Domingo 4º de Adviento A
(Is 7, 10-14; Rm 1, 1-7; Mt 1, 18-24)
Queridos hermanos:
Nos preparamos a contemplar el misterio
del nacimiento de Cristo, ante el cual, Dios anuncia a Israel una señal de
salvación en lo más alto (será Dios) y en lo más profundo (será hombre): el
Cristo será Dios y hombre, y su nombre indica su misión salvadora de perdón de
los pecados. La humanidad de Cristo es engendrada en el seno de la Virgen
María, como lo fue su divinidad en el seno del Padre. Verdadero hijo de Dios en
sus dos naturalezas y verdadero hijo de María, engendrado en ella por Dios en
su perfecta humanidad.
En orden a nosotros, Cristo se nos
presenta hoy, como Emmanuel, y Jesús; prójimo y salvador nuestro. Dios cercano y
misericordioso, evangelio de Dios. Se conmueven el cielo y la tierra por el
cumplimiento y la manifestación del misterio escondido del amor de Dios que
ahora se manifiesta. Dios se une inseparablemente a nosotros en Cristo; su
alianza de amor es eterna, y a ella somos llamados por la fe, mediante el (Kerigma)
anuncio del Evangelio.
Toda paternidad procede de Dios de quien
toma origen toda vida, y es Él, quien la participa a los hombres para el
cumplimiento de una misión. La paternidad biológica no agota el contenido de la
“paternidad”, ni puede arrogarse la exclusividad en su significado. En la
misión de reconocer, nombrar, nutrir, educar, y proteger a los hijos, la
paternidad biológica se completa y llega a ser realmente tal. San José es
investido por Dios como padre de Cristo, en todo, salvo en su generación, a
través del anuncio del ángel; e imponiendo el nombre a Cristo, proveyendo a lo
necesario para su maduración humana, educándolo en la fe y el conocimiento de
las Escrituras, y rodeándolo de los cuidados necesarios, ha ejercido realmente
la paternidad que le fue confiada.
Su misión concluirá solamente, cuando el
niño Jesús reconozca a Dios como su Padre: «¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que yo debía estar en la casa
de mi Padre?» A partir de este momento, José desaparece
definitivamente de la Escritura. Pero antes de que le fuera confiada su misión,
José tuvo que pasar la prueba de la fe como Abrahán, como Israel, y como Cristo
mismo ante la cruz. José tiene su porción de “Moria” y de “Getsemaní”, en la
angustia ante un acontecimiento que no puede resolver con su razón, si no sólo
apoyándose en Dios, y ante el que debe decidir; sólo entonces, Dios proveerá el
cordero para él, como para Abrahán, y abrirá para él el mar, como para Israel: «José,
hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en
ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús,
porque él salvará a su pueblo de sus pecados.»
A nosotros también se nos confía por la
fe en Cristo, una maternidad, una fraternidad, y en cierto sentido, también una
paternidad que ejercer en bien de aquellos que nos son encomendados. También nosotros
tendremos nuestra prueba purificadora de la fe ante la misión, porque: «Si
alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus
hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser
discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser
discípulo mío.» «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto
para el Reino de Dios.»
Mientras contemplamos hoy el nacimiento de Cristo, celebramos ya su salvación y su entrega por nosotros en el memorial de la Pascua que es la Eucaristía. Anunciamos su muerte y proclamamos su resurrección, mientras esperamos su venida gloriosa.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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