Domingo 18º del TO B

 Domingo 18º del TO B 

Ex 16, 2-4.12-15; Ef 4, 17, 20-24; Jn 6, 24-35 

Queridos hermanos: 

          Una vez más, la palabra hace alusión a la Eucaristía a través de figuras como el maná, alimento mesiánico, el pan del cielo, el pan de Dios, o el pan de vida eterna. Hay una dialéctica profunda en toda existencia humana, entre el ansia insaciable de su corazón, de la que el hambre y la sed son figura, y su plena y definitiva saciedad que llamamos felicidad, bienaventuranza o vida eterna, y que sólo es alcanzable en Cristo y de forma sacramental en la Eucaristía: “El que come mi carne tiene vida eterna.”

          Como dice el Eclesiástico (Eclo 24, 21), la sabiduría no sacia, porque impulsa a la plenitud que es Cristo, por lo que Cristo dirá: “Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados” (eternamente), y también: “¡Ay! de los hartos, porque tendréis hambre (eternamente). El encuentro con la Sabiduría nos hace pobres de espíritu y necesitados de salvación, haciéndonos tender a Cristo hasta encontrarlo.   

          Los judíos quieren ver signos que se les impongan pero no están dispuestos a creer. Cristo, de hecho, realiza señales anunciadas en las Escrituras, que testifican su misión, pero que no responden a sus erróneas expectativas respecto al Mesías, en las que no tienen cabida ni la conversión de su corazón a Dios, ni una llamada universal a la salvación que relativice sus privilegios como pueblo elegido, siendo ajeno por completo a la misericordia divina, explícita ya en las promesas hechas a Abrahán: “En tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra.”

          En efecto, Israel responde a Cristo: “Señor, danos siempre de ese pan”, pero es necesaria la fe, para pasar después al banquete del Pan de la Vida. Los gentiles dicen por boca de la samaritana: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed», pero deberán también primero recibir la fe, para recibir después el agua del bautismo.

          Dios mandó un pan en el desierto con el que se nutrió durante cuarenta días el profeta Elías, como en otro tiempo Moisés, pero todo pan nutre la vida del hombre por un tiempo y después perece; Dios les dio el maná a los israelitas durante cuarenta años, y murieron unos en el desierto y otros en la tierra prometida. Dios dio a Abrahán la Promesa, y la Ley cuatrocientos años después a Israel, pero siguieron muriendo, saciados solamente en esperanza. Nosotros no sólo somos llamados a la esperanza, sino a recibir al Esperado de todos los tiempos; al Prometido a los patriarcas y al anunciado por los profetas. Sólo en Cristo nos es anunciado un pan de vida eterna que sacia y no se corrompe. A este banquete mesiánico somos hoy invitados por Cristo para que recibamos vida en su nombre. El pan de la vida divina en nosotros, al saciarnos, nos constituye en pan que se entrega.   

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 17º del TO B

 Domingo 17º del TO B

(2R 4, 42-44; Ef 4, 1-6; Jn 6, 1-15) 

Queridos hermanos: 

          El Evangelio de hoy, está en el trasfondo eucarístico de la Pascua. El alimento que trae “el profeta” para saciar al hombre, partiendo de la pobreza humana, sobre la que es pronunciada una palabra del Señor que la hace fruto inagotable de evangelización, primero para Israel y después para las naciones.

          Estos son los signos que quisiéramos ver a nuestros pastores y a nuestros gobernantes. A Cristo, quisieron hacerlo rey por este signo, pero él no lo hizo para solucionar el problema del hambre, sino por compasión y como signo de su misión mesiánica de saciar profundamente el corazón del hombre.

          No fueron los 20 panes de Eliseo ni los 5 de Cristo los que saciaron, sino la palabra del Señor pronunciada sobre ellos; la acción de gracias de Cristo mismo con su Pascua, a la que somos invitados por la fe y el bautismo. Llamada a formar un solo pueblo, un solo cuerpo de Cristo en la Eucaristía.

          Cristo es el pan del cielo, que no cae como el maná, sino que se encarna en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia sacia al hombre generación tras generación en su inagotable sobreabundancia de vida y de gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no mueran.

          La Eucaristía nos incorpora a la Pascua de Cristo, que como Alianza eterna, nos alcanza y nos une en sí mismo al Padre. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es “la meta y la esperanza en la vocación a la que hemos sido convocados” como dice la segunda lectura. La Eucaristía injerta nuestro tiempo en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad en su vida perdurable; nuestra carne en la comunión de su Espíritu.

          ¿Realmente hemos sido saciados por Cristo? ¿Sobreabunda en nosotros su gracia, para ser capaces de saciar a esta generación con el pan bajado del cielo que es Cristo? 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 16º del TO

 Viernes  16º del TO

Mt  13, 18-23 

Queridos hermanos: 

La palabra hace referencia a aquello de “tener ojos para ver, oídos para oír y corazón para comprender”. Hay un combate entre la fuerza del Evangelio y las dificultades que le oponen la dureza de nuestro corazón y la seducción del mal, para fructificar. A la dureza del corazón, se unen los obstáculos del ambiente, el ardor de las pasiones, la seducción de la carne, el mundo, y las riquezas.

En definitiva, nuestra naturaleza caída (la concupiscencia), a fuerza de ofrecer resistencia a la acción sobrenatural de la gracia, ha quedado indispuesta para la conversión, y necesita un suplemento de ayuda, “una gracia especial” que hay que impetrar, una nueva acción gratuita de Dios que abra el corazón humano a la omnipotencia de su misericordia. Hace falta, en fin, acoger el “año de gracia del Señor”, el tiempo favorable que nos llega con Cristo, por medio del Evangelio. Después seguirá siendo necesario un constante: cuidado, vigilancia  y atención, como si del cultivo de un campo se tratara. Dios es el agricultor, por lo que necesitamos estar unidos a él. Recordemos aquello de “La Imitación de Cristo”: “Temo al Dios que pasa.”

Velad y orad; esforzaos por entrar por la puerta estrecha; permanecer en mi amor; el que persevere hasta el fin, se salvará; el Reino de los cielos sufre violencia, y sólo los que se hacen violencia a sí mismos, a su carne, lo arrebatan. Como dijo el Señor a Conchita, la beata mejicana: “Hay gracias especiales que se compran con el dolor”. Estas palabras del Evangelio no contradicen en absoluto la gratuidad de la salvación de Cristo, pero son necesarias para que se realice en nosotros con nuestra adhesión libre y voluntaria: “Por qué me llamáis Señor, Señor y no hacéis lo que digo”.

Estas palabras nos recuerdan la necesidad del combate inherente a la vida cristiana, para el cual hemos recibido gratuitamente el Espíritu Santo, sin el cual es imposible dar el fruto del amor, necesario para alimentar al mundo. Unos con treinta, otros con sesenta y algunos con ciento. 

Que así sea.

 

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Domingo 16º del TO B

 Domingo 16º del TO B 

Jer 23, 1-6; Ef 2, 13-18; Mc 6, 30-34 

Queridos hermanos: 

          Como nos muestra el Evangelio, todo tiene su tiempo: Su tiempo el trabajo y su tiempo el descanso. Así lo ha querido el Señor dándonos esta realidad corporal, que arrastra las debilidades de una carne sometida a las consecuencias del pecado (Ge 3,17), con la esperanza de su glorificación y el auxilio de la bondad divina en este destierro. El Señor educa a sus discípulos que serán también pastores en su nombre, enseñándoles a sacrificar incluso su descanso, para compadecerse de quienes careciendo de todo: “vejados y abatidos” acudan a ellos. Sólo el amor hace posible el don sin medida y el verdadero descanso: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo” dirá Jesús. Dios descansa de crear el mundo, pero no de gobernarlo con amor, y de renovarlo cada día con su misericordia. En el amor, trabajo y descanso no son incompatibles.

          Dios quiere siempre el bien para su pueblo; provee a sus necesidades y lo defiende de los peligros como hace un pastor con sus ovejas. Dios suscita para esta misión pastores, que cuiden en su nombre a sus ovejas, y si las descuidan y son atacadas por el lobo, les pide cuentas y los sustituye. Cuando los pastores fallan, Dios dice: “Yo mismo apacentaré a mis ovejas” (Ez 34, 15).

          Hoy el Señor nos mira con amor y se compadece de aquellos de nosotros que andemos como ovejas sin pastor, a merced de tantos lobos que buscan nuestro mal, y nos dispersan con sus embustes, y nos llama para que acudamos a Cristo. Cristo es el buen pastor que Dios ha suscitado para arrancar sus ovejas del maligno. Quien se une a Cristo, está a salvo de todo mal. Quien escucha al diablo, se deja seducir por las ideologías y los falsos profetas del mundo, a través de los medios de comunicación, de las sectas, de brujos y adivinos, que en nombre de la libertad, el bienestar, la cultura, y la ciencia, no son sino heraldos de Satanás que engañan y pervierten a cuantos andan dispersos y a merced de sus pasiones, haciéndolos  caer en toda clase de trampas.

          La Iglesia tiene la Verdad del amor de Dios con la que nos pastorea en Cristo, dándonos los buenos pastos de su palabra, y el Espíritu Santo; él es el verdadero profeta a quien hay que escuchar para vivir; nuestro guía que nos congrega, nos conduce y nos defiende: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados; tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis descanso para vosotros; y encontraréis reposo para vuestras almas”.

          Cumpliendo en su carne la Ley, como dice la segunda lectura, Cristo, anula las  prescripciones desfavorables que nos condenaban, introduciéndonos en el verdadero descanso. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 15º del TO B

 Domingo 15º del TO B 

(Am 7, 12-15; Ef 1, 3-14; Mc 6, 7-13) 

Queridos hermanos: 

          En esta Eucaristía el Señor nos presenta la misión. Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión, que se va perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la fe, al amor y a la bienaventuranza, lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento, pero hay también distintas funciones como ocurre con los distintos miembros del cuerpo, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, y que son prioritarias en la vida del que es llamado.

          Amós es llamado y enviado sin ser profeta, porque es la misión la que hace al misionero. Nosotros somos llamados por Cristo a llevar a cabo “la obra de Dios” para saciar la sed de Cristo que es la salvación de los hombres. Esta salvación debe ser encarnada por testigos elegidos por Dios desde antes de la creación del mundo, como dice la segunda lectura siendo santos por el amor.

          Dios quiere hacerse presente en el mundo a través de sus enviados, para que el hombre no ponga su seguridad en sí mismo sino en él. Constantemente envía profetas, y da dones y carismas que purifiquen a su pueblo, haciéndole volver a sí, y no quedarse en las cosas, en las instituciones o en las personas. En estos últimos tiempos, en los que la muerte va a ser destruida para siempre, Cristo envía a los anunciadores del Reino, preparando el “año de gracia del Señor”.

          El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y en consecuencia al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las solas fuerzas. Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que constituye la primera explicitación de la llamada libre de Dios.

          Cristo, es enviado a Israel como “señal de contradicción”. Lo acojan o no, Dios habla a su pueblo a través de su enviado. Por su misericordia, Dios ayuda al hombre a replantearse su posición ante él, y así le da la posibilidad de convertirse y vivir. 

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 14º del TO B

 Domingo 14º del TO B

(Ez 2, 2-5; 2Co 12, 7-10; Mc 6, 1-6) 

Queridos hermanos: 

          Dios ha querido siempre manifestarse a través de sus enviados, hombres a los que inspira por medio de su Espíritu, hasta que en Cristo, su presencia en el hombre se hace total y definitiva por medio de su Hijo.

          Es Dios quien elige cómo, cuándo, y a través de quién, desea manifestarse. Elige, fortalece y envía: «Quien os acoge, me acoge a mí, y quien me acoge a mí acoge a aquel que me ha enviado.»

   Dios, ante las necesidades concretas de su Iglesia, suscita dones y carismas que la edifiquen y la purifiquen; y aunque las normas y las instituciones eclesiales son obra suya, llama y envía en ocasiones a un irregular en su nombre como hacía con los profetas. En toda la historia de la Iglesia se da esta dialéctica entre Institución y Carisma, como se dio también en el Antiguo Testamento: Moisés y Aarón, luego Pedro y Pablo. El paradigma, es una vez más Cristo, a quien Dios suscita del pueblo, sin pertenecer a la casta sacerdotal ni a la jerarquía: “El hijo del carpintero”; el hijo de María.

          La jerarquía tiene la responsabilidad de acoger, después de discernir, los dones y carismas de Dios, por lo que necesita estar siempre vigilante y en comunión con la voluntad de Dios. San Lucas en su Evangelio nos presenta un ejemplo de esta responsabilidad, cuando dice que los fariseos y legistas, al no acoger el bautismo de Juan, frustraron el plan de Dios sobre ellos. (cf. Lc 7, 30).)

          También en la encarnación del Hijo de Dios en la debilidad humana, al pueblo le cuesta aceptar a su enviado; se escandaliza mostrándose duro de corazón. Estamos dispuestos a ser deslumbrados por el poder de Dios, pero no a que venga envuelto en la fragilidad humana. En el mundo se dice: Cristo si, pero la Iglesia, no. El problema de la encarnación golpea el orgullo humano que, se resiste a humillarse ante otro hombre. Pretendemos que Dios se nos imponga con su poder o autoridad, pero Dios es fiel al don de la libertad que se nos ha dado para que le amemos.

          También el enviado, como san Pablo, se queja de tener que cargar con su debilidad en la misión, porque se le relativizan sus dones. Dios es grande en la debilidad humana. Eso debe bastarle. Así la fe brilla en la libertad y en la humildad del hombre, sin que Dios se le imponga con su poder.

          Para dar el salto a la fe, el hombre debe responder a la pregunta del Evangelio: «¿De dónde le viene esto?», pero eso, supone reconocer la presencia de Dios en alguien, y por tanto obedecerle, por lo que con frecuencia, el hombre se niega a responder a la pregunta. Al quedar al margen de la fe, el poder de Dios queda frustrado en Jesús por nuestra libertad, como dice el Evangelio: «Y no podía hacer allí ningún milagro».

          El profeta hace presente a Dios, y a los que están fuera de su voluntad, les recuerda su desvarío tan sólo con su presencia. Si se obstinan en su maldad, tendrán que responder ante Dios, pero también se les ofrece la gracia de arrepentirse y vivir.

          Cristo con su presencia hace presente la misericordia de Dios y su juicio como dijo Simeón: « Este está puesto para caída y elevación de muchos; señal de contradicción ».

          Hoy somos invitados a este sacrificio, sacramento de nuestra fe, que es vida eterna para los que apoyan su vida en Dios. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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