Sábado 20º del TO
Mt 23, 1-12
El
problema de escribas y fariseos es que cerrados a la fe, prefieren ser amados,
antes que amar; prefieren la estima de los hombres a la comunión con Dios. Por
eso les dirá Jesús: “Como podéis creer vosotros que aceptáis gloria unos de
otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios”. Sin la fe, el amor no
puede estar en su corazón y la Ley desposeída del amor se convierte en una
carga insoportable para sí mismos, y en una exigencia para los demás. Su culto
es perverso y vano, porque no busca la complacencia de Dios sino la suya
propia, y el verdadero culto a Dios es el amor: “¡Misericordia quiero; yo quiero amor!”.
Esta
palabra viene en nuestra ayuda para movernos a buscar al Señor, negándonos a
nosotros mismos mediante la penitencia, y abriéndonos a los demás mediante la
misericordia. Necesitamos abajar nuestro yo, para abrirnos al tú del amor, y en
éste, encontrarnos ante el Yo de Dios.
En
Cristo, Dios va a glorificar su nombre como nunca antes manifestando su amor,
salvando a todos los hombres de la muerte, entregándolo por nuestros pecados y
resucitándolo para nuestra justificación. “Ahora
va a ser glorificado el Hijo del hombre y Dios va a ser glorificado en él.
¡Padre, glorifica tu nombre!” y dijo Dios: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré.” La gloria de Dios es
su entrega, y su complacencia, la entrega del Hijo por nosotros.
Creer
en Jesucristo da gloria a Dios, porque por la fe, el hombre fructifica en el
amor: “La gloria de mi Padre está en que
deis mucho fruto y seáis mis discípulos.” La semejanza de los discípulos
con el Padre, y el Hijo, es el amor, y el amor lo glorifica.
Un
fruto de amor da gloria a Dios, porque el amor es de Dios; es él quien lo ha
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado. El que
no cree, no tiene el amor de Dios en su corazón y está condenado a buscar su
propia gloria, porque no es posible vivir sin amor; pide la vida a las cosas y
a las personas, se sirve de ellas pero no las ama, y nada ni nadie puede dar
vida, sino sólo Dios. El que no cree, no ama y no da gloria a Dios.
Si
por la Eucaristía nos unimos a Cristo en este sacramento de su amor al Padre,
lo glorificamos juntamente con él, haciéndonos uno con su entrega amorosa a su
voluntad.
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