Martes 3ª de Adviento
(Sof 3, 1-2. 9-13; Mt 21, 28-32)
Queridos hermanos:
Todos somos pecadores, y la justicia
remite siempre a la misericordia que brilla en la cruz de Cristo, siendo justo
quien la acoge y pecador quien la rechaza.
Es sorprendente la insistencia del Señor
en llamarnos a conversión, y seguir contando con nosotros, mientras nosotros
descalificamos inmediatamente a quienes nos desprecian. El Señor insiste porque
su amor es desinteresado y no se deja vencer por nuestros pecados. Lo que
nosotros llamamos amor, en el fondo es un trueque que debe darnos beneficios, y
no vence el mal, por lo que tiene poco de amor.
Siempre, ante la misericordia del Señor
se dan estas dos posturas de la parábola: Quien se convierte y quien la rechaza.
Se trata en el fondo de la óptica del corazón; de la luz depositada en él, o del
cristal con el que se miran las cosas y que sólo Dios conoce y puede juzgar.
Cuando esta luz es el amor, refleja sólo amor. En caso contrario todo es
exigencia y cumplimiento vacío.
Ahí está nuestra dificultad para
convertirnos al Señor: nuestro desamor. Nuestro corazón debe ser sanado de la
perversión que lo ha herido y lo mantiene sujeto al diablo, que negando
falsamente el amor de Dios en nosotros, nos convierte en víctimas con “derecho”
al odio, la venganza y la auto justificación.
Esta es la dificultad del hijo segundo,
a quien el padre llama “hijo” y que responde diciendo “Señor”, en lugar de
padre. A una relación de amor, responde como a una imposición, como a una exigencia,
porque no ama. El que ama, si peca se convierte; el que no ama, ni siquiera ve
sus pecados. Se considera justo, y desde su pretendida justicia juzga. Pensemos
en el hermano mayor (Lc 15, 11ss) o en el fariseo (Lc 18, 9).
La primera respuesta del corazón que
ama, es por tanto acoger la llamada a la conversión, que nos propone escuchar
la voz de la persona amada. En el Evangelio esta misión la encarna Juan el
Bautista y por eso hemos escuchado lo que dice Jesús a los sumos sacerdotes y
ancianos: “vino Juan y no le creísteis, cosa que hicieron los publicanos y las
prostitutas”.
San Jerónimo dice que para algunos,
estos dos hijos son: los gentiles y los judíos, que han dicho: “haremos todo lo que ha dicho el Señor” (Ex
24,3), pero para otros se trata de los pecadores y los “justos”. Los primeros
se arrepienten y los segundos se niegan a convertirse. Lo cierto es que Dios
llama a unos y otros, porque su amor no excluye a nadie y busca el bien de
todos.
Los pecadores o los gentiles, son los
que habiendo dicho un no a Dios, como el primer hijo de la parábola, se han
convertido, mientras los judíos, o los “justos”, en su ilusoria justicia, no
han obedecido la voz del Señor. Dice San Lucas (7, 30) que rechazando a Juan,
“han frustrado el plan de Dios sobre ellos”.
Nosotros somos de estos gentiles y pecadores,
pero somos llamados a amar mediante la conversión a Cristo, para una misión en
la viña, que necesita de un trabajo paciente antes de la recolección, misión a la
que somos invitados por gracia.
Ahora somos llamados a unirnos a él de corazón en la Eucaristía, en la que nos dice: “Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña”.
Que así sea.
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