Actitudes cristianas ante el emigrante


ACTITUDES CRISTIANAS ANTE EL EMIGRANTE[1]



           Esta es una “brevísima” reflexión, necesaria en estos tiempos en los que debido a la efervescencia social, la inmemorial trashumancia de la raza humana en busca de subsistencia y nuevos horizontes de supervivencia, alcanza caracteres trágicos, en pos de un estado de bienestar que se presenta inalcanzable para inmensas regiones deprimidas del planeta, provocando una crisis de inestabilidad en las zonas más privilegiadas del globo, en las que la abundancia de un desarrollo totalmente insólito en la historia, se siente amenazada, provocando reacciones de auto defensa que despiertan mecanismos ancestrales, supuestamente superados por una “civilización” secular, proclive, en realidad, al descarte y la marginación, frente a la acogida solidaria de una pretendida fraternidad.

          Ante la perplejidad actual de los gobernantes de los estados involucrados, responsables y diputados para dar respuesta a la situación, nos planteamos cual deba ser la actitud y la respuesta personales del cristiano, cuya fe obra por la caridad. Cada cristiano, con el espíritu de Jesucristo que lo hace tal en medio del mundo, se relaciona con sus semejantes en el amor, reconociendo su dignidad personal, asistiéndolos en sus necesidades y usando con todos de misericordia, en el ámbito de la justicia y de la convivencia.

          La Iglesia católica, ”madre y maestra,” como encarnación actual de la caridad cristiana en medio de la sociedad, ilumina a los fieles en su fidelidad al Evangelio, que hace florecer en ella, carismas de acogida y asistencia que la acompañen en su testimonio evangelizador, contribuyendo con su doctrina y con su acción al bien común de las sociedades en que vive, saneando sus estructuras, inspirando sus leyes, y salando con sus criterios de justicia, honestidad y responsabilidad, la entera vida social. La Iglesia puede proponer sus criterios y también oponer sus objeciones ante aquellas decisiones que manifiestamente contradigan o se opongan a la fraternidad humana con menoscabo de la dignidad de la persona que la moral evangélica proclama.

          Inmigración, y asilo, son fenómenos muy antiguos, que en estos últimos tiempos experimentan una tal masificación que pueden desembocar en actitudes de xenofobia, ante el endurecimiento y la radicalización de las posturas de los países afectados por la invasión descontrolada de inmigrantes, en busca de refugio y subsistencia. El bien común debe regularse superando el egoísmo de la rentabilidad a toda costa, en menoscabo de la dignidad de las personas. Se requiere racionalidad, justicia y eficacia, sin olvidar que hablamos de personas humanas cuya dignidad no procede de lo que saben o lo que tienen, sino de lo que son.

          Históricamente, la Iglesia Católica ha mantenido siempre un gran interés por la inmigración y el cómo la acción política afecta a quienes emigran en busca de una vida mejor. Basándose en las enseñanzas de la Escritura y en su propia experiencia, las enseñanzas de su Doctrina Social, hacen a la Iglesia Católica levantar su voz en favor de aquéllos que son marginados en su desarraigo, y cuyos derechos inalienables, dados por Dios no son respetados.

          Los emigrantes y refugiados, junto a los huérfanos y las viudas, han gozado siempre en la Escritura, de una particular protección por parte de Dios. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, encontramos ejemplos sobre la situación de los inmigrantes y los refugiados que huyen de la opresión y la violencia. El Éxodo hebreo de la esclavitud a la libertad, nos describe la experiencia de un pueblo que vivió 400 años en país extranjero y 40 en el desierto. También la Sagrada Familia, ha conocido la vida del refugiado, durante la persecución de Herodes. El mismo Jesús afirma de sí mismo, "no tener donde reclinar la cabeza," y en sus enviados, “sus pequeños hermanos”, perpetuará también la precariedad del destierro y el asilo: "Tuve hambre, y me distéis de comer, tuve sed y me distéis de beber, estuve enfermo y me visitasteis, fui forastero y me acogisteis". La Iglesia tiene, por tanto, también la responsabilidad de hacer brillar el mensaje cristiano en esta cuestión, ayudando a construir puentes, de modo que se pueda crear un sistema de inmigración que sea justo y sirva al bien común, considerando las legítimas preocupaciones en orden a la seguridad de cada nación.

El Magisterio de la Iglesia, y Los Papas

          León XIII, con su encíclica Rerum Novarum de 1891, es el primero en tratar el tema social de las condiciones laborales, mencionando que “toda persona tiene derecho a trabajar para vivir dignamente y sostener a su familia”.

          Pio XII, posteriormente, reafirma que “los emigrantes tienen derecho a una vida digna y a emigrar para conseguirla”.

          Juan XXIII puntualiza en su encíclica, Pacem in Terris, que el derecho a la emigración no es absoluto, y se aplica sólo, “cuando hay razones justas para emigrar”, como ocurre actualmente, que hay pobreza global, guerras, crimen, y persecuciones, y las personas se ven obligadas a abandonar sus casas motivadas por la necesidad de sobrevivir y sostener a sus familias.
          Las naciones tienen la obligación de garantizar el bien común universal, y por lo tanto, deben responder a los flujos migratorios de la mejor manera posible. Las naciones poderosas y ricas tienen una obligación aun mayor de buscar el bien común universal de acuerdo a las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia.

          Juan Pablo II dijo que el principio de la dignidad humana debe aplicarse a la inmigración en base a dos criterios:
          1.- Todo ser humano tiene derecho a buscar condiciones dignas de vida para sí y para sus seres queridos, incluso mediante la emigración.
          2.- Toda nación soberana tiene derecho a garantizar la seguridad de sus fronteras y regular el flujo migratorio.
          Hablar del derecho a la emigración, lleva implícito el derecho primario a no emigrar, desarrollando su actividad laboral en la propia patria sin el desarraigo familiar y social que supone.
          
           Francisco en 2016 dijo: ¿Cómo no ver el rostro del Señor en los millones de prófugos, refugiados y desplazados que huyen desesperados del horror de la guerra, de las persecuciones y de las dictaduras?

           La Iglesia reconoce el derecho a que las naciones soberanas protejan y cuiden sus fronteras para asegurar el bien común de sus ciudadanos. En general, los inmigrantes y los refugiados son algunos de los más pobres y vulnerables entre nosotros. Por esta razón, la Iglesia enseña que los gobiernos a todos los niveles deben hacer todo lo que puedan para asegurar que sean respetados y mantenidos su dignidad y bienestar. Con todo, ningún país está obligado a aceptar a todas las personas que quieren emigrar a él, en especial si la seguridad y el bien común de sus ciudadanos están en riesgo. Por último, un país debe regular sus fronteras con justicia y misericordia. Es decir, que este principio debe aplicarse con absoluta igualdad respetando la dignidad de todos. Aceptar inmigrantes y refugiados resulta esencial para la vida de cualquier nación justa, y una responsabilidad que se debe ejercer con prudencia y sabiduría.

          El Concilio Vaticano II, ha considerado los grandes movimientos de personas, como un signo de nuestro tiempo (Gaudium et Spes, 4-6), y es una de las preocupaciones que han ayudado a ampliar y a profundizar la Doctrina Social de la Iglesia. 

                                                                     www.jesusbayarri.com






[1] (Artículos consultados: Justice for Immigrants: The Catholic Campaign for Immigration Reform; Oficina de Asuntos para Inmigrantes y de Educación sobre Migración; Father Cal Christiansen. ¿Qué enseña la Iglesia acerca de la inmigración?; Mons. Jorge de los Santos;  CEU Ediciones. Migración y Doctrina Social de la Iglesia; Lucandrea Massaro)


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