DOMUND B


Domingo mundial de la propagación de la fe B
(Is 60, 1-6; Hb 4, 14-16; Mc 10, 35-45


Queridos hermanos:


Contemplamos hoy la misión universal con la que la Iglesia se une a la de Cristo para hacernos presente el amor del Padre, porque: “Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo, para que el mundo se salve por él.”
Esta misión salvadora que Cristo ha proclamado con las palabras de su predicación y con los hechos de su entrega, nos ha obtenido el perdón de los pecados y nos ha suscitado la fe que nos justifica y nos alcanza el Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra.
Esta misión, Cristo la entregó a sus discípulos para que alcanzara a todos los hombres de generación en generación: “Como el Padre me envió yo también os envío”; “Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda la creación”. La creación, como dice san Pablo “gime hasta el presente y sufre dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios”, que proclaman la victoria de Cristo, para que todo el que crea en él, tenga vida eterna y llegue al conocimiento de la verdad del amor de Dios.
A través del anuncio del Evangelio, Jesucristo ha puesto un cimiento nuevo, sobre el que edificar el verdadero templo, en el que se ofrezca a Dios un culto espiritual que brota de la fe; por ella el Espíritu Santo, derrama en el corazón del creyente el amor de Dios que lo salva y lo lanza a la salvación del mundo entero como hijo de Dios. En efecto, la predicación del Evangelio de Cristo suscita la fe y obtiene el don del Espíritu Santo.
Es urgente por tanto la predicación creída en el corazón y confesada con la boca para alcanzar la salvación como dice san Pablo. Pero¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Id pues, y anunciad el Evangelio a toda la creación.”
                    No hay, por tanto, belleza comparable a aquella de los mensajeros del Evangelio, que traen la regeneración de todas las cosas en Cristo: La enfermedad, la muerte, la descomunión entre los hombres y todas las consecuencias del pecado, se desvanecen ante el anuncio. Irrumpe la gracia y el Reino de Dios se propaga. Cristo en sus discípulos se dispersa por toda creación suscitando la fe.
Este es el envío que la Iglesia ha recibido de Cristo y que se perpetúa hasta la Parusía. Esto es lo que hacemos hoy presente en la Eucaristía y a lo que nos unimos comiendo el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo: “Pues cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga.
          Proclamemos juntos nuestra fe.
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El cristiano frente a la injusticia


El cristiano frente a la injusticia
(Actitudes cristianas frente a la ofensa, la injusticia o la violencia sufridas.)

         
          Siendo cierto que los avances de la sociedad en torno al tema de la justicia son innegables, sobre todo si miramos etapas anteriores de la historia, y que el cristianismo ha tenido una parte decisiva en este progreso que ha permeado la vida y la legislación de occidente, en este momento concreto en el que la verdad cede su puesto al consenso, alienando la dignidad de la razón, la equidad ante la tolerancia y la incongruencia se traviste de pluralidad, dando carta de ciudadanía a la subversión de los valores, se hace acuciante la necesidad de la proclamación del Evangelio, mediante la vivencia de aquellos valores eternos, que durante mil años permearon, salaron e iluminaron aquel primer paganismo, transformándolo, sin dejarse asimilar por su aparente hegemonía.

          Digamos como premisa, que una cosa es ser cristiano, “luz de las gentes y sacramento de salvación“,  y otra muy distinta buscar el cumplimiento de una pía religiosidad, con una casuística inacabable y siempre insuficiente, por la cual alcanzar una auto justificación frente a las legítimas reivindicaciones naturales, que nos permiten compaginar los criterios del mundo con nuestra piedad, viviendo ajenos a la transformación ontológica que realiza la gracia divina, por la fe, en el corazón del creyente, al ser derramado en él, el amor de Dios, por obra del Espíritu Santo, que lo constituye en “sal de la tierra y luz del mundo”.

          La moral cristiana actual, no solamente debe contribuir a mantener vivo e incontaminado, el depósito de la fe recibido, y participado en un ámbito de “cristiandad”, sino a testificar frente a un mundo que ha perdido el oriente, “el esplendor de la Verdad”, como encarnación del amor de Dios en un pueblo, que gratuitamente ha sido injertado en la naturaleza divina por el don del Espíritu Santo de Nuestro Señor Jesucristo. Sólo así puede comprenderse, que no se trata sólo de una exigencia personal, sino, sobre todo, de un don para esta humanidad, sometida a la influencia maligna de los poderes de este mundo, aquello de:

                    No resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda.
          Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, rogad por los que os persigan y os difamen, bendecid a los que os maldigan. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que te robe lo que es tuyo, no se lo reclames.
          Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; para que seáis hijos de vuestro Padre celestial; entonces seréis hijos del Altísimo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos; él es bueno con los ingratos y los perversos. Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial. (cf. Mt 5, 39-45 y Lc 6, 27-35).
  
          Al llamado “joven rico” que acude a Cristo en busca de salvación, preguntándole: “¿qué debo hacer?” el Señor lo sitúa frente a la moral de los mandamientos: no seas injusto; sólo para “seguirle” en su “misión” salvadora, le ofrecerá la gracia de recibir el ciento por uno, por renunciar a lo que en “justicia” tiene derecho. Así podemos responder a quienes busquen, con todo derecho, en el proceloso mar de esta vida: “nadar y guardar la ropa”.

          Ser cristiano en esta generación, no consiste, por tanto, en exigir unas “justas reclamaciones”, o en reivindicar unos “derechos desde todo punto de vista inalienables”, sino en mostrar sobre la tierra la vida celeste a la que todos somos llamados; mostrarla viva, y operante ya en un pueblo, que ha sido alcanzado gratuitamente por la misericordia divina que se ha encarnado en Jesucristo.

          No se trata, por tanto, de una sublime y exigente doctrina a conquistar, sino de un don, de una gracia “gratis data”, propia de la esencia misma del ser cristiano. San Pablo mismo la da por supuesta entre fieles: “Es un fallo vuestro que haya pleitos entre vosotros. ¿Por qué no preferís soportar la injusticia? ¿Por qué no os dejáis más bien despojar? (cf.1Co 6, 7).

          Frente a un mundo cada día más alejado del glorioso destino para el que ha sido creado, experimentable como prenda, en esta tierra, por la comunión entre los hombres, el Señor llama la atención de sus discípulos, a quienes él mismo se ha entregado: “Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20).

El perdón cristiano de las ofensas es siempre una restitución a la misericordia divina, de su amor gratuito recibido en Cristo. La vida cristiana tiene como esencia la misión de evangelizar, sobre todo con el testimonio de un amor que trasciende toda relación mundana: “Mirad como se aman”. El escándalo del desamor o de la falta de perdón, por el contrario destruye la misión y por tanto a la Iglesia; es siempre un tropiezo a la fe y a los signos que la suscitan. La negativa a perdonar, escandaliza como el pecado mismo. Es un contra signo: “Mirad, como no se aman”. Por eso es tan fuerte la sentencia contra el que escandaliza, porque mata la vida en el “pequeño” que comienza a creer, destruyendo las débiles raíces de su fe.

La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides.

          “Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres, conscientes de que el Señor os dará la herencia en recompensa. El Amo a quien servís es Cristo (Col 3, 23-25).  Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

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Actitudes cristianas ante el emigrante


ACTITUDES CRISTIANAS ANTE EL EMIGRANTE[1]



           Esta es una “brevísima” reflexión, necesaria en estos tiempos en los que debido a la efervescencia social, la inmemorial trashumancia de la raza humana en busca de subsistencia y nuevos horizontes de supervivencia, alcanza caracteres trágicos, en pos de un estado de bienestar que se presenta inalcanzable para inmensas regiones deprimidas del planeta, provocando una crisis de inestabilidad en las zonas más privilegiadas del globo, en las que la abundancia de un desarrollo totalmente insólito en la historia, se siente amenazada, provocando reacciones de auto defensa que despiertan mecanismos ancestrales, supuestamente superados por una “civilización” secular, proclive, en realidad, al descarte y la marginación, frente a la acogida solidaria de una pretendida fraternidad.

          Ante la perplejidad actual de los gobernantes de los estados involucrados, responsables y diputados para dar respuesta a la situación, nos planteamos cual deba ser la actitud y la respuesta personales del cristiano, cuya fe obra por la caridad. Cada cristiano, con el espíritu de Jesucristo que lo hace tal en medio del mundo, se relaciona con sus semejantes en el amor, reconociendo su dignidad personal, asistiéndolos en sus necesidades y usando con todos de misericordia, en el ámbito de la justicia y de la convivencia.

          La Iglesia católica, ”madre y maestra,” como encarnación actual de la caridad cristiana en medio de la sociedad, ilumina a los fieles en su fidelidad al Evangelio, que hace florecer en ella, carismas de acogida y asistencia que la acompañen en su testimonio evangelizador, contribuyendo con su doctrina y con su acción al bien común de las sociedades en que vive, saneando sus estructuras, inspirando sus leyes, y salando con sus criterios de justicia, honestidad y responsabilidad, la entera vida social. La Iglesia puede proponer sus criterios y también oponer sus objeciones ante aquellas decisiones que manifiestamente contradigan o se opongan a la fraternidad humana con menoscabo de la dignidad de la persona que la moral evangélica proclama.

          Inmigración, y asilo, son fenómenos muy antiguos, que en estos últimos tiempos experimentan una tal masificación que pueden desembocar en actitudes de xenofobia, ante el endurecimiento y la radicalización de las posturas de los países afectados por la invasión descontrolada de inmigrantes, en busca de refugio y subsistencia. El bien común debe regularse superando el egoísmo de la rentabilidad a toda costa, en menoscabo de la dignidad de las personas. Se requiere racionalidad, justicia y eficacia, sin olvidar que hablamos de personas humanas cuya dignidad no procede de lo que saben o lo que tienen, sino de lo que son.

          Históricamente, la Iglesia Católica ha mantenido siempre un gran interés por la inmigración y el cómo la acción política afecta a quienes emigran en busca de una vida mejor. Basándose en las enseñanzas de la Escritura y en su propia experiencia, las enseñanzas de su Doctrina Social, hacen a la Iglesia Católica levantar su voz en favor de aquéllos que son marginados en su desarraigo, y cuyos derechos inalienables, dados por Dios no son respetados.

          Los emigrantes y refugiados, junto a los huérfanos y las viudas, han gozado siempre en la Escritura, de una particular protección por parte de Dios. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, encontramos ejemplos sobre la situación de los inmigrantes y los refugiados que huyen de la opresión y la violencia. El Éxodo hebreo de la esclavitud a la libertad, nos describe la experiencia de un pueblo que vivió 400 años en país extranjero y 40 en el desierto. También la Sagrada Familia, ha conocido la vida del refugiado, durante la persecución de Herodes. El mismo Jesús afirma de sí mismo, "no tener donde reclinar la cabeza," y en sus enviados, “sus pequeños hermanos”, perpetuará también la precariedad del destierro y el asilo: "Tuve hambre, y me distéis de comer, tuve sed y me distéis de beber, estuve enfermo y me visitasteis, fui forastero y me acogisteis". La Iglesia tiene, por tanto, también la responsabilidad de hacer brillar el mensaje cristiano en esta cuestión, ayudando a construir puentes, de modo que se pueda crear un sistema de inmigración que sea justo y sirva al bien común, considerando las legítimas preocupaciones en orden a la seguridad de cada nación.

El Magisterio de la Iglesia, y Los Papas

          León XIII, con su encíclica Rerum Novarum de 1891, es el primero en tratar el tema social de las condiciones laborales, mencionando que “toda persona tiene derecho a trabajar para vivir dignamente y sostener a su familia”.

          Pio XII, posteriormente, reafirma que “los emigrantes tienen derecho a una vida digna y a emigrar para conseguirla”.

          Juan XXIII puntualiza en su encíclica, Pacem in Terris, que el derecho a la emigración no es absoluto, y se aplica sólo, “cuando hay razones justas para emigrar”, como ocurre actualmente, que hay pobreza global, guerras, crimen, y persecuciones, y las personas se ven obligadas a abandonar sus casas motivadas por la necesidad de sobrevivir y sostener a sus familias.
          Las naciones tienen la obligación de garantizar el bien común universal, y por lo tanto, deben responder a los flujos migratorios de la mejor manera posible. Las naciones poderosas y ricas tienen una obligación aun mayor de buscar el bien común universal de acuerdo a las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia.

          Juan Pablo II dijo que el principio de la dignidad humana debe aplicarse a la inmigración en base a dos criterios:
          1.- Todo ser humano tiene derecho a buscar condiciones dignas de vida para sí y para sus seres queridos, incluso mediante la emigración.
          2.- Toda nación soberana tiene derecho a garantizar la seguridad de sus fronteras y regular el flujo migratorio.
          Hablar del derecho a la emigración, lleva implícito el derecho primario a no emigrar, desarrollando su actividad laboral en la propia patria sin el desarraigo familiar y social que supone.
          
           Francisco en 2016 dijo: ¿Cómo no ver el rostro del Señor en los millones de prófugos, refugiados y desplazados que huyen desesperados del horror de la guerra, de las persecuciones y de las dictaduras?

           La Iglesia reconoce el derecho a que las naciones soberanas protejan y cuiden sus fronteras para asegurar el bien común de sus ciudadanos. En general, los inmigrantes y los refugiados son algunos de los más pobres y vulnerables entre nosotros. Por esta razón, la Iglesia enseña que los gobiernos a todos los niveles deben hacer todo lo que puedan para asegurar que sean respetados y mantenidos su dignidad y bienestar. Con todo, ningún país está obligado a aceptar a todas las personas que quieren emigrar a él, en especial si la seguridad y el bien común de sus ciudadanos están en riesgo. Por último, un país debe regular sus fronteras con justicia y misericordia. Es decir, que este principio debe aplicarse con absoluta igualdad respetando la dignidad de todos. Aceptar inmigrantes y refugiados resulta esencial para la vida de cualquier nación justa, y una responsabilidad que se debe ejercer con prudencia y sabiduría.

          El Concilio Vaticano II, ha considerado los grandes movimientos de personas, como un signo de nuestro tiempo (Gaudium et Spes, 4-6), y es una de las preocupaciones que han ayudado a ampliar y a profundizar la Doctrina Social de la Iglesia. 

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[1] (Artículos consultados: Justice for Immigrants: The Catholic Campaign for Immigration Reform; Oficina de Asuntos para Inmigrantes y de Educación sobre Migración; Father Cal Christiansen. ¿Qué enseña la Iglesia acerca de la inmigración?; Mons. Jorge de los Santos;  CEU Ediciones. Migración y Doctrina Social de la Iglesia; Lucandrea Massaro)


Domingo 27 del TO B


Domingo 27º del T.O. B
( 2, 18-24; Heb 2, 9-11; Mc 10, 2-16)

Queridos hermanos:

El Reino de Dios trae consigo importantes novedades en todos los aspectos de la vida del discípulo. También en el Matrimonio, que es devuelto a su grandeza original según la voluntad divina. Todo ello es posible mediante el “Don de Dios”, el Espíritu Santo, que debe ser acogido con la docilidad de un niño.
Cristo, une los dos relatos de la creación del hombre, citando el comienzo del primero y el final del segundo, en su respuesta a los judíos, para manifestar que, en la voluntad divina, el matrimonio no sólo es indisoluble y orientado al bien de los cónyuges  “carne de mi carne”; “no es bueno que el hombre esté solo” (Ge 2, 18-24), sino también destinado a la fecundidad, por lo que “los hizo macho y hembra”, con el mandato expreso de: “sed fecundos” (Ge 1, 27s), ya que como dice la segunda lectura Dios quería: “llevar muchos hijos a la gloria”, hasta que llegaran a ser “una muchedumbre inmensa que nadie podía contar” como dice el Apocalipsis.

El Señor va al fondo de la cuestión sabiendo que sólo con la fuerza del Espíritu será posible que el corazón humano se centre de nuevo en el plan divino del amor único y fecundo de Dios. La novedad cristiana respecto al matrimonio, lo eleva al punto de ser signo del amor esponsal de Cristo por su Iglesia, por la que se entregó hasta la muerte de cruz y poder así “presentársela a sí mismo, resplandeciente, sin mancha ni arruga”. Por eso, toda profanación del matrimonio cristiano es adulterio, con la connotación idolátrica que la Escritura da a la palabra adulterio. En efecto, el adulterio en el matrimonio cristiano, desvirtúa la imagen del amor de Cristo por su Iglesia, que le ha sido dado, y que está llamado a visibilizar.

La gracia de Cristo transforma la “dureza del corazón” consecuencia del pecado, haciéndolo de carne por la acción del Espíritu, recibido por la fe en Cristo. Un corazón nuevo lleva consigo una vida nueva, en la que es posible el amor fecundo y fiel que superando los límites humanos, alcanza la plenitud del amor de Dios. Jesús, no se limita a reafirmar la ley; le añade la gracia. Esto quiere decir que los esposos cristianos no tienen sólo el deber de mantenerse fieles hasta la muerte; tienen también las ayudas necesarias para hacerlo. De la muerte redentora de Cristo viene la fuerza del Espíritu Santo que permea todo aspecto de la vida del discípulo, incluido el matrimonio. 

Como dice Benedicto XVI: «El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza, conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad, y en el sentido del “para siempre”. El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad» «Deus caritas est, 6».

 Proclamemos juntos nuestra fe.
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