoy la palabra, nos llama a la vigilancia, a estar en vela porque el Señor está cerca, y su llegada a nuestra vida es tan imprevisible como segura. Vendrá el Señor y no tardará.

Como vemos en la parábola de las vírgenes, no se trata tanto de una vigilia física, por cuanto todas las vírgenes se durmieron, sino de la espera previsora de un corazón que ama, como el de la esposa del Cantar de los cantares: “dormía pero mi corazón velaba, (y entonces pude escuchar) la voz de mi amado que llama”. Efectivamente, es el amor, el que hace posible la espera contra toda desesperanza y la esperanza se hace vigilancia. Es el amor, el que en la demora del bien que se ama, sostiene la fe en la promesa.

Dichosos los que esperan con amor, porque se acerca la unión definitiva con el Señor. Él transfigurará nuestros pobres cuerpos, nos unirá a él y estaremos siempre con él.

 El objeto de nuestra vigilancia, está personalizado en la Sabiduría, que san Pablo aplica a Cristo, constituido “sabiduría de Dios” para nosotros. Pero, aunque el corazón esté pronto, la carne es débil y es atraída por todo bien inmediato, rechazando todo sufrimiento, y así, se requiere el discernimiento del corazón que da la Sabiduría al que ama.

 La vigilancia implica por tanto una tensión entre la carne y el espíritu, entre lo inmediato y lo definitivo, entre el amor y el olvido, que debe ser regida por el amor previsor, que ilumina el corazón, aviva la esperanza y se sostiene en la sobriedad.

Como decimos en el Adviento: Vigila el que espera, y espera el que ama. El amor es la carta de ciudadanía que abre las puertas del Reino; el único conocimiento del Señor que hace posible el ser reconocidos por Él. En nuestra vida hemos recibido una invitación a bodas y dependerá de lo que la apreciemos, la forma en que nos dispongamos a acogerla, la deseemos y la defendamos con nuestra vida.

Presentando la alianza de amor que significan las bodas, la celebración de hoy está en gran sintonía con la Eucaristía, en la que nuestra relación con el Esposo, la Esposa, y los invitados, nos introduce en la expectativa del banquete, en medio de un clima de alegría, amistad y amor, del que surge espontáneamente la tensión gozosa de la vigilancia.

¡Ven Señor, que pase este mundo y que venga tu gloria! ¡Anatema quien no ame a Cristo!

Que así sea.

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Jueves 21º del TO

 Jueves 21º del TO

Mt 24, 42-51

 Queridos hermanos:

        Dios en su infinita bondad ha querido compartir su “hacienda” con nosotros llamándonos a una existencia finalizada a la comunión de amor con él, y dotándonos de los medios necesarios para alcanzarla. Todos estos medios incluida la existencia misma, están, por tanto, en función del amor, que nos franquea la entrada al Amor, en lo que conocemos como Bienaventuranza, cielo, vida eterna, Reino de Dios, y Casa del Padre.

Hoy la palabra nos habla de otro motivo de vigilancia distinto del que veíamos ayer, para acoger al Señor cuando viene de la boda y poder entrar con él al banquete del amor. Hoy se trata de estar preparados para el día de su “visita” inesperada, en la que viene a pedir cuentas de nuestra administración de sus dones. Viene como ladrón,  para quienes hacen de los dones del Señor algo propio, y en consecuencia no quieren, ni esperan, ni desean su venida. Viene a reclamar el tesoro que le pertenece y nos fue encomendado acrecentar, y para retribuir a cada uno según haya realizado su servicio.  Nosotros, como dice el Evangelio, no somos sino administradores a prueba, a quienes el Señor quiere poner al frente de toda su hacienda, dándonos su Espíritu para siempre, si es que hemos sido fieles y solícitos en llevar a cabo aquello que se nos encomendó: ¡Servir!

Nuestra fidelidad y solicitud consistirá en que no nos hayamos enseñoreado de aquello que se nos encomendó, y en que hayamos servido, no sólo al Señor con pureza y sobriedad, sino también a nuestros hermanos, con el mismo amor con el que hemos sido amados y le debemos a Dios.

Si bien esta vigilancia es necesaria para cuantos se disponen a servir al Señor, tanto más lo es, para quienes son llamados a ser administradores de los bienes de su casa, fieles y prudentes, al cuidado de otros siervos y siervas. Dichosos quienes se mantienen en esta fidelidad y prudencia en el servir constantemente al Señor, porque ellos se nutrirán de lo sabroso de su casa y serán abrevados en el torrente de sus delicias, mientras a los infieles se les pedirá cuentas de su encomienda y se les pagará de acuerdo a sus obras.

En espera de esta venida del Señor, se nos concede ahora, según nuestra disposición, el poder ser alimentados con vida eterna, prenda de nuestra herencia en Cristo Jesús, que se entregó por nosotros.

Que así sea.

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Miércoles 21º del TO

Miércoles 21º del TO  

Mt 23, 27-32

 Queridos hermanos:

           Hoy la palabra es una invitación a la fe y a la conversión; a acoger a los profetas y a creer en su enseñanza; a ser también testimonio gozoso con nuestra conversión, para los que necesitan convertirse. Sólo así podrá ser lavada la sangre derramada con nuestros pecados y restaurada nuestra justicia, antes que terminado el “tiempo de higos”, llegue el tiempo de rendir cuentas. Como dice el Evangelio: “Ponte a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino...” no sea que tengas que pagar hasta el último céntimo.

          Honrar a los profetas es acoger su palabra, y no adornar su sepultura. Creyendo justificarse a sí mismos desmarcándose de la conducta de sus padres, la conducta de los judíos muestra la misma actitud de rechazo de los enviados de Dios; Cristo les echa en cara su perversión; una vez más, se contentan con lavar la copa por fuera, mientras su interior sigue lleno de inmundicias, porque le rechazan a él, el único Profeta que puede limpiarlos de esa sangre derramada, y lo mismo harán con cuantos Dios les va a enviar.

          Rechazar a Jesús es también cerrar la puerta de la misericordia a las ovejas perdidas de la casa de Israel, haciendo más pesada su carga impidiéndoles la esperanza de perdón que anunciaban los profetas, matándolos de nuevo como hicieron sus padres. Además, rechazando a Juan Bautista, impedían la acogida del que él anunciaba, portador del bautismo en el Espíritu Santo y su fuego.

          ¿Acaso pensamos nosotros que no se pedirán cuentas también a nuestra generación, bañada con la sangre de Cristo? Rechazar a Cristo es rechazar el “año de gracia del Señor” y banalizar el “día de venganza de nuestro Dios”, sobre nuestros enemigos, realizado en la sangre de su Hijo. El kairós de la misericordia sigue abierto para nosotros, invitándonos a la conversión, acogiendo a Cristo, para ser sumergidos en su bautismo, mediante la escucha de su palabra, la acción de gracias por su perdón y la comunión con los hermanos.

           Que así sea.

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Martirio de san Juan Bautista

 El martirio de san Juan Bautista

1Co 1, 26-31; Mc 6, 17-29

 Queridos hermanos:

           Recordamos hoy al mayor entre los nacidos de mujer; a Elías; al último mártir del A.T; al último profeta; al testigo de la luz, lámpara ardiente y luminosa (Jn 5,35); al amigo del novio; a la voz de la Palabra; al Precursor del Señor; al nacido lleno del Espíritu Santo, y único santo del que la Iglesia celebra el nacimiento, pero del que había añadido Cristo en su testimonio, que el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.   

Juan inaugura el Evangelio con su predicación. Confiesa humildemente a Cristo, de quien no se siente digno de desatar las correas de sus sandalias,  anuncia un tiempo de gracia, en el que “Dios es favorable” para volver a Él, proclama la conversión,  que es siempre una gracia de la misericordia divina que acoge al pecador, para que la fidelidad a Dios de los “padres”, pueda llegar al corazón de los hijos. Es tiempo de reconciliación de los padres con los hijos y de todos con Dios. Es tiempo de alegrarse con la cercanía de Dios y volver a él con gozo. En eso consiste la justicia ante Dios, de la que se privan los escribas y fariseos rechazándolo (cf. Lc 7,30). No la justicia de los jueces sino la justicia de los justos, como acogida del don gratuito de Dios.

          «Vino para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él» (Jn 1,7s). La misión de Juan como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar al Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.»  

También nosotros hemos sido llamados a un testimonio, y también el Señor nos acompaña, confirmando nuestras palabras como precursores, y más que precursores suyos en esta generación, con los signos de su presencia, sosteniéndonos con su cuerpo y con su sangre.

           Que así sea.

 

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Lunes 21º del TO

Lunes 21º del TO

Mt 23, 13-22

Queridos hermanos:

Poniendo como ejemplo a los escribas y fariseos de su tiempo, que de hecho eran el espejo en el que se miraba la gente del pueblo, por su pretendida religiosidad y aparente santidad, el Señor, como buen pastor, da las claves de discernimiento a sus discípulos y a cuantos le escuchan, para que sepan distinguir los auténticos guías de los falsos, que “dicen y no hacen”; guías ciegos, y necios hipócritas (La palabra: upokritai significa en su sentido literal: «Cómicos». Herodes había multiplicado los teatros en las ciudades de Judea, anunciándose las representaciones escénicas al ruido de trompetas recorriendo todas las calles. Los Fariseos ricos, al ir a la sinagoga, distribuían públicamente sus limosnas en las calles por que atravesaban. Nuestro Señor compara esta ostentación con el brillo ruidoso de las representaciones teatrales).

          La diatriba va contra ellos, “pastores” y sirve de advertencia a las ovejas, porque tanto la “falsa doctrina”, como dice el Evangelio de Mateo, como la “levadura” de la que habla el Evangelio de Lucas, arrastran con el ejemplo y corrompen.

          Esta es la consecuencia de un corazón pervertido por la incredulidad y la idolatría, que amando “el mundo”: el dinero, la fama, el poder y el afecto de las creaturas, se aparta de Dios y pierde el discernimiento de la verdad y la vida, sumergiéndolo en las tinieblas y la muerte y esclavizándolo al mentiroso desde el principio y padre de la mentira, que es el diablo.   

Como dice san Juan Climaco: Ocurre entre las pasiones y los vicios, que unos son mas públicos y desvergonzados (como es la gula y la lujuria) y otros mas secretos y disimulados (pero mucho peores que estos) como lo es la hipocresía; aunque parecen una cosa, tienen otra encubierta; porque su color de virtud y de celo encubren su veneno.

El hipócrita instrumentaliza la religión ilusamente en provecho propio, mediante la falsedad, mientras Cristo ha venido a testificar con sus obras, y con su vida, la Verdad del amor de Dios en contra de la mentira diabólica. El que vive en la verdad apoya su vida en Cristo, que lo hace libre.

Sabemos que hemos sido valorados en el alto precio de la sangre de Cristo. Que este amor expulse de nosotros el temor que quiere apartarnos de la Verdad. Estamos en la mente y en el corazón de aquel, cuyo amor es tan grande como su poder.  

Este pasaje del Evangelio de Lucas tiene de fondo el juicio, y nos habla del fermento de la corrupción que es la hipocresía, radicalmente unida a la necedad y la impiedad, frente a la verdad, que tiene por compañeras a la sabiduría y a la bondad del corazón amante y fiel. Lo que se opone a la hipocresía no es la sinceridad, que consiste en no ocultar su desprecio por la Ley y por Dios, sino la conversión a la Verdad del amor divino que es Cristo. La conversión del hipócrita consistirá en ser lo que aparenta, y no en aparecer como lo que tristemente es. Dios es Verdad, y en ella vive quien lo conoce. A Dios no es posible engañarle, y si pasa por alto nuestras falsedades terrenas y temporales en esta vida, es sólo por su misericordia y paciencia que son eternas, en espera de nuestra conversión, mientras llega el tiempo de la justicia y de la verdad en que deberemos rendir cuentas, para recibir de Dios según cuanto hayamos merecido con su gracia.

La falsedad, viene a sintonizar con la vaciedad y negatividad de las expresiones carentes de entidad como el frío, las tinieblas o el mismo mal, contrastantes en su constante dialéctica con atributos divinos como el amor, la luz, el bien o la verdad. ¿Qué es la hipocresía sino la falsedad de la simulación que se refugia en las tinieblas, hija, como es, del mentiroso desde el principio y padre de la mentira?

La hipocresía como búsqueda de la apariencia, corrompe, porque son los ejemplos y no las palabras los que arrastran. El hipócrita oculta su realidad, consciente como es de su asumida maldad, y sin preocuparse en enmendarla, la disimula sin importarle neciamente lo que Dios conoce, en busca solamente de lo que los hombres puedan apreciar. Es ciertamente un necio que no valora el bien que debería iluminar su existencia proveyéndolo del sentido de la vida, tratando vanamente de encontrarlo en la estima de la gente. Vive en la carne, de la que cosechará únicamente corrupción para sí y para cuantos lo sigan. Por eso el Señor previene primeramente a sus discípulos y también a sus oyentes, del peligro al que se exponen quienes escuchan a los hipócritas. Maldad y necedad se alían sorprendentemente en el hipócrita, inconsciente en extremo de su tremenda gravedad.

San Mateo, al hablar de la hipocresía, tiene de fondo la persecución. Cuando habla de la levadura, lo hace refiriéndose a la doctrina de los fariseos y saduceos; guías ciegos que guían a ciegos, cuya doctrina hay que cribar de sus malas acciones que corrompen sus palabras. Las palabras convencen, pero los ejemplos arrastran: “observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta”. Marcos añade además la levadura de la corrupción de Herodes, comparándola con la de los escribas y fariseos.

Los fariseos del Evangelio aparentan piedad con sus actos pero no son píos de corazón, sino operadores de iniquidad, que buscan la estima de los hombres, su propia gloria, su interés y no la gloria de Dios. Ciegos que guían a ciegos dirá Jesús. 

La levadura es figura de la corrupción y como ella se propaga rápidamente. La hipocresía instrumentaliza la religión en provecho propio mediante la falsedad, mientras Cristo ha venido a testificar con sus obras, y con su vida, la Verdad del amor de Dios en contra de la mentira diabólica. El que vive en la verdad apoya su vida en Cristo, que lo hace libre; el que vive en la hipocresía es un esclavo del diablo, homicida desde el principio y padre de la mentira, que lo engaña y tiraniza.

Jesús habla de una suerte fatal para los hipócritas, que serán separados de él, no por su apariencia sino por sus obras. Él ha venido a traer Espíritu y fuego. También la gehenna es un lugar de fuego, pero no del fuego purificador que cura y cumplida su dolorosa misión pasa, sino de un fuego que quema pero no se apaga, ni puede purificar la llaga incurable de la libre condenación.

El temor de Dios es un fruto de la fe. “¡Temed a ése!” Temed a aquel que quemará la paja con el fuego que no se apaga. No hay que temer, en cambio, por esta vida, sino por la otra. Sabemos que hemos sido valorados en el alto precio de la sangre de Cristo. Que este amor expulse de nosotros el temor que quiere apartarnos del amor. Si hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, cuánto más llevará cuenta de nuestros sufrimientos y fatigas por el Reino; de nuestros desvelos por el Evangelio y de nuestra entrega por los más necesitados.

 Que así sea.

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Domingo 21º del TO A

Domingo 21º del TO A

(Is 22, 19-23; Rm 11, 33-36; Mt 16, 13-20)

Queridos hermanos:

           Ante decisiones tan importantes como la que hoy nos muestra el Evangelio, Cristo se sumerge en la oración y elige momentos significativos, como las principales fiestas judías, cuya plena significación y contenido ha aguardado durante siglos la revelación de Cristo, que ha venido, en efecto, a dar cumplimiento a la Ley, a los Profetas, y a las promesas, llevando a su plenitud toda la Revelación.

          El evangelista, consciente de la centralidad de este acontecimiento, se esmera en situarlo exactamente. Para eso, comienza el capítulo 17 del Evangelio según san Mateo, mostrándonos la Transfiguración en el contexto de la fiesta de las tiendas, situada inmediatamente después de la confesión de Pedro y entrega del primado, que tiene lugar seis días antes, y por tanto en el Yom Kippur. La importancia de esta relación podemos constatarla deteniéndonos a analizar el contenido de esta fiesta en su celebración judía, en la que el sumo sacerdote pronunciaba el nombre de Dios solemnemente.

          Cristo se reúne con los apóstoles en Cesarea de Filipo, territorio de paganos, precisamente en el día de la Expiación como hemos visto antes, y les pregunta: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?, es decir el Mesías, y después: ¿y vosotros quién decís que soy yo?, Dios inspira a Pedro la respuesta y dice: “Tú eres el Cristo” (el Mesías), “el Hijo de Dios vivo”. Con esta confesión de la divinidad de Cristo, el Mesías, aparece sobre la tierra una realidad nueva, una fe fundamento de un pueblo nuevo de “verdaderos adoradores” que Cristo llama “mi Iglesia”. Y Cristo ve en esta elección del Padre sobre Pedro, la designación de quien en ese nuevo pueblo tendrá la función concreta que acaba de ejercer inconscientemente. Pedro testifica a Cristo con la boca, en esta ciudad del Cesar, en Palestina, como después lo testificará con la vida en la ciudad del Cesar, en Roma, que se convertirá en la sede de Pedro y de sus sucesores. Las atribuciones del Sumo Sacerdote Simón hijo de Onías (Eclo 50,1), del mayordomo del palacio de David: Eliaquín (Is 22, 20-22) y del Sumo sacerdote del Templo: Caifás*, son concedidas a Pedro y sus sucesores por elección divina y designación de Cristo, en la fundación de la Iglesia, cuyo fundamento es la fe en: “Cristo, Hijo de Dios vivo”.

          O sea que esta designación de Pedro, parte de la “decisión insondable de Dios” como dice la segunda lectura; elección divina que lo impulsa a proclamar el nombre de Dios, que sólo era lícito proclamar al Sumo Sacerdote, y que revela el mesianismo y la filiación divina de Cristo, fundamento de una nueva fe, que será el cimiento de la comunidad mesiánica, escatológica, que comienza a existir.

          Jesús se ha llevado a sus apóstoles a tierra de paganos, para poner en evidencia la independencia de la Iglesia frente al Israel de la carne, y su universalidad, abierta a todos los pueblos y cimentada sobre la confesión de Pedro. Esta Iglesia derribará las puertas del Hades, de la muerte consecuencia del pecado, del Infierno, porque a ella se entregan en la persona de Pedro, las llaves del Reino; el poder de atar y desatar, de perdonar los pecados. Ya no es necesaria la expiación en el Templo de Jerusalén. La Iglesia puede aplicar en cualquier lugar la expiación de los pecados que, Cristo, ha realizado en el santuario de su propio cuerpo, y que Dios ha aceptado resucitándolo de la muerte.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 20º del TO

Sábado 20º  del TO

Mt 23, 1-12

 Queridos hermanos:

           El Evangelio nos enseña hoy a buscar nuestra gloria en Cristo y no en nosotros mismos. Dios es Amor, quiere la felicidad del hombre, y lo llama a la comunión con él, que es la vida, sacándolo de su propia complacencia y abriéndolo a la fe y al amor.

          El problema de escribas y fariseos es que cerrados a la fe, prefieren ser amados, antes que amar; prefieren la estima de los hombres a la comunión con Dios. Por eso les dirá Jesús: “Como podéis creer vosotros que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios”. Sin la fe, el amor no puede estar en su corazón y la Ley desposeída del amor se convierte en una carga insoportable para sí mismos, y en una exigencia para los demás. Su culto es perverso y vano, porque no busca la complacencia de Dios sino la suya propia, y el verdadero culto a Dios es el amor: “¡Misericordia quiero; yo quiero amor!”.

          Esta palabra viene en nuestra ayuda para movernos a buscar al Señor, negándonos a nosotros mismos mediante la penitencia, y abriéndonos a los demás mediante la misericordia. Necesitamos abajar nuestro yo, para abrirnos al tú del amor, y en éste, encontrarnos ante el Yo de Dios.

          En Cristo, Dios va a glorificar su nombre como nunca antes manifestando su amor, salvando a todos los hombres de la muerte, entregándolo por nuestros pecados y resucitándolo para nuestra justificación. “Ahora va a ser glorificado el Hijo del hombre y Dios va a ser glorificado en él. ¡Padre, glorifica tu nombre!” y dijo Dios: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré.” La gloria de Dios es su entrega, y su complacencia, la entrega del Hijo por nosotros.

          Creer en Jesucristo da gloria a Dios, porque por la fe, el hombre fructifica en el amor: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos.” La semejanza de los discípulos con el Padre, y el Hijo, es el amor, y el amor lo glorifica. 

          Un fruto de amor da gloria a Dios, porque el amor es de Dios; es él quien lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado. El que no cree, no tiene el amor de Dios en su corazón y está condenado a buscar su propia gloria, porque no es posible vivir sin amor; pide la vida a las cosas y a las personas, se sirve de ellas pero no las ama, y nada ni nadie puede dar vida, sino sólo Dios. El que no cree, no ama y no da gloria a Dios.

          Si por la Eucaristía nos unimos a Cristo en este sacramento de su amor al Padre, lo glorificamos juntamente con él, haciéndonos uno con su entrega amorosa a su voluntad.

           Que así sea.

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Viernes 20º del TO

Viernes 20º del TO  

Mt 22, 34-40

Queridos hermanos:

Dios es amor y lo es también el camino que ha revelado. El hombre está llamado a conocerlo, amarlo, servirlo y gozarlo, y sólo el amor nos encamina, nos acerca y nos introduce en él; ser cristiano, no es solamente no pecar, sino amar, y no hay amor más grande que dar la vida, ni mayor realización de nuestro ser en este mundo. Todo en la creación se realiza dándose; ha sido hecho para inmolarse y mientras no lo hace queda frustrada y sin sentido su existencia, porque tendemos por naturaleza a asimilarnos a Cristo haciéndonos un espíritu con él, en la glorificación de nuestra carne.

Toda la Ley y los profetas penden del amor, que desde el Deuteronomio ha mostrado al pueblo el camino de la vida hacia Dios, como desde el Levítico, el de la perfección humana, en el amar al prójimo como a sí mismo (Lv 19, 18). El Señor, une al precepto del amor a Dios, el del amor al prójimo, porque como dice san Juan: “Quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.” El amor a Dios y al prójimo se corresponden y se implican el uno al otro; no pueden darse por separado con exclusividad.

          El Levítico partiendo de esta realidad, nos muestra al prójimo, como el camino para salir de nosotros mismos e ir en busca del amor, y así Cristo, como hemos visto en el Evangelio, unirá este precepto al del amor a Dios: “el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. He aquí el camino de la vida feliz indicado por la Ley y los profetas, que puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino.

Cristo ha superado en el amor con el que él nos ha amado, la ley y los profetas (Jn 13, 34), y amplía nuestra capacidad de amar, infinitamente, derramando en nuestros corazones el amor de Dios por obra del Espíritu Santo. Él, nos amó primero. A eso ha venido Cristo: A librarnos del yugo de las pasiones y darnos el Espíritu Santo, para que podamos amar con todo el corazón (mente y voluntad), con toda la vida, y con todas las fuerzas. En efecto, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, a un amor nuevo dado al hombre, no en virtud de la creación, sino de la Redención; de la “nueva creación”, por la que es regenerado el amor en el corazón del hombre.

Cristo nos ha amado con un amor que perdona el pecado y salva, y este amor que antes de Cristo sólo podía ser para el hombre objeto de deseo, ahora se hace realidad por la fe en él. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos las palabras de Cristo: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. Así, el amor cristiano, no es otro ni diferente del amor del Padre, con el que amó a Cristo, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano, en Cristo, es por tanto signo y testimonio del amor de Dios en este mundo; testimonio al que somos llamados por la fe en Cristo.

          Se leía en el oráculo de Delfos: ”conócete a ti mismo” y con toda razón, porque sólo quien se conoce puede darse en plenitud. No obstante, para conocerse hay primero que encontrarse. Es necesario que el hombre responda a la pregunta que Dios le formula en el Paraíso: “¿Dónde estás?”. El hombre que está escondido a sí mismo por el miedo, consecuencia del pecado, porque de Dios es imposible esconderse, debe encontrarse, como dice san Agustín en sus “Confesiones”: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar” (libro 5, cap. II) . Con su pregunta, Dios le invita por tanto, a encontrarse; a reconocerse lejos del amor y a convertirse, pues como dice san Juan: “el amor pleno expulsa el temor; no hay temor en el amor” (1Jn 4,18). Además, para darse, hay que poseerse, ser dueño de sí y no esclavo de las pasiones o de los demonios.

          A Dios se le debe amar con lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios, especifica “con qué” se debe amar, mientras que el del amor al prójimo indica el “cómo”, de qué manera. El amor a Dios debe ser holístico, implicar la totalidad del ser y del tener; sin admitir división ni parcialidad, porque el Señor es Uno, y con nadie se puede compartir idolátricamente el amor que le es debido al único Dios. En cambio el amor al prójimo, siendo un sujeto plural, especifica la forma del amor, unificándola en el amor de sí mismo. Un amor con la misma dedicación, intensidad, espontaneidad, y prioridad, con que nos nace amarnos a nosotros mismos. El amor a sí mismo no necesita ser enseñado; es inmediato y espontáneo y mueve la totalidad de nuestra capacidad de amar, en provecho propio. Ya decía san Agustín que no hay nadie que no ame. El problema está en cuál sea el objeto y la calidad de ese amor. El objeto carnal de nuestro amor somos nosotros mismos; el objeto espiritual, es el amor a Dios y al prójimo como a nosotros mismos; y el objeto sobrenatural, cristiano, es el amor a los enemigos.

“Si la luz de Dios está en nuestras manos, nuestra luz estará en las manos de Dios. Si Dios está en nuestra boca, todo nos sabrá a Dios. Si nos reconocemos hijos bajo la mirada del Padre, todos nos convertimos en hermanos.

 

Que así sea.

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San Bartolomé (jueves 20º del TO)

San Bartolomé, apóstol

Ap 21, 9b-14; Jn 1, 45-51

Queridos hermanos:

          La liturgia sigue presentándonos a los apóstoles y recordándonos que la condición del discípulo es el amor. Habiendo sido alcanzados por el amor gratuito de Dios, somos apremiados al amor de los hermanos, y al amor a los enemigos, en virtud de nuestra filiación adoptiva que nos ha alcanzado el Espíritu Santo, por la fe en Jesucristo. Por él hemos conocido el amor que Dios nos tiene, mediante el testimonio que da a nuestro espíritu y que nos hace exclamar: ¡Abbá, padre!

          Como Natanael hemos sido conocidos por Cristo y amados en nuestra realidad y en nuestros pecados. Este amor nos llama a su seguimiento en espera de la promesa de la gloria que debe manifestarse en nosotros. Cada uno tenemos nuestro propio “Felipe” y nuestra propia “higuera” en la que hemos sido vistos, conocidos y amados por Cristo, antes de habernos encontrado con él y haber profesado: “Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel”.

          Juan anuncia a Andrés, Andrés a Pedro, y Felipe a Natanael, y se va repitiendo como un estribillo: Venid y lo veréis, ven y lo verás, tal como canta el salmo: “Gustad y ved que bueno es el Señor”. El Padre y el Espíritu dan testimonio de Cristo como lo hace Juan el Bautista, y después los apóstoles, los evangelistas y los demás discípulos, generación tras generación hasta el final de los tiempos. Por el testimonio es regenerada la humanidad y la creación entera que aguarda la manifestación gloriosa de los hijos de Dios.

          Que así sea.

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Miércoles 20º del TO

Miércoles 20º del TO

Mt 20, 1-16a

Queridos hermanos:

Muchos son los llamados a trabajar en la viña, pero todos a formar parte de ella, y cada uno a su hora, generación tas generación. Podemos considerar esta vida como una jornada de trabajo, a la que corresponde una paga, siempre superior a los propios méritos y al propio trabajo, siempre fruto de los dones recibidos de la bondad divina, que une a su justicia, su infinita misericordia. Para san Gregorio Magno, nosotros somos los llamados a la hora undécima, mientras Israel fue llamado antes a través de enviados y profetas, pero lo fue, a sintonizar interiormente con el Señor y no sólo a un culto externo y vacío. No en la materialidad de la letra, sino en la verdad del espíritu. Este será el tema constante y central en la predicación del Señor a los judíos: “Misericordia quiero y no sacrificios; yo quiero amor; conocimiento de Dios más que holocaustos”.

Hay obreros de la primera hora en la viña, que no están en sintonía con el Señor, contaminados de avaricia, envidia y juicios, como aquellos que salieron de Egipto, que vieron abrirse el mar, comieron el maná, pero no entraron en la Tierra. En el Evangelio, hay diferencias con frecuencia, entre llamados y elegidos. Cierto que no fueron contratados los que no se encontraban en el lugar de contratación, siendo así que estaban desempleados. Por eso, para san Juan Crisóstomo, Dios llama a todos a la primera hora. Vivían fuera de su realidad, en la que Dios los buscaba desde la primera hora y eso mismo les privó de afrontar las penalidades del día, al amparo y seguridad de la Viña, pero esto, algunos no lo supieron valorar y agradecer.

El Señor es bueno; llama a trabajar en su viña y provee lo necesario sin pensar en sus intereses, aunque nuestros merecimientos no estén a la altura. Eso es amar: hacer del bien del otro nuestro único interés y la intención profunda de nuestros actos. La justicia de Dios no olvida la caridad; es justo y misericordioso, mientras la justicia del hombre está contaminada por la envidia y la avaricia. Llamó a Israel en la justicia y a los gentiles en la misericordia. Dios provee a las necesidades del corazón recto, pero no complace las ansias del codicioso. Ciertamente los caminos de Dios distan mucho de los nuestros.

San Pablo no duda en privarse del sumo Bien de estar con el Señor, por el bien de los hermanos, porque ha encontrado a Cristo. Sólo en Cristo, nuestros caminos pueden coincidir con los de Dios, que se ha manifestado amor, y nos conducen al encuentro con los hermanos. En la Eucaristía, que es el culmen de la relación con Dios, nuestro yo se disuelve en un “nosotros” y podemos llamar a Dios: Padre, pero Padre “nuestro”; junto al don de la filiación divina adoptiva, hemos recibido el de la fraternidad humana; quedamos incorporados al cuerpo eclesial, unidos mutuamente, y regidos por Cristo, nuestra cabeza, en Dios.

           Que así sea.

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Bienaventurada Virgen María Reina (martes 20º del TO)

Bienaventurada Virgen María Reina

Is 9, 1-6; Lc 1, 26-38

          Pío XII en 1955 instituyó la fiesta de María Reina que, según la última reforma litúrgica, celebramos el 22 de agosto como complemento de la solemnidad de la Asunción con la que está unida, como sugiere la Lumen Gentium: "Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59).

          La mujer vestida del sol es el símbolo arquetípico de la Iglesia indestructible, de la Iglesia eterna. Ella soporta siempre sufrimientos y persecuciones; pero no es nunca abatida. Y al final alcanza la victoria como Esposa del Cordero. Es una figura celeste, "vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas" (Ap 12,1). El adorno de esta Mujer del Apocalipsis es el que ya describiera Isaías: "Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz, y la gloria del Señor alborea sobre ti... Ya no será el sol tu lumbrera de día, ni te alumbrará el resplandor de la luna, sino que el Señor será tu eterna lumbrera y tu Dios será tu esplendor. Tu sol no se pondrá jamás ni menguará tu luna, porque el Señor será tu eterna luz" (Is 60,1.19-21). Por eso, al final, como Jerusalén celestial, "desciende del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su Esposo... La Ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, tenía la gloria de Dios" (Ap 21,2.10-11). "El trono de Dios y del Cordero estará en la Ciudad y los siervos de Dios le darán culto. Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Ya no habrá noche ni tendrán necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos" (Ap 22,3-5).

          Por ello en este tiempo de combate, la Mujer esplendente, "hermosa como la luna, resplandeciente como el sol", es también " terrible como escuadrones en orden de combate" (Ct 6,10). Este sorprendente juego de imágenes, que expresa tanto el esplendor de la Mujer como su victorioso poder, muestra a la Mujer Sión y también a María. En María alcanzan su cumplimiento todas las promesas hechas a la Hija de Sión, que anticipa en su persona lo que será realidad para el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. En la liturgia se ha cantado a María con esta antífona: "Alégrate, Virgen María, porque tú sola venciste a todas las herejías en el mundo entero". La resonancia de los dogmas sobre la Virgen, vistos e integrados en el misterio de Cristo y de la Iglesia, asegura la solidez de la fe y fortalece en la lucha contra todas las herejías. En este sentido, María es "terrible, como escuadrones en orden de combate". Con la fe en todo lo que en María se nos ha revelado, la Iglesia está segura de la victoria final sobre las fuerzas del mal.

          María es el icono escatológico de la Iglesia, el signo de lo que toda la Iglesia llegará a ser. En la Lumen Gentium leemos: "La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el siglo futuro, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (2Pe 3,10), antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo" (LG 68). Contemplando a María asunta al cielo, la Iglesia marcha hacia la Parusía, hacia la gloria donde la ha precedido su primer miembro. La Iglesia sabe que, acogiendo al Espíritu como María, se cumplirá en ella todo lo que se le ha prometido, y que en ella no ha hecho más que iniciarse, y contempla ya realizado en María, la Esposa de las bodas eternas. Y mientras peregrinamos por este mundo, María nos acompaña en el camino de la fe con corazón materno. Como dice el III prefacio del Misal: "desde su asunción a los cielos, María acompaña con amor materno a la Iglesia peregrina y protege sus pasos hacia la patria celeste, hasta la venida.

          En la gloria, María cumple la misión para la que toda criatura ha sido creada. María en el cielo es "alabanza de la gloria" de Cristo (Ef 1,14). María alaba, glorifica a Dios, cumpliendo el salmo: "Alaba a tu Dios Sión" (Sal 147,12). María es la hija de Sión, de la Sión que glorifica a Dios. Alabando a Dios, se alegra, goza y exulta plenamente en Dios.

          Que así sea.

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Lunes 20º del TO

Lunes 20º del TO

Mt 19, 16-22

Queridos hermanos:

Jesús no quiere entrar en razonamientos, y su respuesta inmediata a la pregunta del “rico” es decirle: ¿Por qué me preguntas lo que afirma la Escritura con tanta claridad: “Escucha Israel. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas  y al prójimo como a ti mismo. Haz esto y vivirás”. Jesús le habla de los mandamientos, porque toda la Ley y los profetas y por tanto los mandamientos, penden de este amor. Una cosa le falta a quien pretende haber cumplido los mandamientos del amor al prójimo: Amar a Dios sobre todas las cosas. El que ama así, los cumple, y es de ese amor, del que proviene la salvación, pero el que pretende compartir su amor a Dios con el de sus bienes, deprecia a Dios, y se “ama” más a sí mismo, equivocada y carnalmente. Por eso los apóstoles dudan de la posibilidad de salvarse y Jesús mismo les confirma que ese amor no es posible a los hombres con sus solas fuerzas. Sólo el conocimiento trinitario de Dios: Padre, Espíritu y Verdad, lo puede dar, entendiendo por conocimiento, la experiencia de su vida divina: de su amor, de su espíritu, y de su gracia.

Lo mismo podemos deducir del pasaje de Lc. que habla del rey, que con diez mil, quiere enfrentarse al que viene contra él con el doble de fuerzas (cf. Lc 14, 31). Es necesario discernir la propia impotencia, para buscar ayuda en Dios con todo nuestro ser, porque “todo es posible para Dios. 

El llamado “joven” rico, se ha encontrado con un “maestro bueno” y quiere obtener de él la certeza de la vida eterna, que el seudo cumplimiento de la Ley no le ha dado. Cristo le pregunta, que tan maestro y que tan bueno le considera, ya que sólo Dios es el maestro bueno, que puede darle no sólo una respuesta adecuada, sino alcanzarle lo que desea. Sabemos que se marchó triste porque tenía muchos bienes, pero su tristeza procedía, de que su presunto amor a Dios, era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, que le impidió creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para seguirle, obedeciendo su palabra. Le fue imposible encontrar el tesoro, escondido en el campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla que tenía ante sus ojos, pues de haberlo descubierto, ciertamente habría vendido todo y le habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero no como añadidura, sino como fundamento de su religión: el amar a Dios más que a sus bienes.

Es curioso además, que en Marcos y Lucas el rico hable de “herencia”, como si esperase alcanzar la vida eterna, con el mismo esfuerzo con el que se obtienen los bienes en herencia, es decir, sin ningún esfuerzo. Si vemos el desenlace del encuentro, podemos suponer que es así, ya que no estuvo dispuesto a vender sus bienes. Según Mateo, parecía dispuesto a hacer algo para alcanzar la Vida, pero no fue así. Jesús parece decirle al rico: Has heredado muchos bienes y quieres asegurarlos para siempre, pero en el cielo esos bienes no tienen ningún valor, si no son salados aquí por la limosna. La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme”; hazte discípulo del “maestro bueno”; cree, y llegarás a amar a tus enemigos, y “serás hijo de tu padre celeste”, y tendrás derecho a la herencia de la vida eterna propia de los hijos.

En nosotros habita la muerte a consecuencia del pecado, pero Cristo la ha vencido para nosotros. Aquella parte de nosotros que abrimos a Cristo es redimida por él y transformada en vida y aquella que nos reservamos, permanece sin redimir y en la muerte. Si nuestro ser, en la Escritura es designado como: corazón, alma y fuerzas, sólo abriéndolo a Dios completamente, nos abriremos a la vida eterna. Hay que amar a Dios con todas las tendencias del corazón, con toda la existencia y por encima de toda creatura, para alcanzar en él la Vida.

Una cosa le faltaba ciertamente al rico seudo cumplidor de la Ley: acoger la gracia que abre el corazón y las puertas del Reino de Dios, y da la certeza de la “vida eterna que se nos manifestó”; vida eterna que contemplamos en el rostro de Cristo, y de la que tenemos experiencia por su cuerpo y su sangre, pues “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”. Pero la carne de Cristo, es su entrega por todos los hombres y su sangre, es la oblación que se derrama para el perdón de los pecados. Así pues, nos hacemos uno con la carne de Cristo y con su sangre, cuando consecuentemente nuestra vida se hace entrega en Cristo por los hombres; cuando nos negamos a nosotros mismos, tomamos la cruz y lo seguimos”, pues dice el Señor: “Donde yo esté, allí estará también mi servidor”. “Yo le resucitaré el último día” y tendrá vida eterna.

           Que así sea.

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Domingo 20º del TO A

Domingo 20º del TO A  

(Is 56, 1.6-7; Rm 11, 13-15.29-32; Mt 15, 21-28)

Queridos hermanos:

Aparece la fe como protagonista de esta palabra, pero la fe de los gentiles, que contrasta con la incredulidad de los “hijos”, que rechazan el “pan” tirándolo al suelo, donde lo comen los “perritos”. Las profecías de la llamada universal a todos los hombres al conocimiento de Dios, se cumplen con la llegada de Cristo. Él, es la casa que Dios se ha construido en el corazón del hombre “para todos los pueblos”.

Para san Pablo, el endurecimiento de Israel no es sino un paso intermedio por el cual los gentiles tendrán acceso al Santuario de Dios por la fe en Cristo. Es la fe lo que les sienta a la mesa y les hace partícipes del “pan de los hijos”: “Os digo que los sentaré a mi mesa y yendo de uno al otro les serviré.” “Por eso os digo que vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, mientras vosotros os quedaréis fuera”. En el camino de búsqueda de las ovejas perdidas, Cristo se apiada de los “perritos”.

La fe no hace acepción de personas, naciones ni lenguas, y aunque ha sido enviado “a las ovejas perdidas de la casa de Israel”, hoy Cristo va a la región de Tiro y Sidón para encontrar la fe de una mujer, como lo hace también en Sicar para encontrarnos en la samaritana y plantar la semilla del Reino allende las fronteras de Israel. En efecto, san Agustín ve en ella a la gentilidad llamada a ser la Iglesia, esposa de Cristo.

          Las sobras de los niños sacian a los “perritos” que las saben apreciar, hasta hacer de ellos “hijos”. La fe de la madre obtiene para la hija que ni siquiera conoce a Cristo, la garantía de la curación, como testimonio de la salvación en Cristo, que conduce al conocimiento de Dios.

          Nos es desconocida la llamada con la que Dios ha motivado a la mujer a la súplica y ha propiciado su encuentro con Cristo y su consecuente profesión de fe que expulsa al diablo. La iniciación cristiana de la niña seguirá el proceso inverso al de la madre, como suele suceder con los hijos de padres cristianos: De la curación gratuita deberá pasar a la acogida del testimonio de la madre. La gratuidad del amor de Dios tiene sus propios caminos, pero todos concurren en la salvación de quien los acoge.

          Si hoy nosotros estamos sentados a la mesa del Reino y comemos del Pan que nos sacia y da la Vida Eterna, es por acoger el don gratuito de la fe de nuestra madre la Iglesia, que nos hace hijos, y como en el caso de la samaritana y de la sirofenicia, también nosotros somos invitados a proclamar nuestra fe en Cristo a quienes el Señor ponga junto a nosotros.

            Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 19º del TO

Sábado 19º del TO  

Mt 19, 13-15

 Queridos hermanos:

           El niño para Cristo es el pequeño del Evangelio. Lejos del niño la incredulidad, no duda de lo que le dicen, confía en su padre y no se cree alguien, es humilde, sensible al amor. Sus muchos defectos y carencias están a la vista; es malo sin malicia, y acepta la corrección.

          Que Dios se haya mostrado en el camino del sufrimiento, del servicio y de la humildad para acercarse a nosotros, es debido a que su grandeza, su poder y su gloria, forman un todo con su amor misericordioso. Dios es amor, y no hay grandeza mayor que amar. No es cuestión sólo de obediencia, de imitar a Cristo, ni de humildad, sino de amor. Tan grande como su poder para crear el mundo lo es su misericordia para redimirlo, y su bondad para salvarlo. Su Yo, no necesita afirmarse frente a nada ni nadie como lo necesitamos nosotros en nuestra insignificancia. El amor no mira a nadie por encima del hombro, ni se guarda, ni se ensalza a sí mismo, sino que se complace en servir y anonadarse a sí mismo por el otro, como ha hecho Cristo. Como dijo san Bernardo: “Amo porque amo; amo por amar”. Buscar la propia gloria pone de manifiesto la propia insignificancia, pequeñez y vaciedad. Si él, que es grande, se abaja, cuánto más nosotros que tenemos tanto por lo que abajarnos, decía san Juan de Ávila.

          El Señor nos llama a un servicio que consiste en hacer presente al Padre, a través del don con el que hemos sido agraciados en Cristo. Glorificar a Dios con nuestra vida, implica que nosotros reconozcamos nuestra nada en cuánto se nos encomienda, porque todo lo bueno, noble y justo que pueda haber en nosotros, nuestra propia vida, es fruto de su gracia. Él se hizo el último, el menor y el siervo de todos, vaciándose por nosotros, y así mostró su grandeza; por eso sus discípulos podemos hacernos pequeños para mostrar a Cristo. Pequeño es el que se abandona en las manos del Señor, como Cristo, que siendo igual al Padre, se sometió a su voluntad. La humildad y el amor se dan la mano, como lo hacen la soberbia y el egoísmo. Para la obra de Dios, nuestras cualidades sólo son impedimento, y así, aceptar nuestra pequeñez es dejar que aparezca su grandeza. Nuestra verdadera grandeza y nuestra plena realización están en sabernos situar como creaturas ante el creador. El que se hace grande, se predica a sí mismo y no a Cristo, haciendo ostentación de su necedad, y en consecuencia no lleva a los hombres a Dios, en quien solamente se puede encontrar vida.

          El discípulo no es enviado en sus fuerzas sino en el nombre y el poder del Señor, para llevar a los hombres a Cristo. Es su poder el que brilla mediante nuestra humillación. Por eso no hay mayor gloria de Dios que la humillación de Cristo que se abandona en sus manos y se entrega por nosotros: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco.” El soberbio, el altanero, el engreído, es un iluso si piensa que ha conocido a Cristo.

          Sin Cristo, el hombre no soporta la humillación, le parece absurda. En cambio por el amor de Cristo, la humillación es “grandeza de alma” como diría San Ignacio de Antioquia, necesaria para negarse a sí mismo por el amor de Dios.

           Que así sea.

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Viernes 19º del TO

 Viernes 19º del TO

Mt 19, 3-12

 Queridos hermanos:

           Hoy el Evangelio nos habla de matrimonio, repudio y celibato.

Dios ha creado al “hombre”, varón y hembra, para que en esta vida formen una unión fecunda, y los ha unido en una sola carne, para que puedan cumplir su primer precepto: “creced y multiplicaos”, para lo cual, superando los lazos naturales con sus padres, “dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer”, para crear lazos nuevos a través de los cuales se abra camino la vida, llegue a poblar la tierra y la someta, y vaya así completándose el número de los hijos de Dios en el Reino que irrumpe con Cristo y culmina con su parusía.

El que Dios haya creado junto al hombre una sola mujer y no varias, apunta al proyecto de su voluntad respecto a la unicidad de la unión: hombre y mujer, y no hombre y mujeres, con la gran repercusión que esto tiene en orden al amor entre los esposos y con los hijos. Ambos se dan y se reciben totalmente del cónyuge y no lo comparten con alguien ajeno, de forma que la unión no venga relativizada ni disuelta con la pluralidad.

Abandonar esta misión por el motivo que sea, no forma parte del plan originario del creador al formar al hombre a imagen de su amor fecundo, y a semejanza de su unidad y comunión inquebrantables. Será siempre la pérdida o la corrupción de esta imagen y semejanza, la causante de que se pervierta el plan originario de Dios, o sea puesto entre paréntesis en alguno de sus aspectos, en espera de su redención. Con la vuelta al “principio”, anterior al pecado, puesto que el pecado es perdonado en Cristo, y concedido el Espíritu Santo, el repudio, como concesión a la incapacidad de la naturaleza caída, no tiene ya justificación alguna.

Sólo en función del desarrollo del Reino al que sirve también la fecundidad humana, como explica san Mateo, será dada también al “hombre” la capacidad de renunciar a la unión y a la fecundidad, para una dedicación plena al servicio del Reino, tal como tendrá efecto, cuando el Reino llegue a su plenitud en la vida futura de la bienaventuranza. Entonces lo instrumental dará paso a lo esencial. Ni disminuirán ni aumentarán los bienaventurados, y la fecundidad procreadora habrá concluido su misión. La comunión espiritual será plena entre los bienaventurados e indisoluble en el Señor.

Sea cual sea la misión a la que el Señor nos conceda dedicar esta vida, estará en función de la vocación única, eterna y universal al amor, por la que hemos sido llamados a la existencia y a la que nos unimos en la Eucaristía. Este es por tanto nuestro cometido en esta vida como dice san Pedro (2P 1, 11): “Hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección. Así se os dará amplia entrada en el Reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.”

Que así sea.

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Jueves 19º del TO

Jueves 19º del TO

Mt 18, 21-19, 1

Queridos hermanos:

           Cuando nos encontremos en el juicio y seamos acusados por nuestra falta de misericordia, no tendremos excusa, después de haber sido tan misericordiosamente tratados por Dios, porque el perdón cristiano es siempre una restitución a la misericordia divina, de su amor gratuito recibido en Cristo.

          Basta una mirada rápida al Antiguo Testamento, para contemplar la obra de Dios, cuando se acerca al corazón del hombre y usa con él de misericordia. Leemos en efecto en el Génesis: “Caín será vengado siete veces, mas Lamek lo será setenta y siete” (Ge 4, 23-24). La misericordia de Dios con el pecador, crece en una progresión de plenitud, que supera siempre la de su maldad, pero sólo con la irrupción del Reino de Dios en Cristo, el corazón del hombre será inundado por el torrente de la misericordia divina que se muestra infinita, mediante la efusión del Espíritu Santo: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22).

          Dice Jesús en el Evangelio: “Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento, le perdonarás” (Lc 17, 3-4). La primera característica del perdón entre hermanos implica el arrepentimiento, porque a la ofensa, ya ha precedido en ambos la misericordia y el perdón de Dios. La misericordia recibida obliga en justicia sea al arrepentimiento que a responder misericordiosamente. Mateo lo resalta fuertemente (Mt 18, 15-17). Él mismo se ha separado del seno de la misericordia que es la comunión de los fieles.

          La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides. ¿Para qué si no, te ha sido dado el Espíritu?

          Cuando alguien se presenta diciendo: perdón, es Dios mismo a través de su gracia quien se presenta en quien se humilla, porque ha sido él quien le ha concedido la gracia de arrepentirse. Cómo rechazar la gracia de conversión que Dios mismo concedió a tu hermano, sin rechazar tanto en ti como en el otro a quien se la concedió. Cómo negar el perdón “siete” veces al día, si otras tantas peca el justo, y necesita él mismo, la misericordia cotidiana de Dios. Hemos escuchado lo que dice el Evangelio al siervo sin entrañas. Pues: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano” (Mt 18, 35), pues Dios a ti te ha perdonado mucho más. Si perdonas las ofensas, no sólo acoges a Dios en tu misericordia, sino que actúas como Dios; realizas las obras de Dios; Dios mismo actúa en ti; das testimonio de su presencia en ti, porque la misericordia es de Dios, y el que es perdonado, recibe el amor de Dios y es evangelizado. Esa es además la voluntad expresa de Dios: “Misericordia quiero” (Mt 9, 13; 12, 7; Os 6,6). El perdón gratuito de Dios es amor y engendra amor. Perdonando, justifica al otro, lo regenera y lo salva destruyendo la muerte y el mal en él.

          Además el perdón de las ofensas es también universal, y no se limita a los hermanos, sino que alcanza a todos, incluso a los enemigos. El amor y el perdón a los enemigos, no requiere de su arrepentimiento previo, pues su corazón no ha sido alcanzado aún por la gracia de la misericordia. Hay que amarlos aun en su obstinación contra nosotros. Negarles el perdón, es apartarse de la filiación divina, y de la misericordia de Dios que nos la adquirió: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial” (Mt 5, 24-25) “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 14-15).

          Así pues, Padre, tú “perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido”.

          Así sea.

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