Jueves 3º de Adviento
Is 54, 1-10; Lc 7, 24-30
Queridos hermanos:
El Evangelio nos presenta el
testimonio que da Cristo, de Juan Bautista: Más que un profeta; el mayor entre
los nacidos de mujer; Elías. El amigo del novio. La voz, que no ha dado testimonio
de sí mismo, sino de Cristo.
Diciendo
estas cosas de Juan, en realidad, Cristo, quiere hacernos comprender la
grandeza de la obra que quiere realizar en nosotros, haciéndonos hijos del
Reino, y por eso añade que: “El menor en
el Reino de los cielos es mayor que Juan”, porque por la fe y el bautismo,
al creyente se le aplican los méritos de Cristo, y recibiendo el Espíritu
Santo, es constituido hijo de Dios. Mientras tanto, Juan tendrá que esperar con
todos los justos, hasta que con su muerte, Cristo, abra los cielos, dándoles
acceso al Reino de Dios, y pueda también Juan, entrar en él, superando así su
grandeza anterior, anunciada por el ángel a Zacarías:
“Isabel, tu mujer, te dará un hijo, a quien
pondrás por nombre Juan; será para ti gozo y alegría y muchos se gozarán en su
nacimiento, porque será grande ante el Señor; no beberá vino ni licor; estará
lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre, y convertirá al Señor su Dios a muchos de los
hijos de Israel e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los
padres a los hijos, mediante la conversión, y a los
rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien
dispuesto.”
Es
Dios quien llama a su pueblo a la unión amorosa con él y le conduce al desierto
lo mismo que a Moisés, a Elías, y a Juan Bautista. El
camino del Señor, queda preparado en aquel que acogiendo a su mensajero, en
este caso a Juan Bautista, y sometiéndose a su bautismo, acepta la conversión. Juan
Bautista, da testimonio de Cristo por última vez. Sus palabras, expresan su
pequeñez en relación a Cristo. De quien primero había dicho no considerarse
digno de desatar sus sandalias, ahora reconoce, que si a él siendo terreno Dios
le inspira promesas de vida, en Cristo vive Dios mismo; él, es el Cielo, en
cuyas manos Dios ha puesto todo.
La gracia que lleva en sí esta Palabra, abre los ojos, los oídos y el
corazón a Cristo. Creerla, es entrar en comunión con Dios, en su amistad, y
recibir su Espíritu de vida eterna. En cambio para
quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no
verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, y su corazón no se convertirá, y no
será curado. (cf. Is 6, 9-10). Rechazando a Juan, aquellos saduceos,
escribas y fariseos, frustraron el plan de Dios sobre ellos, (Lc 7, 30) porque,
de hecho, es a Dios a quien rechazaron en su enviado. Resistirse a aceptar su
testimonio, es frustrar la voluntad salvadora de Dios, que gratuitamente se ofrece
a quienes por el pecado, estaban bajo su ira (Jn 3, 36).
Ahora,
reconciliados con Dios, en Cristo, nos unimos a él en la eucaristía,
agradeciéndole el don de la fe.
Que así sea.
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