Quinto domingo del TO B

 Domingo 5º del TO B

(Jb 7, 1-4.6-7; 1Co 9, 16-19.22-23; Mc 1, 29-39)

Queridos hermanos:

La palabra de este domingo nos presenta la vida como un servicio, como una misión, a la que hemos sido preparados, siendo alcanzados por el amor de Dios en Jesucristo, tomados de la mano y levantados (resucitados) de nuestra enfermedad de muerte que nos encerraba en nosotros mismos; así hemos sido capacitado para servir, y amar, como la suegra de Pedro que nos presenta el Evangelio.
Para esta misión ha “salido” Cristo de las entrañas del amor del Padre, y ha sido enviado, introduciéndonos a nosotros. Esta es también la misión de Pablo a través del anuncio del Evangelio, y también la nuestra. Hemos nacido del Amor, y a él nos encaminamos llevando con nosotros a cuantos el Señor pone a nuestro alcance. En este caminar no faltan las luchas, ni los trabajos, como tampoco la recompensa, que como decía san Pablo, es el amor que se nos ha dado, que nos empuja a anunciar el Evangelio de la misericordia que el Señor ha tenido con nosotros. Nuestra vida es por tanto una milicia, como decía Job en la primera lectura.
Somos introducidos a la existencia y se nos concede un principio, un cuerpo y un tiempo para alcanzar una meta recorriendo un camino. Pero como la meta es el Amor, el camino no consiste en cubrir una distancia, sino en un progresar en el acercamiento a Dios a través del prójimo, porque nuestro camino no lo realizamos en soledad sino en comunidad. Saliendo del ámbito de nuestro yo, y encontrando a los demás que nos entornan, vamos progresando en nuestra ascensión amorosa, hasta alcanzar al “Yo”, Señor del universo, que se nos ha manifestado en Cristo.
En Cristo se ha dado el recorrido inverso al nuestro. Él ha “salido” en misión desde el extremo Centro de la dimensión divina, para alcanzar nuestra extraviada realidad, en el deambular por el espacio y el tiempo, muertos a consecuencia del pecado. Cristo, ha recibido también un cuerpo y ha sido injertado en un principio como el nuestro, hasta que, a través del Evangelio, consiga unificarnos en el amor.
Él se ha acercado a los postrados el su lecho, impedidos para la donación de sí mismos, y les ha tomado de la mano, levantándolos al servicio de la comunidad. Sus manos clavadas, han dado vida a las nuestras consumidas por la fiebre del mal. Hemos sido levantados para permanecer en pie y testificar la Verdad que se nos ha manifestado. La fe y la esperanza de la hemorroisa tocaron a Cristo para alcanzar la curación, y hoy la caridad de Cristo toma la mano enferma para restablecerla. Él, que iba a tomar sobre sí nuestras enfermedades y dolencias, no dudó en curar a los que estábamos sometidos al dominio del mal.
Cristo, testifica la Verdad del amor del Padre, que no se ha desvanecido por el pecado, para deshacer la mentira primordial del diablo y reunir a los que son de la Verdad. Pablo anuncia el Evangelio para suscitar la fe, como un deber al que no puede renunciar y para el que ha sido ungido por el Espíritu Santo.
Como la suegra de Pedro, también los que acogen el testimonio de los enviados, son constituidos en anunciadores de lo que han recibido, incorporándose al servicio de la comunidad en el amor: La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo, van así impregnando los tejidos de la humanidad, que se encamina a la realización definitiva de su vocación universal al Amor.
Ahora en la Eucaristía, somos servidos por el Señor, que nos da su cuerpo y su sangre para la vida del mundo, y partimos en Paz.

Proclamemos juntos nuestra fe
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Cuarto domingo del TO B

Domingo 4º del TO
(Dt 18, 15-20; 1Co 7, 32-35; Mc 1, 21-28)


Queridos hermanos:

          El Señor ama al hombre y quiere relacionarse con él para que tenga vida, porque sabe que sólo él es nuestro bien. En el Sinaí el pueblo se aterrorizó ante la majestad numinosa de la cercanía de Dios, por eso, Dios hablará en adelante por medio de los profetas, a la espera del Profeta por excelencia, en el que Dios ocultará su majestad en un hombre como nosotros; él será su elegido, su siervo, su predilecto en quien se complace su alma.
Dios da testimonio de este profeta en el Tabor, invitando a escuchar a Cristo. Él, desde una nueva montaña, proclamará la nueva ley de la vida que recibirá el pueblo a través del Espíritu que les será dado. “Habéis oído que se dijo…pues yo os digo.” Será poderoso en palabras y obras y ante él retrocederá el mal porque vencerá al que se hizo fuerte con nuestra desobediencia.
Cristo muestra su autoridad y su fortaleza con los espíritus del mal y los expulsa, mientras usa de misericordia y compasión con los pecadores y los enfermos, porque encarna el año de gracia del Señor; el verdadero sábado en el que hay que hacer el bien y no el mal; el sábado en el que Dios gobierna el universo haciendo justicia a los oprimidos por el diablo. El espíritu inmundo, del Evangelio, mentiroso y padre de la mentira, trata en vano de resistirse porque aún no es el tiempo de su derrota definitiva, pero su reconocimiento de Cristo no le da acceso a la virtud de su Nombre para ser salvo, porque la invocación del Nombre de Cristo es siempre ruina para el diablo.
San Pablo lamenta, en la segunda lectura, que las ocupaciones necesarias del hombre dificulten el asiduo trato con el Señor que es lo único importante; la mejor parte de la que habla Jesús en el Evangelio. Los apóstoles, movidos por el Espíritu, no estuvieron dispuestos a privarse al menos ellos de la total dedicación a la Palabra y a la oración.  
 Nosotros sabemos cuál es esta doctrina, la autoridad, y el poder que puede curar nuestras miserias e impurezas si nos acogemos a Cristo e invocamos su Nombre, ya que él se ha acercado a nosotros lleno de misericordia, ofreciéndonos su palabra, su cuerpo y su sangre para que tengamos vida: “Todo el que invoque el Nombre del Señor se salvará. Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!” (Rm 10, 13-15).


          Proclamemos juntos nuestra fe.
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Salmo 126

SALMO 126
(125)

Canto del regreso


Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión,
nos parecía soñar;
 entonces se llenó de risas nuestra boca,
nuestros labios de cantos de alegría.
Los gentiles decían: ¡Grandes cosas
ha hecho el Señor en su favor!
 ¡Sí, grandes cosas ha hecho el Señor por nosotros,
y estamos alegres!
 ¡Recoge, Señor, a nuestros cautivos,
sean como torrentes del Negueb!
 Los que van sembrando con lágrimas
cosechan entre gritos de júbilo.
 Al ir, van llorando, llevando la semilla;
y vuelven cantando, trayendo sus gavillas.

          Este salmo prefigura proféticamente la era mesiánica de la gran liberación, en la que los sequedales del corazón humano serán fertilizados por los raudales de gracia desbordantes de la misericordia divina.  

Si hay algo que la fe enseña a Israel y que también nosotros debemos aprender, es que “donde abundó el pecado sobreabunda la misericordia” (cf. Jb 8, 21), no sólo en cuanto a perdonar, sino sobre todo en cuanto a regenerar al pecador (Ez 36, 36). Hay que hacer memoria de las entrañas de misericordia de nuestro Dios, para poder “entrar en sí mismo” como el hijo pródigo y encontrar a quien nos amó primero. Hay que constatar una vez más, que las obras maravillosas del Señor, quedan siempre abiertas a mayores portentos, que trascendiendo el tiempo y al mismo Israel, alcanzan ámbitos de universalidad ya presentes en el anuncio profético del protoevangelio (Ge 3, 15) y que a través de la historia de la salvación van tomando forma y plenitud. Esta es la experiencia de la Iglesia, que el Evangelio canta en boca de María: “Ha hecho en mi favor cosas grandes el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen” (Lc 1, 49-50).

Las promesas hechas a Abraham y su descendencia, a las que el Mesías dará pleno cumplimiento en su parusía, son constantemente renovadas por los profetas y apuntan a discernir el “misterio escondido”, que superando cuanto ha sido experiencia de la magnanimidad divina, hará exclamar a la humanidad como a los protagonistas del salmo: “¡Nos parecía soñar!”.  

Mientras tanto, la experiencia del pueblo ante la salvación de Dios, se abre a la oración, por la fe, suplicando al señor su misericordia ante cada nueva tribulación que toca a la comunidad, porque “cuando un miembro sufre, todos sufren con él”; y sobre todo para no ser arrastrados de nuevo por la duda a Masá y Meribá diciendo: “¿Está el Señor en medio de nosotros, o no?” Los mismos gentiles, sempiternos acusadores del pueblo respecto a la predilección divina, deberán rendirse a lo que aun siendo todavía esperanza, es ya poderosa manifestación divina en favor suyo, cuya finalidad última es el testimonio iluminador de los paganos: Los gentiles decían: ¡Grandes cosas ha hecho el Señor en su favor!

En una visión o lectura cristiana del salmo, la semilla divina encarnada en el Hijo del hombre, debe ser sepultada en el dolor, en nuestra tierra reseca, para brotar gozosa como fruto centuplicado, en Cristo, y desbordar de vida en su resurrección la entera aridez de nuestra humanidad calcinada por el pecado.

Injertados en el olivo de Israel, los cristianos compartimos sus promesas y esperanzas; rezamos con sus salmos, y alcanzados por la misericordia divina en el “año de gracia de nuestro Dios”, mientras llega la siega y se van dorando las espigas, somos unidos a las fatigas del sembrador, arrastrando el arado bajo su yugo, en la regeneración del mundo.


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Tercer domingo del TO B

 Domingo 3º del TO B (cf. Dgo. 5 C; San Andrés; 1º Cua B)

(Jon 3, 1-5.10; 1Co 7, 29-31; Mc 1, 14-20)

Queridos hermanos:

          En este domingo contemplamos a Jesús comenzar su ministerio en Galilea, al extremo de la tierra santa de Israel que se abre a los gentiles, tierra de donde no sale ningún profeta y donde el pueblo caminaba entre tinieblas. Allí, a la depresión más profunda de la tierra ha querido descender Cristo a buscar a los pueblos en otro tiempo olvidados, para iluminarnos con su luz, inundarnos con el gozo del Espíritu y liberarnos del yugo y de la carga que nos oprimían.
          La palabra de hoy menciona cosas tan importantes como la conversión, el Reino de Dios y la Buena Noticia, pero no se detiene en ellas, sino que las enmarca todas en “el tiempo”. En la primera lectura el tiempo se concreta en un breve espacio de cuarenta días en los que es posible librarse de la muerte y salvarse mediante la conversión. En el Evangelio, el tiempo de la salvación que han anunciado los profetas y en cuyas promesas ha esperado el pueblo fiel, ha llegado a su perfección en la historia; ha alcanzado su plenitud: “El tiempo se ha cumplido” o como dice literalmente san Pablo en la segunda lectura: “El tiempo ha plegado velas”, porque la historia ha llegado a su meta en Cristo. Ha llegado el Mesías, la salvación y el Reino: “Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen de él. Porque la representación de este mundo se termina.” Ya no es tiempo de vivir para este mundo, sino de arrebatar el Reino; de buscar los bienes de arriba donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios.
          El tiempo presente es de salvación mediante la conversión que se nos ofrece. Dios es eterno, pero el hombre ha tenido un Principio, siendo llamado a entrar en la eternidad de Dios, mediante una vida perdurable. Para poder valorar este tiempo, es necesario que la vida tenga la dirección y la meta que le dan sentido. El Evangelio abre al hombre un horizonte de esperanza ante el Reino de Dios. El tiempo se hace historia que brota de la llamada, por la que el hombre se pone en marcha en seguimiento de la promesa. Es el tiempo de pedir cuentas, el tiempo de rendir los frutos, del “verano escatológico”. Por eso la higuera del pasaje de los Evangelios de Mateo y Marcos, debe rendir sus frutos. Se ha agotado el tiempo cíclico y cartesiano y ha sobrevenido el “Eschaton”. Ya no es “tiempo” de higos: tiempo de la dulzura del estío, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Ahora es el tiempo del juicio (cf. Ml 3, 5), son los últimos tiempos, en los que la mies ya blanquea para la siega, y debemos acoger el testimonio de los segadores del Evangelio, que desde oriente y occidente, del norte y del sur, nos anuncian el cumplimiento de las promesas y de las profecías. “El profeta” ha llegado, el Reino está en medio de nosotros, y la fuente de aguas vivas mana a raudales para saciar la sed sempiterna: “Oh sedientos todos, acudid por agua y los que no tenéis dinero, venid a beber sin plata y sin pagar. El que tenga sed que venga y beba el que crea en mí. El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás.”
          Dios alfa y omega de todas las cosas, concede al hombre un tiempo en el que ejercer su libertad en el amor que se nos revela en Cristo. En Cristo, el hombre, como “tiempo y libertad”, sale del caos de la existencia del que vive para sí, y entra en la historia; se ordena en el Ser del amor de Dios. Su tiempo se convierte así, en un: “caminar humildemente con su Dios” (cf. Mi 6,8). Tiempo de misión y de testimonio, de prueba y de purificación en el amor, y por tanto de libertad, en el crisol de la fe. Tiempo de acoger la Palabra, de amar al Señor, de adquirir sabiduría y discernimiento. Tiempo de vida eterna en la comunión de la carne y la sangre de Cristo. Tiempo de Eucaristía.
          La Sagrada Escritura, y toda la Revelación, comienzan evocando este principio de todo lo que no es eterno, de todo lo que no es Dios, y que ha venido a ser, porque Dios se ha donado. “Bonum diffusivum sui” (El Bien es difusivo) y: “En el principio creo Dios los cielos y la tierra.” Esta vida perdurable trasciende el tiempo porque no tiene fin; comparte el tiempo con la primera creación, hasta que llega la nueva en Cristo resucitado. Pasar de la antigua a la nueva creación, es posible mediante la conversión. Esto es lo que anuncia y realiza el Evangelio, dando paso al Reino de Dios. En esto consiste el Reino de Dios: en la incorporación del hombre a la eternidad de Dios: “Convertíos y creed en el Evangelio.”
El Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte con el anzuelo de su cruz. Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado, se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia y comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.
          Cristo viene a tomar el relevo de Juan el Bautista llenando de contenido con la Palabra el eco de la Voz, y a completar el bautismo de agua con el fuego del Espíritu Santo. El amigo del novio da paso al Esposo y la novia exulta escuchándolo llamar a su puerta: “Levántate, amada mía; mira que el invierno ya ha pasado la higuera echa sus yemas y el tiempo de las canciones ha llegado.”
          Dios quiere la conversión, para el bien, y anuncia la buena noticia de su amor, que debe ser acogida por la fe, mediante los enviados que él llama. Jonás anuncia la destrucción que los pecados acarrearán el día del juicio, y de la que se librarán mediante la conversión de su conducta. Los enviados, son llamados y reciben una primera gracia, que después deberá ser probada en las vicisitudes que supone seguir al Señor y su perseverancia les confirmará en la fe. La vida nueva que trae el Evangelio, relativiza todas las cosas dándoles su verdadera dimensión pasajera frente a lo que es definitivo.
          La predicación del Evangelio es la misión por excelencia de la Iglesia, que lo ha hecho llegar hasta nosotros a través de los apóstoles. Jesús había dicho a sus primeros discípulos: seréis pescadores de hombres. Somos, en efecto, como peces que se sacan del mar con un anzuelo. San Agustín dice que en nuestro caso ocurre al revés que con los peces. Mientras ellos al ser pescados, mueren, nosotros, al ser sacados del mar, que en la Escritura es símbolo de la muerte, somos devueltos a la vida. Lo que mejor nos dispone a este ser pescados por la fe, es el anzuelo de nuestras miserias y sufrimientos, que la Escritura y la Iglesia llaman la cruz; ella nos hace agarrarnos fuertemente al anuncio de la salvación, que Dios confía a los apóstoles.
          Si la Antigua Alianza prescindió del testimonio de los galileos, la Alianza Eterna, los convierte en primicias para las naciones: Pedro, Andrés, Santiago y Juan, seguidme y os haré pescadores de hombres, y cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros a juzgar a las doce tribus de Israel. La llamada a los primeros discípulos en el Evangelio de san Mateo, resalta la iniciativa de Dios que es quien llama, y la respuesta inaplazable e inexcusable del discípulo, que la antepone a todo. San Pablo dice: “el que invoque el nombre del Señor se salvará”, porque la salvación viene por acoger la palabra de Cristo, que nos anuncia el amor de Dios. Si el discípulo acoge la llamada y acepta la misión, parte como anunciador de la Buena Nueva y suscita la salvación en quien acoge el mensaje de la fe.
          La fe, surge del testimonio que da en nosotros el Espíritu, del amor de Dios. Si Dios es en nosotros, nosotros somos, en él, y nuestro corazón se abre y abraza a todos los hombres, de manera que ya no vivimos para nosotros mismos, sino para aquel que se entregó, murió, y resucito por nosotros.
          Esta palabra es para nosotros hoy que, también hemos sido llamados por nuestro nombre, para anunciar el Nombre que está sobre todo nombre, y en este Nombre proclamar el juicio de la misericordia a esta generación en tinieblas, para que brille para ellos la gran luz del Evangelio y sean inundados del gozo de su amor.
          Bajemos con el Señor a Galilea a encontrarnos con él, y que él mismo nos envíe a las naciones. Recibamos el pan de su cuerpo y el vino de su sangre, para que nuestra entrega sea la suya, y anunciando su muerte podamos proclamar su resurrección con la nuestra, y glorifiquemos a Dios con nuestro cuerpo. Que mientras nosotros muramos, el mundo reciba la vida, y que los gentiles simbolizados por los ninivitas, bendigan a Dios por su misericordia.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Segundo domingo del TO B

Domingo 2º del TO B

(1S 3, 3-10; 1Co 6, 13-15.17-20; Jn 1, 35-42)


Queridos hermanos:

La llamada fundamental de Dios al hombre trayéndolo a la existencia, es una llamada universal al amor. Dios es amor en su comunión trinitaria, y el hombre es llamado a la comunión con él, como camino y meta de su existencia. Esta es la voluntad de Dios, por la que el Hijo ha recibido un cuerpo capaz de entregarse para la salvación de los hombres, como dice la Carta a los Hebreos: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo.  Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad! También la segunda lectura habla de la misión del cuerpo, consagrado en el bautismo para servir al Señor en el amor: en la familia, en la comunidad, y en el mundo entero.
Samuel es engendrado, nace, y es llamado por Dios, porque Dios ha escuchado y aceptado la petición de Ana, su madre, que lo ha pedido para entregarlo a Dios y destinarlo a su servicio. Pero la llamada de Dios es un diálogo, en el que el hombre debe responder a la iniciativa de Dios. Samuel debe hacer personal la voluntad de su madre y la aceptación de Dios: “Habla Señor que tu siervo te escucha.”
En el Evangelio, los discípulos son también llamados: “Venid y lo veréis.” Venid a ver dónde vivo. Cristo vive en la comunión de amor con el Padre y el Espíritu Santo, y a esa comunión son llamados los discípulos como germen de la comunidad eclesial.
El Verbo se hace hombre, para que la comunión trinitaria de Dios sea participada por la humanidad y pueda así acercarse a Dios en comunión. La llamada implica por tanto el seguimiento y la misión: “Como el Padre me envió, también yo os envío; como el Padre me amó, también yo os he amado a vosotros.” Amaos pues, los unos a los otros como yo os he amado. Esta es, pues, la llamada universal que todos recibimos de Dios: Caminar hacia él en el amor. Seguir al “Cordero”, como corderos en medio de lobos. Para eso tenemos padres, hermanos, hijos, amigos, vecinos, prójimos y enemigos. Para eso hemos recibido un cuerpo: “Para hacer, oh Dios, tu voluntad.”
Sigamos, pues, a Cristo, nacido como Hijo, conducido como cordero, inmolado como chivo expiatorio, sepultado como hombre, y resucitado como Dios. Él es la Ley que juzga, la Palabra que enseña, la gracia que salva, el Padre que engendra, el Hijo que es engendrado, el cordero que sufre, el hombre que es sepultado, y el Dios que resucita, como dice Melitón de Sardes.

Proclamemos juntos nuestra fe.
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