SALMO
126
(125)
Canto del regreso
Cuando
el Señor hizo volver a los cautivos de Sión,
nos
parecía soñar;
entonces se llenó de risas nuestra boca,
nuestros
labios de cantos de alegría.
Los
gentiles decían: ¡Grandes cosas
ha
hecho el Señor en su favor!
¡Sí, grandes cosas ha hecho el Señor por
nosotros,
y
estamos alegres!
¡Recoge, Señor, a nuestros cautivos,
sean
como torrentes del Negueb!
Los que van sembrando con lágrimas
cosechan
entre gritos de júbilo.
Al ir, van llorando, llevando la semilla;
y
vuelven cantando, trayendo sus gavillas.
Este
salmo prefigura proféticamente la era mesiánica de la gran liberación, en la
que los sequedales del corazón humano serán fertilizados por los raudales de
gracia desbordantes de la misericordia divina.
Si hay algo que la fe
enseña a Israel y que también nosotros debemos aprender, es que “donde abundó
el pecado sobreabunda la misericordia” (cf. Jb 8, 21), no sólo en cuanto a
perdonar, sino sobre todo en cuanto a regenerar al pecador (Ez 36, 36). Hay que
hacer memoria de las entrañas de misericordia de nuestro Dios, para poder
“entrar en sí mismo” como el hijo pródigo y encontrar a quien nos amó primero. Hay
que constatar una vez más, que las obras maravillosas del Señor, quedan siempre
abiertas a mayores portentos, que trascendiendo el tiempo y al mismo Israel,
alcanzan ámbitos de universalidad ya presentes en el anuncio profético del protoevangelio
(Ge 3, 15) y que a través de la historia de la salvación van tomando forma y
plenitud. Esta es la experiencia de la Iglesia, que el Evangelio canta en boca
de María: “Ha hecho en mi favor cosas
grandes el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación
en generación a los que le temen” (Lc 1, 49-50).
Las promesas hechas a
Abraham y su descendencia, a las que el Mesías dará pleno cumplimiento en su
parusía, son constantemente renovadas por los profetas y apuntan a discernir el
“misterio escondido”, que superando cuanto ha sido experiencia de la
magnanimidad divina, hará exclamar a la humanidad como a los protagonistas del
salmo: “¡Nos parecía soñar!”.
Mientras tanto, la
experiencia del pueblo ante la salvación de Dios, se abre a la oración, por la
fe, suplicando al señor su misericordia ante cada nueva tribulación que toca a
la comunidad, porque “cuando un miembro
sufre, todos sufren con él”; y sobre todo para no ser arrastrados de nuevo
por la duda a Masá y Meribá diciendo: “¿Está
el Señor en medio de nosotros, o no?” Los mismos gentiles, sempiternos
acusadores del pueblo respecto a la predilección divina, deberán rendirse a lo
que aun siendo todavía esperanza, es ya poderosa manifestación divina en favor
suyo, cuya finalidad última es el testimonio iluminador de los paganos: Los gentiles decían: ¡Grandes cosas ha hecho
el Señor en su favor!
En una visión o lectura
cristiana del salmo, la semilla divina encarnada en el Hijo del hombre, debe
ser sepultada en el dolor, en nuestra tierra reseca, para brotar gozosa como fruto
centuplicado, en Cristo, y desbordar de vida en su resurrección la entera
aridez de nuestra humanidad calcinada por el pecado.
Injertados en el olivo
de Israel, los cristianos compartimos sus promesas y esperanzas; rezamos con
sus salmos, y alcanzados por la misericordia divina en el “año de gracia de nuestro Dios”, mientras llega la siega y se van
dorando las espigas, somos unidos a las fatigas del sembrador, arrastrando el
arado bajo su yugo, en la regeneración del mundo.
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