LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA EN ÉFESO
Después de la Ascensión de Jesús al
cielo, la Virgen María vivió en Jerusalén durante un tiempo, y cada día hacía
el recorrido de la Pasión de Cristo, el Vía Crucis, recordando los sufrimientos
de su Hijo por amor nuestro. Cuando la dispersión de los cristianos tras la
muerte de Esteban, san Juan, a quien el Señor confió el cuidado de su Madre, la
llevó a una casa de su propiedad en Éfeso, y allí vivió, sus últimos nueve años
en este mundo, en una colina bellísima llamada de los Ruiseñores, donde hacía
un recorrido hasta la cima, señalando con piedras las estaciones del Vía
Crucis, y pasaba los días con una gran nostalgia del cielo, deseando unirse al
Hijo que había llevado en su seno, y que había sufrido y muerto por nosotros.
Deseaba irse al cielo, pero aceptaba la voluntad del Padre, que en sus últimos
años, le confiaba la misión de sostener a los apóstoles. San Juan la visitaba
frecuentemente y también los otros apóstoles que le contaban cómo iba la
evangelización, con sus dificultades, y ella les consolaba y animaba. Todo esto
está recogido en una narración de san Juan Damasceno, del año 700.
Ante esta tradición, uno se puede
preguntar: ¿Por qué entonces está en Jerusalén la Basílica de la Dormición? ¿Dónde
se habría dormido realmente en el Señor la Virgen María?
La explicación está en una historia
que cuenta que durante estos nueve años, la Virgen María sufría nostalgia por
Jerusalén, y quiso volver allí. En Jerusalén enfermó gravemente, hasta tal
punto que los cristianos viendo que estaba muriendo, le prepararon un sepulcro,
que está ahora en la Basílica de la Dormición, en Jerusalén. Pero después de un
tiempo, la Virgen María recobró las fuerzas y volvió a Éfeso, hasta que el
Señor la llamó. Entonces se reunieron los apóstoles y la enterraron en un
sepulcro que estaba encima de la colina de los Ruiseñores.
San Juan Damasceno hace una
descripción del funeral de la Virgen María diciendo:
«... no hubo un cristiano que no
viniera a llorar junto a su cadáver, como si de la muerte de su propia madre se
tratara.
Su entierro parecía más una procesión
pascual que un funeral. Todos cantaban el Aleluya con la más firme esperanza,
de que ahora tenían una poderosísima Protectora en el cielo para interceder por
cada uno de los discípulos de Jesús.
En el aire se percibía el olor de
suavísimos aromas, y a cada uno le parecía estar escuchando el sonido de una
música armoniosa.
Pero el Apóstol Tomás no había
conseguido llegar a tiempo, y cuando llegó, los hermanos ya habían regresado de
sepultar a la Santísima Madre del Señor.
“Entonces Tomás dijo a Pedro, no me
puedes negar el gran favor de ir al sepulcro de mi amadísima Madre, para dar un
último beso a esas santas manos que tantas veces me bendijeron”.
Pedro aceptó, y se fueron todos hacia
el “Sepulcro”, y cuando ya estaban cerca volvieron a sentir en el ambiente el perfume
de suavísimos aromas y un sonido armonioso de música en el aire.
Abrieron entonces el sepulcro, y en
lugar del cuerpo de la Virgen, encontraron solamente una gran cantidad de
hermosas flores. Jesucristo había venido, había resucitado a su Madre Santísima
y la había llevado al cielo.
Esto es lo que llamamos la Asunción de
la Virgen.
¿Y quién de nosotros, si tuviera el
poder del Hijo de Dios, no hubiera hecho lo mismo con su propia Madre?».
(Esta
narración está basada en las revelaciones hechas a la beata Ana Catalina
Emmerik, descritas en el libro de DONALD CARROLL: “La casa di Maria”. Editrice
Paoline, 2008).
www.jesusbayarri.com
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