La Santísima Trinidad B

 La Santísima Trinidad B

(Dt 4, 32-34.39-40; Rm 8, 14-17; Mt 28, 16-20) 

Queridos hermanos: 

Celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, que fue instituida por el Papa Juan XXII en el siglo XIV. En esta fiesta contemplamos a Dios, en su íntima, actividad de amor que se difunde en la creación y en la redención. Dios fuerte y cercano; Dios de paternal caridad; Dios que envía y se entrega por la vida de su creatura.

Cristo, al revelarnos a Dios como Padre, Hijo y Espíritu, unidos en el amor, no sólo nos desvela un misterio, sino que nos introduce en él. Misterio de amor y de unidad en el que se penetra por la fe, acogiendo la gracia de su misericordia, “que nos ha elegido antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en el amor”, como dice san Pablo. Para eso nos creó y nos redimió en Cristo, enviándonos en su nombre a reunir a cuantos aceptasen ser guiados por el Espíritu Santo, constituyéndolos en hijos de Dios, como hemos escuchado en la segunda lectura.

El Padre envía al Hijo, el Hijo revela al Padre y ambos envían el Espíritu Santo. La fe en el Hijo nos revela el amor del Padre que nos crea y nos predestina a la comunión con él; amor, que nos llama al amor en la libertad y nos redime de nuestro extravío, para salvarnos entregándonos su Espíritu, que de nuevo nos une a sí y a los hermanos en comunión con él. Dios es, pues, comunidad fecunda de amor que se abre al encuentro con la creatura, para abrazarla en la comunión por la entrega de sí, reconciliándola consigo.

Que Dios se nos revele como comunidad de amor, nos muestra algo muy distinto a un “ser solitario y fríamente perfecto y poderoso, que gobierna y escruta todas las cosas desde su impasibilidad inconmovible, legislador distante a la espera de un ajuste de cuentas inapelable”, como lo definió alguien. El amor salvador y redentor de Dios, testifica la naturaleza divina que le hace implicarse con sus criaturas, a las que no solamente concibe, sino a las que se dona, uniéndose a su acontecer de forma total e indisoluble.

El Misterio de Dios en tantos aspectos inalcanzable a nuestra mente, podemos contemplarlo en la palabra, tal como él mismo ha querido manifestárnoslo para unirnos a él: Padre, Espíritu y Verdad, moviendo nuestra voluntad con lazos de amor, para amarlo. Contemplamos su misterio de amor que nos alcanza y nos arrastra tras de sí al encuentro del otro, como hemos escuchado en el Evangelio.

Dios se deja conocer por nosotros a través del Hijo de su amor, para comunicarnos su Espíritu, que nos introduce a su comunión eterna. Por la gracia de Cristo, llegamos al amor del Padre, en la comunión del Espíritu Santo. Ya desde el nacimiento de la Iglesia con la efusión del Espíritu, la fe y el conocimiento de Dios, han ido progresando, en este irnos  introduciendo en la Verdad completa de Dios que realiza el Espíritu. Desde la fe en Yahvé a la fe en la Trinidad, hay todo un camino que la Iglesia ha recorrido guiada por el Espíritu.

Nuestro origen queda recreado, cancelando nuestra mortal ruptura con el Origen del universo. Misterio de amor omnipotente, de comunión y de gracia, con el que Dios se revela íntimamente al abismo de nuestro corazón.

Profesar la fe en la Santísima Trinidad quiere decir aceptar el amor del Padre, vivir por medio de la gracia del Hijo y abrirse al don del Espíritu Santo. Creer que el Padre y el Hijo vienen al hombre a través del Espíritu y en él habitan; alegrarse de ser constituido templo vivo de Dios en el mundo; vivir en la tierra pero al mismo tiempo en Dios, caminar hacia Dios con Dios.

Si todo en la creación tiene como fuerza motriz el amor, que ha sido inscrito en ella por el Creador, de quien ha recibido la existencia, y el Amor engendra amor, que busca un fruto a través del servicio, cuál no será el amor del creador por los hombres. Santo, Santo, Santo; Padre, Hijo, y Espíritu.

Por la Eucaristía tenemos acceso sacramental a la comunión de amor del Padre y el Hijo, en el Espíritu Santo.

Profesemos juntos nuestra fe. 

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Jueves 8º del TO

 Jueves 8º del TO

Mc 10, 46-52 

Queridos hermanos: 

          El Evangelio de hoy nos presenta al “ciego de Jericó”, un viejo compañero nuestro de camino. Para Mateo se trata de dos ciegos que aparecen en dos ocasiones. Mc. le da el nombre de Bartimeo, que llama a Jesús Rabbuni, haciéndose a sí mismo fiel y discípulo. No deja de ser curioso que un pobre mendigo ciego haya llegado a ser conocido por su nombre en el correr de los siglos. El Evangelio de hoy nos describe la gesta de su fe, su oración y su testimonio de la Verdad.

          Este ciego es además pobre, y como consecuencia mendigo, y está sentado junto al camino, porque aún no ha encontrado el Camino, pero ha llegado por los caminos misteriosos de la gracia, que desconocemos, al discernimiento de la fe: Ese tal Jesús de Nazaret es el Mesías, a quien las Escrituras llaman: “Hijo de David”. Ciertamente que cuando venga el Mesías dará luz a los ciegos.

          He aquí un ciego que ve; un pobre que a encontrado el “tesoro escondido”; un mendigo docto que conoce la verdad de la Vida, y en este momento que la tiene a su alcance, la proclama. He aquí un hombre fácilmente despreciable de Jericó, más digno que los notables de Jerusalén.

          Ha llegado el momento de proclamar su fe como dice san Cirilo; de registrar su hallazgo en propiedad: ¡Jesús!, ¡Hijo de David! (Mesías), ¡rabbuni! (mi maestro y mi Señor). He aquí a un ciego que con su oración hace detenerse al “Sol” en Jericó, como Josué en Gabaón; un ciego que ilumina a todo el pueblo; un “ignorante” que instruye a los doctos; un pobre que enriquece a los potentados.

          No en balde Jesús le deja seguir gritando con insistencia como a los niños de Jerusalén: Está proclamando el Evangelio con todo su ser, un pobre mendigo ciego. A este ciego, como a “sus elegidos que están clamando a él día y noche les hace esperar”, porque con sus clamores están salvando al mundo proclamando la fe que salva: Cristo es el Mesías que da la vida al mundo, perdonando sus pecados como testimonio del amor de Dios.

          Después, el ciego añade su súplica: ¡Ten compasión de mí!

          Jesús viene a responderle: ¿Que quieres que haga por ti, si ya has alcanzado el Reino de Dios y su justicia?, ¿que quieres por añadidura? Todo se te puede dar. Recobra la vista ya que así lo deseas, pero es tu fe la que te ha salvado.

          Ha llegado el momento de dejar las seguridades que le ofrece su manto, dice Mc, de ponerse en pie y seguir al Señor que es el Camino. Ha llegado el momento de entrar en la alabanza de los elegidos.

          A eso nos invita ahora el Señor en la Eucaristía a nosotros ciegos y pobres, si es que compartimos la fe de Bartimeo, este pobre mendigo ciego. 

          Que así sea.

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Miércoles 8º del TO

 Miércoles 8º del TO

Mc 10, 32-45 

Queridos hermanos: 

En esta palabra aparece la naturaleza caída del ser humano en la realidad carnal de los apóstoles, que, busca ser, en todo, bajo el estado de precariedad existencial, que el pecado ha socavado en su personalidad, y aparece también el hombre nuevo, en Cristo, que es capaz de negarse a sí mismo con la libertad del amor, anteponiendo el bien ajeno mediante el servicio desinteresado, hasta el extremo de entregar la propia vida como realización plena de sí, trascendiendo las limitaciones de un ser cercado por la muerte. Este es el llamamiento a sus discípulos como “seguidores de Cristo”: «que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»

          Jesús va delante porque en su caminar indica el camino, hace el camino, es el camino al Padre, y si no va delante de nosotros, no sabemos por dónde ir, y ni siquiera podemos. El Señor se encamina al Padre a través de la pasión, con decisión, y atrae a los discípulos a seguirle, pero no los empuja; los reúne pero no los amontona. Como reconoce Tagore: No es fácil conducir a los hombres; empujarlos, en cambio es muy sencillo. Sabiendo que buscaban matarlo los judíos, sus discípulos se sorprenden y tienen miedo, pero Cristo sabe que el Padre se complace en su entrega y arde en deseos de consumarla.

 Los discípulos mientras tanto siguen a Cristo, pero su realidad carnal hace prevalecer en ellos su concepción mundana del Reino, en el que aspiran a realizarse sobresaliendo sobre los demás, sin comprender que la grandeza en el Reino está en relación directa con el servicio y el amor. El que está en la carne desea lo carnal, pero Cristo vive en otra onda propia del Espíritu, que es la donación. Su Reino es el amor y quien quiera situarse junto a Cristo debe acercarse a su entrega.

Este puede ser un punto importante para nuestra conversión, en nuestra condición de discípulos: centrarnos en el amor de Cristo, en el servicio, sin contemplarnos a nosotros mismos, sino a Cristo, en cuyo amor resplandece el rostro del Padre. 

          Que así sea.

 

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La Ascensión del Señor B

 La Ascensión del Señor B

(Hch 1, 1-11; Ef 1,17-27; Mc 16, 15-20) 

Queridos hermanos: 

          La Ascensión del Señor se celebró hasta el siglo IV junto con Pentecostés, festividad en la que por la tarde, los fieles de Jerusalén acudían al Monte de los Olivos, donde se proclamaban los textos de la Ascensión. Después comenzó a celebrarse separadamente, 40 días después de Pascua.

          Esta fiesta está en función nuestra, para avivar en nosotros la esperanza de la promesa de nuestra exaltación a la comunión celeste con Dios. El que “bajó” por nosotros, “asciende” con nosotros a la gloria: “suba con él nuestro corazón”. Las figuras de Enoc y Elías, encendieron nuestro deseo de plenitud, que Cristo ha colmado.

          Ascender o descender, subir o bajar, no son, sino expresiones comprensibles de una realidad, que supera nuestras categorías humanas; podríamos hablar también de exaltar o de glorificar, para expresar el paso de nuestra dimensión terrena a la celeste. En el caso de Cristo lo llamamos Ascensión y en caso de la Virgen María Asunción.

          Terminada su obra de salvación, Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, “asciende” al cielo y se “sienta” “a la derecha” del Padre. Su encarnación ha hecho posible su entrega, que ahora se hace presencia interior, y no externa; ya no estará entre nosotros, sino en nosotros a través de su Espíritu, y en el seno del Padre.

          Cristo está junto al Padre presentándole nuestra humanidad redimida y glorificada para interceder por nosotros, y está dentro de nosotros intercediendo por el mundo. La fuerza que mueve a los discípulos ya no es la del ejemplo, sino la del amor que ha sido derramado en su corazón por el Espíritu.

          Un hombre entra en el cielo, y como dice san Pablo: En Cristo se nos da a conocer la riqueza de la gloria otorgada por Dios en herencia a los santos: “a nosotros que estábamos muertos en nuestros delitos, por el grande amor con que nos amó, nos vivificó, nos resucitó, y nos hizo sentar en él, en los cielos, para mostrar la sobreabundante riqueza de su gracia por su bondad para con nosotros.”

          No es sólo nuestra carne la que entra en el cielo, sino nuestra cabeza, a la que debe seguir todo el Cuerpo de Cristo, del que nosotros somos miembros. Esta, es pues, nuestra esperanza: seguir unidos a él para siempre en la gloria. Por eso debemos siempre “buscar las cosas de arriba, donde está Cristo”, nuestra cabeza, en espera de su venida, sin que nada ni nadie nos desvíe de nuestra meta.

          Cuando vino a nosotros no dejó al Padre, y ahora que vuelve a él, no nos abandona, enviándonos su Espíritu, que de simples creaturas nos hace hijos. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Matías, apóstol

 San Matías, apóstol

(Hch 1, 15-17.20-26; Jn 15, 9-17) 

Queridos hermanos: 

          La palabra de hoy está centrada en la Caridad de Dios; el amor del Padre y del Hijo que está a la raíz de todo dándole consistencia. En primer lugar lo revela a través de su Hijo hecho hombre, entregándose a sí mismo en su cruz, para el perdón de los pecados. Cristo mismo se entrega por amor al Padre y a nosotros, con el mismo amor del Padre que está en él. Este es el secreto de su amor al Padre, hacer siempre lo que a él le agrada, y sabemos que le agrada nuestro bien, porque es amor. El que ama, piensa más en el bien de la persona amada que en sí mismo y eso, a veces, implica renunciar al propio bienestar. Por eso el Padre entrega al Hijo por nosotros; por eso el Hijo obedece al Padre hasta la muerte. Así le ama, le obedece, y lleno del gozo de su amor se entrega y sufre por nosotros.

          Cristo hace suya la iniciativa del Padre y se entrega totalmente para que su amor esté en nosotros, a quienes llama a ser sus hijos de adopción y discípulos de su Hijo, para que nosotros lo testifiquemos ante el mundo, como han hecho en primer lugar sus apóstoles. En este amor hemos sido introducidos por su gracia, y en él, somos invitados a permanecer, adhiriéndonos a su mandamiento, en el amor mutuo.

          El Señor desea para nosotros la plenitud de su gozo, en el amor que él nos ha traído de parte del Padre gratuitamente. Así lo ha querido el Padre porque nos ama y así lo ha realizado el Hijo por amor al Padre y a nosotros. Este amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, cuyo fruto en nosotros es el amor mutuo y también el gozo. El Señor nos ha dicho que quiere para nosotros su gozo, el gozo de su amor, y por eso nos da su mandamiento de entregarnos, sin límites, y sin temer al sufrimiento. Para eso, el Señor nos ha permitido escuchar el Evangelio, nos ha permitido creer, y nos ha dado su Espíritu gratuitamente. Nos ha introducido en su amor, para que permanezcamos en él. Todo es gracia.

          Dándonos el Espíritu Santo, su gozo en nosotros se hace pleno y testifica en nosotros el amor del Padre y del Hijo. La consecuencia es pues, el mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los otros”, sin reservarnos la vida que se nos ha dado. Para este fruto hemos sido elegidos y destinados: “No me habéis elegido vosotros  a mi, sino que yo os he elegido.” El amor entre los hermanos es signo para el mundo del amor que Dios derrama sobre él. Lo llama a la fe. Es apremiante para la vida del mundo y se hace mandato ineludible para nosotros. Este amor debe ser como el de Cristo por nosotros: “como yo os he amado”, que le ha llevado hasta el don de la vida. Este amor va acompañado de la amistad de Cristo y de la total confianza en Dios, de modo que recibamos del Padre cuanto necesitemos y permanezca después de la muerte para vida eterna. 

          Que así sea.

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