Séptimo día de la octava de Navidad

 Séptimo día de la octava de Navidad

1Jn 2, 18-21; Jn 1, 1-18

 Queridos hermanos:

           De la misma manera que la cruz se hace presente ya desde el pesebre del Señor, como mesías ignorado, también la contradicción    la persecución será constante en su vida y en la de sus discípulos, tal como anunciara Simeón, perpetuándose generación tras generación por la acción satánica del Anticristo, que Mateo evidenciará en la figura de Herodes, como una de las continuas encarnaciones diabólicas a lo largo de la historia, y que según Juan, nos hacen comprender que nos encontramos en la hora final.

          El Evangelio de Juan nos presenta también en su prólogo la acción misericordiosa de Dios a la que el hombre debe adherirse en este mundo, por la fe, para alcanzar la plenitud en su diseño amoroso. La tensión se centra ahora entre la luz y la oscuridad, la mentira, y la Verdad que se ha encarnado para deshacer las obras del mentiroso y padre de la mentira.

Dios ha manifestado su gloria en la creación a través de su Palabra, y ahora, haciendo una nueva creación, a través de su Verbo encarnado, lleno de gracia y de verdad; lleno de misericordia y amor. Allí donde el mentiroso y padre de la mentira engaño al hombre negándole el amor de Dios, el Hijo Unigénito que está en el seno del Padre, nos lo ha testificado. Porque: “A Dios nadie le ha visto jamás: pero el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él, lo ha contado.

          Este es el anuncio de los ángeles en Belén: La gloria de Dios que está en el cielo, es el amor de Dios por todos los hombres, que quiere complacerse en ellos para darles la Paz. Y gracia sobre gracia. Perdón sobre perdón, y misericordia sobre misericordia.

           Dios nos ama porque es amor, a pesar de que nosotros nos merezcamos muy a menudo, su rechazo por nuestros pecados. Y ¿por qué no lo ha hecho? Porque su Hijo, en sintonía total con el Padre, ha dicho: ¡No!, ¡mándame a mí! He aquí el amor de Cristo, que hace exclamar al Padre: “¡Este es mi Hijo amado en quien me complazco!”; y nos lo ha entregado hecho hombre. Y hemos hecho con él cuanto hemos querido; clavándolo en una cruz; y él nos ha disculpado; y el Padre nos ha perdonado, resucitándolo de la muerte. He aquí el amor del Padre.

          Olvidar este amor es nuestra ingratitud. Despreciar este amor es nuestra perversión. Rechazar este amor es nuestra necedad, nuestra maldad y nuestro pecado. Sólo cuando reconozcamos profundamente, tanto nuestra maldad, como el amor de Dios, nos convertiremos de corazón, acogeremos su misericordia encarnada en Cristo Jesús, seremos resucitados de la muerte y recibiremos la Paz que nos trae Cristo con su Reino.

          Fortalecidos por su Espíritu, bendigamos al Señor que se nos ha manifestado salvador y redentor nuestro, testificándolo con nuestra vida. 

          Que así sea.

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La Sagrada Familia A

 La Sagrada Familia

(Eclo 3, 3-7.14-17; Col 3, 12-21; o bien, 1S 1, 20-22.24-28; 1Jn 3, 1-2.21-24;

A: Mt 2, 13-15.19-23; B: Lc 2, 22-40; C: Lc 2, 41-52).

 Queridos hermanos: 

Celebramos la fiesta de La Sagrada Familia, que en el trasfondo de la alegría anunciada por los ángeles, propia de la Navidad, y que lo será para todo el pueblo, destaca la cruz de la misión a la que es llamada en el Hijo que guarda en su seno.

La Sagrada Familia, que ha sido constituida por Dios, vive en castidad perfecta la unión virginal de María y José, está sujeta incondicionalmente a la voluntad de Dios, llevando a cabo su plan de salvación, haciendo crecer en su seno a Cristo, Palabra y Gracia de Dios, hasta la estatura adulta de su entrega en la cruz para la redención de los hombres, y permanece unida en medio de las dificultades de la vida, muchas y graves, que Dios ha permitido para ella. Dios ha querido realizar en ella un modelo de fe, en cuanto a la entrega fecunda y a la renuncia personal de los esposos en favor del Hijo, que vivirá sujeto a ellos. Modelo, por tanto, de amor esponsal en perfecta castidad, llevado a su plenitud por la presencia en cada uno de ellos del Espíritu Santo, en una vida de “humildad, sencillez y alabanza”.

Dios ha querido que nuestro Redentor fuera verdadero hombre y en consecuencia tuviera una verdadera familia y una historia humana en la que fuera preparada y realizada su misión de salvación. Esto debe cuestionarnos en nuestras expectativas respecto de nuestra familia y de nuestra vida, en la que tantas veces nos escandaliza la aparición de acontecimientos que se nos antojan adversos, precisamente porque no los contemplamos bajo el prisma de la fe, que ilumina su sentido último y trascendente en relación a la llamada de Dios. Si la misión de Cristo implicaba su oblación total, tendremos luz para comprender el sentido del sufrimiento, que lo acompañará siempre y con el que será preparado junto con su familia: “Experta en el sufrir” como la llama un himno litúrgico. 

Si bien, Dios, preserva la misión de su Hijo, no le evita los trabajos y sufrimientos que implica su auténtica redención, por la que se hizo hombre verdadero. “Era necesario que el Cristo padeciera”. Todo lo que implicaba la auténtica encarnación de Cristo, requería que fuera tal su familia. Las gracias necesarias que se les concedieron, no disminuyeron en nada su condición de familia humana. Su santidad, ilumina aquella a la que somos llamados como familia en Cristo.

La santidad de Dios, fue el motivo y la causa de la llamada a la santidad que hizo Dios a su pueblo: “Sed, pues, santos porque yo soy santo.” San Pablo dirá que para eso hemos sido elegidos en Cristo antes de la creación del mundo: “Para ser santos e inmaculados en el amor.” Por eso la santidad no es algo abstracto, sino en relación al amor: Sed santos con los demás como yo soy santo con vosotros.

La palabra nos ilumina la disposición total de la Sagrada Familia a la misión y sus consecuencias, y por tanto a la voluntad de Dios. Al interno, esto se traduce en relaciones de amor entre sus miembros: cónyuges, padres e hijos, que no se miran a sí mismos, sino al bien del otro, como vemos en las lecturas. José, el menor en dignidad, será cabeza, y Jesús, el mayor, estará sujeto a ellos. San Pablo habla de que el marido es cabeza de la mujer, y vemos que en el Evangelio, Dios dice a José y no a María lo que debe hacer la familia de su Hijo. Mientras su pueblo ignora y persigue a Cristo, será Egipto quien lo acoja y lo guarde de sus enemigos como ocurrió con José. Sólo entonces: “De Egipto llamé a mi Hijo”, el nuevo y verdadero Israel. : “Familia en misión, Trinidad en misión”.                                                                                                                                             (Juan Pablo II, en 1988).

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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La Natividad del Señor

 La Natividad del Señor

Misa vespertina: Is 62, 1-5; Hch 13, 16-17. 22-25; Mt 1, 1-25

Misa de Medianoche: Is 9, 1-6; Tt 2, 11-14; Lc 2, 1-14.

Misa de la Aurora: Is 62, 11-12; Tt 3, 4-7; Lc 2, 15-20.

Misa del Día: Is 52, 7-10; Hb 1, 1-6; Jn 1, 1-18. 

Queridos hermanos: 

          Gran misterio el de esta fiesta, en la que el Hijo de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, venido del cielo al seno de la Virgen María, se dignó nacer entre nosotros. La salvación se hace luminosa en la conmemoración de su Nacimiento, como es esplendorosa en la Pascua, que celebramos; disipadas las tinieblas y las sombras de la muerte, brilla la luz de Dios en Belén, la “casa del pan” y se manifiesta como vino nuevo en Caná. Pan y vino, Pascua y bodas, Dios y hombre verdadero: “pan vivo bajado del cielo (Jn 6, 41)”.

          El Señor se desposa con su pueblo, que será la humanidad entera que él asumirá en un cuerpo mortal: “me has dado un cuerpo para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10, 5-7). Ya el pesebre anuncia simbólicamente el Misterio de Pascua del Señor en que la humanidad asumida deberá ser redimida entrando en la muerte de cruz. El gozo del amor tendrá que pasar por la angustia mortal; será un paso, una pascua a la victoria definitiva, en la que Jerusalén recibirá su nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor, anunciando su triunfo definitivo: “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.”

          La elección de la que habla el libro de los Hechos y su plenitud en el reino de David, se cumplen en Cristo, definitivamente rey como atestigua el Evangelio. El llamado “Hijo de David”, será el “Dios con nosotros”, Jesús, que salvará a su pueblo de sus pecados. Dios, rey, salvador y Redentor, un niño nos ha nacido, el Hijo, se nos ha dado.

          Con la venida de Cristo, el hombre ha visto a Dios, trayendo la vida nueva, para establecerlo en su nueva dignidad de hijo de Dios, e introducirlo en la vida eterna, liberando a la humanidad de la vieja esclavitud del pecado y de la muerte.

          La Navidad está, pues, unida inseparablemente al misterio pascual de la muerte y de la resurrección de Cristo, misterio de la salvación humana. No es sólo un gozoso recuerdo de la venida de Cristo que trae la paz y la fraternidad entre los hombres; la Iglesia ve esta fiesta en relación estrecha con su futura muerte y resurrección, y a Jesús recostado en el pesebre se le aclama ya en la liturgia como el Redentor.

          Celebrar la Pascua en Navidad, significa expresar con la vida, la nueva realidad de asemejarse al Hijo de Dios, de abrirse a la acción de la gracia, de buscar las cosas de arriba, y de crecer en el amor fraterno. Alabamos a Dios, porque en estos tiempos que son los últimos, nos ha hablado por medio de su Hijo, asumiendo las fatigas de una vida nueva.

          (Cf. I Padri Vivi, en la fiesta de Navidad. Ed. Citta Nuova pp. 35 y 36.)

          Como el emperador Cesar Augusto mandó a sus mensajeros anunciando el censo, así el verdadero Emperador manda a los suyos a realizar el padrón de la fe y su registro en el libro de la vida. Cuando un ángel anunció a los pastores la Buena Nueva, se le unieron multitud de ángeles diciendo: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres, porque el Señor los ama”. Así es también la alegría celeste cuando un discípulo la anuncia a sus hermanos.

                    (Cf. Anónimo del siglo IX. Hom. 2, 1-4. I Padri Vivi pp. 40 y 41.)

          Si Cristo, engendrado por el Espíritu Santo, concebido en el seno de María por la acogida de la palabra del Señor, fue dado a luz, nació de la Virgen y realizó su obra de salvación, también nosotros podemos concebir a Cristo, engendrado en nosotros por el Espíritu Santo, mediante la fe y gestarlo en la fidelidad, de forma que nazca de nosotros, siendo visible a través de las obras de su amor, que el Espíritu Santo derrama en el corazón de todo el que cree. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Feria del 24 de diciembre

 Feria del 24 de diciembre  

2S 7, 1.5.8b-12.14.16; Lc 1, 67-79. 

Queridos hermanos: 

          En esta inminencia de la Encarnación, estas palabras de Lucas, aplicadas a Zacarías, hacen un canto a la misericordia y la fidelidad de Dios, recorriendo desde un presente lleno de gratitud las promesas del pasado, y proyectándolas a su futuro cumplimiento, que se hace inminente con la llegada del precursor, llamado a clausurar las expectativas proféticas de la salvación. Natán y Elías reclaman su protagonismo en el acontecimiento gozoso en el que han sido envueltos por el Espíritu del Señor.

          Al hombre que gime en medio de las tinieblas de la muerte le llega la luz de Dios; una estrella rasga el lejano firmamento y se acerca; el temor consecuencia de la muerte del pecado se desvanece por la paz del perdón; se anuncia a todos los pueblos el cumplimiento de su ignorada adopción filial, pero revelada ahora como misterio amoroso de Dios. Surge la estrella que ilumina el cielo y embellece el firmamento; florece la sequedad del desierto en una primavera eterna con la presencia del Señor.  

          La voz presagia a la Palabra rompiendo el silencio antiguo de la incredulidad; los oídos se destapan y los ojos se abren. Dios es favorable, y los corazones empedernidos se reblandecen por la gratuidad del amor.

          ¡Ven, señor! 

          Que así sea.

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Domingo 4º de Adviento A

 Domingo 4º de Adviento A  

(Is 7, 10-14; Rm 1, 1-7; Mt 1, 18-24) 

Queridos hermanos: 

Nos preparamos a contemplar el misterio del nacimiento de Cristo, ante el cual, Dios anuncia a Israel una señal de salvación en lo más alto (será Dios) y en lo más profundo (será hombre): el Cristo será Dios y hombre, y su nombre indica su misión salvadora de perdón de los pecados. La humanidad de Cristo es engendrada en el seno de la Virgen María, como lo fue su divinidad en el seno del Padre. Verdadero hijo de Dios en sus dos naturalezas y verdadero hijo de María, engendrado en ella por Dios en su perfecta humanidad.

          En orden a nosotros, Cristo se nos presenta hoy, como Emmanuel, y Jesús; prójimo y salvador nuestro. Dios cercano y misericordioso, evangelio de Dios. Se conmueven el cielo y la tierra por el cumplimiento y la manifestación del misterio escondido del amor de Dios que ahora se manifiesta. Dios se une inseparablemente a nosotros en Cristo; su alianza de amor es eterna, y a ella somos llamados por la fe, mediante el (Kerigma) anuncio del Evangelio.

Toda paternidad procede de Dios de quien toma origen toda vida, y es Él, quien la participa a los hombres para el cumplimiento de una misión. La paternidad biológica no agota el contenido de la “paternidad”, ni puede arrogarse la exclusividad en su significado. En la misión de reconocer, nombrar, nutrir, educar, y proteger a los hijos, la paternidad biológica se completa y llega a ser realmente tal. San José es investido por Dios como padre de Cristo, en todo, salvo en su generación, a través del anuncio del ángel; e imponiendo el nombre a Cristo, proveyendo a lo necesario para su maduración humana, educándolo en la fe y el conocimiento de las Escrituras, y rodeándolo de los cuidados necesarios, ha ejercido realmente la paternidad que le fue confiada.

Su misión concluirá solamente, cuando el niño Jesús reconozca a Dios como su Padre: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» A partir de este momento, José desaparece definitivamente de la Escritura. Pero antes de que le fuera confiada su misión, José tuvo que pasar la prueba de la fe como Abrahán, como Israel, y como Cristo mismo ante la cruz. José tiene su porción de “Moria” y de “Getsemaní”, en la angustia ante un acontecimiento que no puede resolver con su razón, si no sólo apoyándose en Dios, y ante el que debe decidir; sólo entonces, Dios proveerá el cordero para él, como para Abrahán, y abrirá para él el mar, como para Israel: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.»  

A nosotros también se nos confía por la fe en Cristo, una maternidad, una fraternidad, y en cierto sentido, también una paternidad que ejercer en bien de aquellos que nos son encomendados. También nosotros tendremos nuestra prueba purificadora de la fe ante la misión, porque: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío.» «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.»

Mientras contemplamos hoy el nacimiento de Cristo, celebramos ya su salvación y su entrega por nosotros en el memorial de la Pascua que es la Eucaristía. Anunciamos su muerte y proclamamos su resurrección, mientras esperamos su venida gloriosa. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Primera feria mayor de Adviento "Oh Sabiduría"

 Primera feria mayor de Adviento, “Oh Sabiduría”

(Ge 49, 2.8-10; Mt 1, 1-17) 

Queridos hermanos: 

          Comenzamos hoy estas ferias mayores de Adviento con las que nos preparamos para acoger a Cristo. En el Evangelio de hoy, contemplamos la presentación del Mesías que hace san Mateo, mostrándonos a Jesús, Hijo de David, situándolo en la Historia de la Salvación como cumplimiento y meta de Israel. Cristo es verdaderamente hombre y en él, se cumplen las bendiciones de Jacob, a Judá de las que habla la primera lectura, y también todas las promesas desde el comienzo de la fe con Abrahán, en quien serán bendecidas todas las naciones, en el Hijo de David, cuyo reino durará para siempre; él es el objeto de todas las profecías y esperanzas de Israel y de la humanidad entera.  

El Mesías, será llamado “Hijo de David”, de quien recibirá el reconocimiento como Señor (Mt 22,45). En su genealogía, Mateo habla de tres grupos de 14 generaciones, como ratificación a lo largo de la historia, de la ascendencia mesiánica de Cristo, según la profecía de Natán: David, David, David. El número 14, es la gematría del nombre de David (Dvd): Dálet, vau, dálet, 4+6+4), que es repetido tres veces en la genealogía.

           Este Jesús es, la “descendencia de la mujer”, “el que aplastará la cabeza de la serpiente”, la “estrella que surge de Jacob”, “el león de Judá”, “aquel a quien pertenece el bastón de mando y a quien rendirán homenaje las naciones”, sabiduría, justicia, santificación y redención nuestra, que nos presenta, Mateo, y ante quien hay que tomar posiciones: por él, o contra él. No hay opción más ineludible y trascendente en la historia humana, como dirá Jesús: “El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo, desparrama”.

          La Eucaristía nos renueva en la respuesta a Dios que nos presentó a su Hijo en Jesucristo, para que lo acogiésemos como nuestro Señor y salvador. Comamos su cuerpo, bebamos su sangre, hagámonos un espíritu con él y recibamos vida eterna, de forma que donde él esté, estemos también nosotros. 

          Que así sea.

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Viernes 3º de Adviento

 Viernes 3º de Adviento

(Is 56, 1-3ª.6-8; Jn 5, 33-36) 

Queridos hermanos: 

          La palabra de hoy nos amaestra con la consideración de la importancia del testimonio, cuyo origen es la Verdad de Dios, su Palabra, que como la lluvia baja del cielo, y no regresa a él de vacío, sino después de haber empapado y fecundado la tierra, haciéndola germinar, para dar semilla al sembrador y pan al que come.

          El Espíritu da testimonio a Juan, acerca de Cristo, posándose y quedándose sobre él como una paloma. Juan recibe el testimonio del Espíritu, que le lleva a testificar a Cristo como enviado del Padre, y el Padre testifica al Hijo como su elegido, en quien se complace, y a quien debemos escuchar, enviando sobre él, al Espíritu. Cristo, a su vez, da testimonio del Padre, que le concede hacer las obras que realiza, y ambos, con su amor, hacen presente al Espíritu.

          Se acerca la salvación de Dios, y Dios se hace propicio a quienes lo invocan, sean del pueblo que sean, y lo invoquen desde cualquier lugar, desde los cuatro vientos y hasta los confines de la tierra. Ya no se requiere un lugar específico para adorar al Padre, porque los verdaderos adoradores que el Padre quiere, lo adorarán en Espíritu y en Verdad, en su corazón, y con la cualidad interior con la que se rinde el verdadero culto a Dios, que es el amor:

          El nuevo templo será pues, el corazón humano, en el que Cristo, con su presencia, y por la fe, ha edificado su morada para el Padre y para el Hijo. En este amor reconocerán todos a los discípulos de Cristo, que por la presencia en ellos del Espíritu, son uno, con la unidad del Padre y del Hijo.  Es con este amor, con el que los discípulos testifican el amor del Padre, la redención y la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo, para que el mundo crea y se salve. 

          Que así sea.

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Jueves 3º de Adviento

 Jueves 3º de Adviento

Is 54, 1-10; Lc 7, 24-30 

Queridos hermanos: 

          El Evangelio nos presenta el testimonio que da Cristo, de Juan Bautista: Más que un profeta; el mayor entre los nacidos de mujer; Elías. El amigo del novio. La voz, que no ha dado testimonio de sí mismo, sino de Cristo.

Diciendo estas cosas de Juan, en realidad, Cristo, quiere hacernos comprender la grandeza de la obra que quiere realizar en nosotros, haciéndonos hijos del Reino, y por eso añade que: “El menor en el Reino de los cielos es mayor que Juan”, porque por la fe y el bautismo, al creyente se le aplican los méritos de Cristo, y recibiendo el Espíritu Santo, es constituido hijo de Dios. Mientras tanto, Juan tendrá que esperar con todos los justos, hasta que con su muerte, Cristo, abra los cielos, dándoles acceso al Reino de Dios, y pueda también Juan, entrar en él, superando así su grandeza anterior, anunciada por el ángel a Zacarías:

 “Isabel, tu mujer, te dará un hijo, a quien pondrás por nombre Juan; será para ti gozo y alegría y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; no beberá vino ni licor; estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre, y  convertirá al Señor su Dios a muchos de los hijos de Israel e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, mediante la conversión, y a los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.”

Es Dios quien llama a su pueblo a la unión amorosa con él y le conduce al desierto lo mismo que a Moisés, a Elías, y a Juan Bautista. El camino del Señor, queda preparado en aquel que acogiendo a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, y sometiéndose a su bautismo, acepta la conversión. Juan Bautista, da testimonio de Cristo por última vez. Sus palabras, expresan su pequeñez en relación a Cristo. De quien primero había dicho no considerarse digno de desatar sus sandalias, ahora reconoce, que si a él siendo terreno Dios le inspira promesas de vida, en Cristo vive Dios mismo; él, es el Cielo, en cuyas manos Dios ha puesto todo.

La gracia que lleva en sí esta Palabra, abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. Creerla, es entrar en comunión con Dios, en su amistad, y recibir su Espíritu de vida eterna. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, y su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10). Rechazando a Juan, aquellos saduceos, escribas y fariseos, frustraron el plan de Dios sobre ellos, (Lc 7, 30) porque, de hecho, es a Dios a quien rechazaron en su enviado. Resistirse a aceptar su testimonio, es frustrar la voluntad salvadora de Dios, que gratuitamente se ofrece a quienes por el pecado, estaban bajo su ira (Jn 3, 36).  

Ahora, reconciliados con Dios, en Cristo, nos unimos a él en la eucaristía, agradeciéndole el don de la fe.

 

Que así sea.

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Miércoles 3º de Adviento

 Miércoles 3º de Adviento 

Is 45, 6-8.18.21-25; Lc 7, 19-23 

Queridos hermanos: 

Cristo define su misión como el anuncio de la Buena Noticia y la proclamación del “año de gracia” del Señor. Viene a encarnar lo más profundo de la esencia divina; las entrañas de su misericordia. Juan, en cambio, debe preparar su acogida llamando a la conversión y a la penitencia con la severidad de la ley, y comprendiendo que su vida y su misión están llegando a su fin, se asegura de que sus discípulos acudan a Cristo, y escuchando de su boca la Buena Nueva del Reino, y contemplando sus obras, reconozcan al Enviado del Señor, se adhieran a él y sean incorporados a la comunidad del Mesías.

 Cristo les invita a discernir si sus obras responden con las expectativas mesiánicas de las Escrituras, que no son sólo una justicia humana, el juicio y la venganza de los opresores que el pueblo espera, sino también el “año de gracia del Señor” y el tiempo de la misericordia.

También nosotros nos formamos proyecciones sobre Dios, en virtud de nuestra concepción de cosas que nos sobrepasan, y    pretendemos que Dios responda a nuestras expectativas ajustándose a nuestros conceptos. En consecuencia, Dios nos sorprende siempre y nos llama a convertirnos a él y a seguir sus caminos que aventajan a los nuestros como el cielo a la tierra, aunque a veces no nos gusten. En ocasiones pensamos que le seguimos, y en realidad, lo que seguimos son nuestras propias ideas y proyecciones, y no estamos dispuestos a abrir nuestra mentalidad al Señor. Jesús dirá: “Dichoso el que no se escandalice de mí.”

Feuerbach tenía parte de razón al hablar de un dios proyección humana, que compartían muchos de sus contemporáneos, y que manifestaba su total desconocimiento del Dios revelado en Jesucristo, aferrable sólo por el testimonio de la fe.

Sólo en la cruz de Cristo brillará la justicia de Dios sobre el pecado, su juicio de misericordia sobre los pecadores, y su victoria sobre el Enemigo, que se nos entrega en el sacramento de nuestra fe, comunicándonos vida eterna. 

Que así sea

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Martes 3º de Adviento

 Martes 3ª de Adviento 

(Sof 3, 1-2. 9-13; Mt 21, 28-32) 

Queridos hermanos: 

Todos somos pecadores, y la justicia remite siempre a la misericordia que brilla en la cruz de Cristo, siendo justo quien la acoge y pecador quien la rechaza.

Es sorprendente la insistencia del Señor en llamarnos a conversión, y seguir contando con nosotros, mientras nosotros descalificamos inmediatamente a quienes nos desprecian. El Señor insiste porque su amor es desinteresado y no se deja vencer por nuestros pecados. Lo que nosotros llamamos amor, en el fondo es un trueque que debe darnos beneficios, y no vence el mal, por lo que tiene poco de amor.

Siempre, ante la misericordia del Señor se dan estas dos posturas de la parábola: Quien se convierte y quien la rechaza. Se trata en el fondo de la óptica del corazón; de la luz depositada en él, o del cristal con el que se miran las cosas y que sólo Dios conoce y puede juzgar. Cuando esta luz es el amor, refleja sólo amor. En caso contrario todo es exigencia y cumplimiento vacío.

Ahí está nuestra dificultad para convertirnos al Señor: nuestro desamor. Nuestro corazón debe ser sanado de la perversión que lo ha herido y lo mantiene sujeto al diablo, que negando falsamente el amor de Dios en nosotros, nos convierte en víctimas con “derecho” al odio, la venganza y la auto justificación.

Esta es la dificultad del hijo segundo, a quien el padre llama “hijo” y que responde diciendo “Señor”, en lugar de padre. A una relación de amor, responde como a una imposición, como a una exigencia, porque no ama. El que ama, si peca se convierte; el que no ama, ni siquiera ve sus pecados. Se considera justo, y desde su pretendida justicia juzga. Pensemos en el hermano mayor (Lc 15, 11ss) o en el fariseo (Lc 18, 9).

La primera respuesta del corazón que ama, es por tanto acoger la llamada a la conversión, que nos propone escuchar la voz de la persona amada. En el Evangelio esta misión la encarna Juan el Bautista y por eso hemos escuchado lo que dice Jesús a los sumos sacerdotes y ancianos: “vino Juan y no le creísteis, cosa que hicieron los publicanos y las prostitutas”.

San Jerónimo dice que para algunos, estos dos hijos son: los gentiles y los judíos, que han dicho: “haremos todo lo que ha dicho el Señor” (Ex 24,3), pero para otros se trata de los pecadores y los “justos”. Los primeros se arrepienten y los segundos se niegan a convertirse. Lo cierto es que Dios llama a unos y otros, porque su amor no excluye a nadie y busca el bien de todos.

Los pecadores o los gentiles, son los que habiendo dicho un no a Dios, como el primer hijo de la parábola, se han convertido, mientras los judíos, o los “justos”, en su ilusoria justicia, no han obedecido la voz del Señor. Dice San Lucas (7, 30) que rechazando a Juan, “han frustrado el plan de Dios sobre ellos”.

Nosotros somos de estos gentiles y pecadores, pero somos llamados a amar mediante la conversión a Cristo, para una misión en la viña, que necesita de un trabajo paciente antes de la recolección, misión a la que somos invitados por gracia.

 Ahora somos llamados a unirnos a él de corazón en la Eucaristía, en la que nos dice: “Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña”. 

Que así sea.

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Lunes 3º de Adviento

 Lunes 3º de Adviento 

(Nm 24, 2-7.15-17; Mt 21, 23-27) 

Queridos hermanos: 

Los sumos sacerdotes y los ancianos que no han creído en Juan Bautista mientras el pueblo lo tenía por profeta, no se atreven a decir que no venía de Dios. Ahora dudan de Jesús, no creen de hecho en él, pero se creen con autoridad para cuestionarle, sin tener en cuenta lo que enseña y realiza con signos y curaciones. Jesús va a arrancar de su boca la respuesta que los desautoriza  a ellos, porque temen perder la estima de la gente, y no les ha importado discernir la presencia de Dios en Juan a quien han rechazado. Si no son capaces de afrontar su propio discernimiento sobre Juan, han perdido toda la autoridad que pretenden ejercer sobre Jesús al preguntarle. Jesús viene a decirles: ¿Y vosotros, con qué autoridad me preguntáis a mí? Manifestando ignorancia sobre Juan, se acusan a sí mismos de incumplimiento de su deber de discernir ante Dios respecto de los que se presentan como sus enviados. ¿Qué autoridad pueden, pues, esgrimir ante Jesús, si no la han ejercido respecto a Juan por miedo al rechazo del pueblo? Jesús, por tanto, ignora su pregunta, y deja que sea su Padre, a través del Espíritu quien hable a su favor.

Rechazando a Juan han frustrado el plan de Dios sobre ellos, (Lc 7, 30) porque de hecho es a Dios a quien han rechazado en su enviado. Si su autoridad les venía de Dios, la han perdido y Jesús no se la reconocerá en ningún momento, y en consecuencia no responderá a su pregunta. Como en el caso de Juan, deben discernir a través de las palabras y de los hechos de Cristo, que lo acreditan como enviado de Dios, y más aún, como su Cristo, el Hijo de Dios vivo. En efecto, él habla y actúa con la autoridad que respalda el Espíritu Santo a través de sus obras: “Yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado” (Jn 5,36).  “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 37-38). Si no creen en las señales que Dios hace en Cristo, cómo van a creer en sus palabras.

Conocer la voluntad de Dios implica discernimiento, sometimiento y obediencia a las señales y los enviados que la anuncian. Ellos, están obligados a discernir la autoridad de Cristo y la de Juan, por las obras, y al no hacerlo, se declaran autosuficientes y se sitúan fuera de la voluntad de Dios. Un corazón recto que ama al Señor discierne fácilmente su presencia. Dios se manifiesta “al humilde y al afligido que se estremece ante mis palabras”, pero “al soberbio lo mira desde lejos”. ”Dios, resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes.”

Cómo podemos pretender que Dios nos hable si nuestro corazón está lejos de él, y nuestros ojos y oídos están cerrados. También nosotros debemos discernir la voluntad de Dios a través de sus enviados, de la Iglesia y de los signos que los acreditan, que es Dios quien nos los envía. Nos guste o no, el que hace el bien es de Dios, y el que obra el mal, del diablo. El que obedece nunca se equivoca, mientras no se le incite a pecar. Hoy tenemos su palabra y este sacramento, que nos llama a entregarnos juntamente con Cristo diciéndole ¡Amen! 

Que así sea.

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Domingo 3º de Adviento A Gaudete

 Domingo 3º de Adviento A Gaudete 

(Is 35, 1-6.10; St 5, 7-10; Mt 11, 2-11) 

 Queridos hermanos: 

La cercanía del Señor que trae la salvación, llena el “adviento” de la esperanza, el gozo y la alegría, de los que habla la primera lectura, en la paciencia en el sufrimiento, osadía de la esperanza, por la venida del Salvador. Se acerca el prometido y el deseado de las gentes que trae la vida en sus palabras, y al que hay que escuchar para vivir. “Quien no lo escuche será exterminado del pueblo” (cf. Dt 18, 19 y Hch 3, 23). Cristo dirá: “dichoso el que no se escandalice de mí.”

Los profetas nos previenen que también su venida será oscuridad y tinieblas, (Jl 2, 2; So 1, 15) y purificación de la paja por el fuego. Esperanza para ciegos y cojos, para publicanos y pecadores, pero para los que creen ver: ceguera y oscuridad.

Juan que envió a Andrés y a Felipe a Cristo, diciéndoles: ”He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, después de haber visto al Espíritu Santo posarse sobre él, ahora le envía a otros dos de sus discípulos, sabiendo que su tiempo y su misión han terminado, para que escuchen de su boca al Señor y lo sigan, como dice san Jerónimo: “No pregunta, pues, como si no lo supiera, sino de la manera con que preguntaba Jesús: "En dónde está Lázaro" (Jn 11), para que le indicaran el lugar del sepulcro, a fin de prepararlos a la fe y a que vieran la resurrección de un muerto; así Juan, en el momento en que había de perecer en manos de Herodes, envía a sus discípulos a Cristo, con el objeto de que, teniendo ocasión de ver los milagros y las virtudes de Cristo, creyesen en El y aprendiesen por las preguntas que le hiciesen.”

No duda Juan de que Cristo sea “el que viene”, que según las Escrituras es el Dios que viene vengador del que habla Isaías (Is 35, 4), que purificará el trigo y quemará la paja (Mt 3, 12), para bautizar en el Espíritu Santo (Mt 3, 11), pero el ardor de su ansia por la manifestación de Cristo, le consume con impaciencia: ¿Acaso no ha llegado, por fin, el tiempo de la justicia de Dios y de su venganza sobre los enemigos? No hay que olvidar que Juan ha recibido para su misión “el espíritu y el poder de Elías” como dice el Evangelio.

Cristo le tranquiliza y parece decirle: ¡Todo a su tiempo! El tiempo de la justicia, del juicio y de la venganza de nuestro Dios que anunció Isaías (Is 61,2), se cumplirá ciertamente, aunque no según las expectativas del pueblo, sino según la infinita sabiduría divina y su insuperable misericordia, asumiéndolos en mi cuerpo en la cruz. Pero antes, debo llevar a cumplimiento el “Año de gracia del Señor”, en el que los ciegos verán, los cojos andarán, los leprosos quedarán limpios, los muertos resucitarán, y los pobres serán evangelizados.

Juan no debe olvidar que hay “un tiempo” de misericordia y de paciencia, como decía Santiago, antes de “la hora” de la justicia y del juicio, que además es tiempo propicio de salvación para los oprimidos por el mal; tiempo de liberación del pecado y de la muerte y de deshacer la mentira del diablo, testificando la Verdad del amor de Dios.

 Después de Juan Bautista, el Reino sembrado en Cristo, se desarrolla con su resurrección, a través de la fe en él, y por ella se recibe una justicia mayor que la de todos los justos, desde Abel hasta Juan, porque sólo por la fe en Cristo se nos aplican los méritos de Cristo, superiores a los de todos los justos juntos. Sólo por la fe se recibe el Don de Dios que es su Espíritu, y la filiación divina que nos introduce en el Reino de Dios; la vida divina se hace vida nuestra y su amor es derramado en nuestro corazón. Así nuestra virtud se hace mayor que la de los escribas y fariseos, de forma que el menor en el Reino sea mayor que Juan, hasta alcanzarnos la perfección con que Dios ama haciendo salir su sol sobre buenos y malos y enviando la lluvia también sobre los pecadores: Vosotros, pues: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, rogad por los que os persiguen, bendecid a los que os calumnian, y seréis hijos de vuestro Padre celestial.” 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 2º de Adviento A

 Domingo 2º de Adviento.  A 

(Is 11, 1-10; Rm 15, 4-9; Mt 3, 1-12)  

Queridos hermanos: 

          La tensión de espera en este Adviento, centra hoy nuestra atención en el Señor, que viene, en continuidad con las antiguas promesas hechas a David, y movido por el Espíritu del Señor; y viene para implantar el “paraíso mesiánico” anunciado por Isaías, al que son llamadas todas las naciones. Para eso, es necesario reparar el desorden que reina tanto en sencillos, como en violentos y malvados, haciendo justicia.

          Para poder aspirar a este paraíso, es necesario acoger a este “juez justo” y misericordioso, que viene precedido de su mensajero, portador de la gracia de la conversión, mediante la cual franqueamos la entrada del Señor en nuestro corazón, eliminando los obstáculos que le presentan nuestra libertad y nuestros pecados. Sólo así, podremos ser sumergidos, bautizados en su Espíritu, y empapados en el fuego de su Amor, como nos anuncia Juan Bautista, el Precursor del Señor.

          La profecía de Isaías sitúa esta palabra, en el contexto de que Dios quiere consolar a su pueblo, porque ya ha pagado por sus pecados (Is 40, 1ss). La consolación le vendrá por la acogida de la gracia de la conversión, que le llegará mediante el anuncio del “mensajero” del Señor, que viene delante del Salvador preparando su camino. Después vendrá el Señor a perdonar el pecado, y a bautizar en el fuego del Espíritu.

          Dios proclama su Palabra de vida, a oídos de quien ha elegido para llevarla a cumplimiento, y escucharla es ya recibir la misión y el poder de que se realice. Los evangelistas, identifican a este mensajero con Juan el Bautista, que prepara el camino de Cristo invitando a la conversión, mediante la confesión de los pecados, la penitencia, y el bautismo de agua en el Jordán.

          El camino del Señor debe prepararse en el desierto, por el cual, como en un nuevo Éxodo, Dios va a pasar para conducir a su pueblo de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. El desierto será siempre para Israel una referencia insustituible y la añoranza de su primer amor. Ha sido en el desierto donde Israel ha visto realizado, que los caminos de Dios han sido sus caminos, cuando Dios caminaba en medio de ellos. Él era su luz, su protección y su guía. Él, era su pastor. 

          El camino del Señor queda preparado en aquel que acoge a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, sometiéndose a su bautismo. La gracia que lleva en sí esta llamada, le abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, y su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10). Para Lucas, esta es la causa de que tantos fariseos, sacerdotes y legistas no pudieran acoger a Cristo: “al no aceptar el bautismo de él (Juan el Bautista), frustraron el plan de Dios sobre ellos” (Lc 7, 30) mientras hasta los publicanos y las prostitutas creyeron en él.

          Es por tanto el Señor, quien como el buen samaritano, ansía venir al encuentro del hombre, que se ha separado de él por el pecado: Ha dejado Jerusalén, lugar de su presencia, y se ha encaminado a Jericó, figura del mundo, cayendo en manos de salteadores, que después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Los profetas serán los encargados de anunciar con insistencia estos ardientes deseos de la voluntad amorosa de Dios. Juan, será el designado para precederle con el espíritu y el poder de Elías a preparar su camino, y Cristo, el elegido para encarnar la venida del Señor; el Emmanuel.

          Dios es espíritu, y aun a través de Jesucristo, el encuentro del hombre con Dios, ha de realizarse en su espíritu, y por tanto en su libertad. Los obstáculos que encontrará el Señor en su camino al corazón del hombre serán por tanto espirituales. Ningún obstáculo puede oponerse al Señor sino el espíritu del hombre, al cual dotó Dios de albedrío, para que pudiera amar: Los “montes” de la soberbia y el orgullo, levantan el yo del hombre, impidiéndole el acceso al Señor, que viene manso y humilde de corazón. Estos montes del orgullo deberán ser demolidos, y rellenados estos “valles”: abismos de la hipocresía y simas insaciables de las pasiones.  Carencias socavadas en el espíritu del hombre que se ha separado de Dios por el pecado.

          Sólo el Señor mediante la fe, puede arrancar estos montes y plantarlos en el mar de la muerte, para anonadar su poder, y convertir el corazón del hombre, en un vergel en el que florezca la justicia, camino llano para el Señor.

          Hoy somos llamados a acoger al mensajero del Señor por el que nos llega la llamada a la conversión y el anuncio de su venida, dando frutos por su gracia, de perdón y de comunión fraterna. Dejemos que él queme nuestra paja, limpie nuestro trigo y purifique nuestro oro con el fuego de su Espíritu.

Por tanto: “¡Preparad el camino al Señor!”   “Y todos verán la salvación de Dios”.

 

 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 1º de Adviento San Francisco Javier

 Sábado 1º de Adviento 

(Is 30, 18-21.23-26; Mt 9, 35-10,1.6-8) 

Queridos hermanos:

           Esta palabra hace presente la centralidad de la misión de Cristo y de la Iglesia: Proclamar el Reino de Dios comenzando por el Israel creyente, de sinagoga en sinagoga por ciudades y pueblos, con las palabras y los signos que lo acompañan, y compadecerse también de la muchedumbre abandonada a su impiedad. Precisamente Cristo ha sido enviado a ellas, las ovejas perdidas, aunque no descuida a las “fieles”. Por la misión, el mal retrocede en el corazón de los hombres y Satanás cae de su encumbramiento.

«Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.» Pedid que Dios suscite mensajeros a los que enviar, para pastorear a los que se pierden por falta de cuidado pastoral. Siendo el Señor quien llama, quien lo puede todo y quien quiere la salvación del hombre, pide no obstante la oración de los discípulos para que Dios suscite “operarios” para la mies. Qué grande es la fuerza de la oración y qué prioritario es en la misión, como en la “pastoral vocacional” el deseo y el celo evangelizador de los discípulos y de la Iglesia. Dios que lo puede todo y puede sacar de las piedras hijos de Abrahán, quiere que la salvación se haga a través de nuestro amor; de la sintonía de nuestro corazón con en suyo. Quiere salvar al hombre a través del deseo de salvación del hombre, y por eso ha querido encarnarse él mismo en Cristo, y enviar su Espíritu Santo sobre toda carne, de forma que sea el amor el que lo guie todo.

Cada carisma de salvación, es sometido por Dios a la aceptación humana libre y gozosa, de cada pastor y de cada hombre, como corresponde a un corazón que ama los deseos del Señor. Cristo le decía a Madre Teresa: Quiero esto de ti… ¿Me lo negarás? El que Cristo enseñe a los discípulos a orar para que Dios envíe obreros a su mies, es para que cada discípulo se abra él mismo a la misión, diciendo como Isaías: Heme aquí, envíame.  

La Iglesia tiene el corazón de Cristo: su celo por la oveja perdida, y ese debe ser también el corazón de los pastores, y de cuantos hemos recibido el Espíritu Santo. Cuando Cristo envía a sus discípulos les dice: “Id más bien a las ovejas perdidas.” Es fácil encontrar pastores que se apacienten a sí mismos, que cuidan de su propia oveja, pero hay que pedir a Dios que envíe obreros a su mies; pastores que cuiden de sus ovejas, con especial celo por las descarriadas. 

Que así sea.

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Viernes 1º de Adviento

 Viernes 1º de Adviento

(Is 29, 17-24; Mt 9, 27-31) 

Queridos hermanos: 

Las promesas mesiánicas del retroceso del mal, se cumplen en Cristo, como lo muestran las señales que realiza en los enfermos y endemoniados, cuyo valor de testimonio de la irrupción del Reino, es superior al de la curación en sí. Lo que Cristo anuncia con su palabra, lo testifica el Espíritu con sus obras. La curación, tan sólo beneficia a los agraciados físicamente y poco más, mientras el testimonio de la fe, salva a quien lo da y alcanza a quien lo recibe, hasta el fin de los tiempos.

Para Mateo, el alegato de dos testigos, refuerza la credibilidad del acontecimiento, presentando además la fidelidad del Señor a sus promesas. Por dos veces presenta la curación de dos ciegos que testifican al unísono, como lo harán los discípulos enviados de dos en dos. Los primeros se encuentran sentados junto al camino como Bartimeo, y los segundos siguiendo a Jesús, mientras los demás sinópticos hablan siempre de un solo ciego.

Dios se manifiesta cercano haciendo posible la conversión, y la salvación queda al alcance del hombre: libertad para los esclavos, curación para los leprosos, vista para los ciegos y perdón para los pecadores.

La acogida a Jesús de Nazaret como el Cristo, ungido por el Señor, testifica la misericordia divina dando gloria a Dios, por lo que Cristo se deja acompañar de estos ciegos que lo invocan a lo largo del camino con sus gritos, como en el caso de Bartimeo, el ciego de Jericó que presentan Marcos y Lucas.  Jesús es el “Hijo de David”, afirmando así su mesianismo

Sin esta fe, las mismas obras de Cristo pueden ser instrumentalizadas carnalmente como su propia persona, dada la comprensión generalizada en aquel tiempo, de un Mesías y una liberación de exaltación patriótica, razón por la cual Cristo pide el secreto a los favorecidos con alguna curación. En cambio, la súplica tenaz de los creyentes que invoca al Señor sin desfallecer, patentiza su fe, como testimonio de salvación para cuantos la acojan.

En la Eucaristía, celebramos el “misterio de nuestra fe”: Jesús de Nazaret, es el Hijo de David, el Cristo, el Hijo de Dios, que se entrega por nosotros a la muerte, y resucitando para nuestra justificación, nos comunica su Vida Eterna, por la comunión con su cuerpo entregado y su sangre derramada. Pan sustancial de la fe que da fruto, y no un rito vacío sin más alcance que su emoción estética y sentimental. 

Que así sea.

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