Viernes 3º de Adviento
(Is 56, 1-3ª.6-8; Jn 5, 33-36)
Queridos hermanos:
La palabra de hoy nos amaestra con la
consideración de la importancia del testimonio, cuyo origen es la Verdad de Dios,
su Palabra, que como la lluvia baja del cielo, y no regresa a él de vacío, sino
después de haber empapado y fecundado la tierra, haciéndola germinar, para dar
semilla al sembrador y pan al que come.
El Espíritu da testimonio a Juan, acerca
de Cristo, posándose y quedándose sobre él como una paloma. Juan recibe el
testimonio del Espíritu, que le lleva a testificar a Cristo como enviado del
Padre, y el Padre testifica al Hijo como su elegido, en quien se complace, y a
quien debemos escuchar, enviando sobre él, al Espíritu. Cristo, a su vez, da
testimonio del Padre, que le concede hacer las obras que realiza, y ambos, con
su amor, hacen presente al Espíritu.
Se acerca la salvación de Dios, y Dios
se hace propicio a quienes lo invocan, sean del pueblo que sean, y lo invoquen desde
cualquier lugar, desde los cuatro vientos y hasta los confines de la tierra. Ya
no se requiere un lugar específico para adorar al Padre, porque los verdaderos
adoradores que el Padre quiere, lo adorarán en Espíritu y en Verdad, en su
corazón, y con la cualidad interior con la que se rinde el verdadero culto a
Dios, que es el amor:
El nuevo templo será pues, el corazón humano, en el que Cristo, con su presencia, y por la fe, ha edificado su morada para el Padre y para el Hijo. En este amor reconocerán todos a los discípulos de Cristo, que por la presencia en ellos del Espíritu, son uno, con la unidad del Padre y del Hijo. Es con este amor, con el que los discípulos testifican el amor del Padre, la redención y la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo, para que el mundo crea y se salve.
Que así sea.
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