Dgo. 4º del TO C
(Jr 1, 4s. 17-19; 1Co 12, 31-13, 13; Lc 4, 21-30)
Queridos hermanos:
La
palabra de hoy nos pone delante dos problemas a los que se enfrenta la razón
del hombre ante la fe: el escándalo de la encarnación, teniendo que aceptar que
nuestra relación con Dios tenga que pasar por la mediación de hombres como
nosotros. Problema por tanto de humildad, a la que se resiste nuestro orgullo, y
en segundo lugar, el de proyectar en Dios nuestras expectativas, queriendo que
Dios responda a la imagen que nosotros tenemos de él.
Cuando
la santidad de Dios se acerca al hombre, lo atemoriza, como ocurrió en el
Sinaí, cuando el pueblo aterrorizado pidió a Dios un intermediario y fue
escuchado. En efecto, el Señor siempre suscita y envía a quien quiere, para
comunicar su voluntad, su palabra de vida, y su gracia, que nos manifiesten su
amor; hombres a los que inspira por medio de su Espíritu, hasta que en Cristo,
su presencia en el hombre se hace plena y definitiva por medio de su Hijo.
Es Dios quien elige cómo, cuándo, y a través de quien desea
manifestarse. Elige, fortalece y envía: «Quien
os acoge a vosotros, me acoge a mí, y quien me acoge a mí acoge a aquel que me
ha enviado». Rechazar al enviado es rechazar a quien lo envió. Por tanto,
es necesario discernir y aceptar la voluntad soberana de Dios que se encarna
muchas veces en contra de nuestros criterios y presupuestos carnales, con el
peligro de creer que se sirve al Señor, cuando en realidad sólo obedecemos a
nuestra propia razón. El hombre debe discernir los caminos de Dios y acudir
allí donde sopla el Espíritu. Servir a Dios pasa por entrar en el absurdo de la
cruz al que nuestra razón se revela. En el “sacramento de nuestra fe”, Cristo,
se entrega a la voluntad del Padre que le presenta la cruz. A esta entrega de
Cristo nos unimos nosotros en la Eucaristía. La fe, por tanto, será siempre un
obsequio libre de nuestra mente y nuestra voluntad a Dios que se revela, cómo y
cuándo quiere, y constituye, por tanto, un acto de amor y de humildad.
Israel rechaza que Dios haya querido
encarnarse en “el hijo del carpintero”; que el Mesías no venga, aparentemente, de
la estirpe real, o de la casta sacerdotal, sino de Galilea.
Creados
por el amor y para la comunión con el amor que es Dios, recibimos de Dios sus
dones, para que nos ayuden en el camino y alcancemos felizmente la meta
bienaventurada, pero el hombre, en su necedad, constantemente se olvida de su
destino y se enreda en los dones, haciendo fines de los medios llamados a
desvanecerse en cuanto cumplen su cometido.
Ante
las necesidades concretas de su Iglesia, Dios, suscita dones y carismas que la
edifiquen y la purifiquen; y aunque las normas y las instituciones eclesiales
son obra suya, llama y envía en ocasiones a un irregular en su nombre, como
hacía con los profetas. En toda la historia de la Iglesia se da, pues, esta
dialéctica entre Institución y Carisma, como se dio también en el Antiguo
Testamento. El paradigma, es una vez más Cristo, a quien Dios suscita del
pueblo. La jerarquía tiene la
responsabilidad de acoger, después de discernir, los dones y carismas de Dios,
por lo que necesita una vigilancia constante en sintonía con su voluntad. San
Lucas en su Evangelio nos presenta un ejemplo de esta responsabilidad, cuando
dice que los fariseos y legistas, al no acoger el bautismo de Juan, frustraron
el plan de Dios sobre ellos. (cf. Lc 7, 30).
Al igual que en la encarnación del Hijo de Dios en la
debilidad humana, al hombre le cuesta siempre aceptar a sus enviados; se
escandaliza mostrándose duro de corazón. Estamos dispuestos a ser deslumbrados
por el poder de Dios, pero no a que venga envuelto en la fragilidad humana. En
el mundo se dice: Cristo sí, pero la Iglesia, no. El problema de la encarnación
golpea el orgullo humano que, se resiste a humillarse ante otro hombre.
Pretendemos que Dios se nos imponga con su poder o autoridad, pero Dios, es
fiel al don de la libertad que nos ha dado para que le amemos.
En ocasiones también el enviado, como san Pablo, se queja
de tener que cargar con su debilidad en la misión, porque se le relativizan sus
dones. Dios es grande en nuestra debilidad. Eso debe bastarle. Así, la fe
brilla en la libertad y en la humildad del hombre, sin que Dios se le imponga
con su poder.
Para dar el salto a la fe, el hombre debe responder a la
pregunta del Evangelio: « ¿De dónde le viene esto? », pero eso, supone
reconocer la presencia de Dios en él, y por tanto obedecerle, por lo que con
frecuencia, el hombre se niega a responder a la pregunta. Al quedar al margen
de la fe, el poder de Dios queda frustrado en Jesús por nuestra libertad, como
dice el Evangelio: «Y no podía hacer allí ningún milagro».
El profeta hace presente a Dios, y a los que están fuera de
su voluntad, les recuerda su desvarío tan sólo con su presencia. Si se obstinan
en su maldad, tendrán que responder ante Dios, pero además se les ofrece la
gracia de arrepentirse y vivir.
Cristo, con su presencia, muestra la misericordia de Dios y
su juicio como dijo el anciano Simeón: «Este
está puesto para caída y elevación de muchos; signo de contradicción».
El segundo problema que presenta esta palabra, es quizá más
grave, y consiste en reducir la inmensidad del plan amoroso de Dios, al que
nuestra carne y nuestra pequeña razón son capaces de forjar. Israel, no sólo
tiene dificultad en aceptar al Mesías concreto elegido por Dios, sino sobre
todo, rechaza la salvación concreta que Cristo se apresta a realizar.
Mientras las expectativas del pueblo se centran en que Dios
remedie la situación de postración, de explotación, y de sometimiento a la
injusticia y la corrupción de Roma, se encuentra frente al “año de gracia del
Señor”, ante el que, en primer lugar, el pueblo mismo debe convertirse de la
perversidad de sus pecados y poner su corazón en Dios. El mismo Juan Bautista,
se ve arrollado por el torrente inaudito de la misericordia divina que le deja
perplejo. Nadie puede parapetarse en su pretendida justicia de ser hijo de
Abrahán, ni en su privilegio de pueblo elegido, rechazando la gracia y la
misericordia que le son ofrecidas gratuitamente de parte de Dios. La venganza y
la justicia que esperan sobre sus enemigos exteriores, lo será de la opresión
del pecado y del diablo, que Cristo asumirá en sí mismo ofreciéndose por todos
los hombres en la cruz: “No me quitan la
vida, la doy yo voluntariamente.”
Comentar este famoso pasaje de Isaías, le hubiese resultado
muy sencillo a cualquier predicador para enardecer a sus oyentes, aprovechando
el texto que habla del: “día de
venganza de nuestro Dios”, pero Cristo, que no busca la estima de la
gente ni su propia gloria, sino el bien, y la verdad, en lugar de una lectura
fácil, sentimental y falsa de esta palabra, con un discurso nacionalista que
enardezca su espíritu patriótico y sus ansias de justicia y de venganza de sus
opresores romanos, omite esta segunda parte del oráculo. “La venganza de nuestro Dios”, no lo será sobre los enemigos
exteriores, sino sobre los que esclavizan el corazón de su pueblo, y del mundo
entero; liberación de la esclavitud al diablo, que es consecuencia de sus
pecados. Para eso tendrá que perdonar el pecado entregándose a la muerte y una
muerte de cruz. Esta venganza va a recaer sobre Cristo, para lavar nuestros
pecados con su sangre, venciendo a Satanás. Cristo entrará solo en el lagar,
para pisar las uvas de la “furiosa cólera de Dios”, que desde la tierra, clama
a él justicia, por todo el mal de nuestros pecados, comenzando desde la sangre
de Abel.
La resistencia de su pueblo a convertirse y creer en
Cristo, apoyándose en la engañosa seguridad de su condición de pueblo elegido,
raza de Abraham bajo la protección de la presencia de Dios en medio de ellos en
su templo, debe ser derribada por Cristo.
En tiempos de Eliseo, Dios curó a un extranjero de la lepra y no a los leprosos
de Israel; en tiempos de Elías, tiempo de hambre, Dios alimentó a una viuda
extranjera y no a las de Israel. Los privilegios de ser el pueblo elegido, son
los de ser los primeros en ser llamados a conversión, pero no los de estar
exentos de convertir su corazón a Dios: “Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.”
También nosotros, hijos por adopción, hemos heredado esta bendición de Dios, hemos recibido la llamada y las promesas, y se nos ha hecho el don de su gracia, de su Gloria, y de la Iglesia, pero eso, no sólo no nos exime de la conversión constante a su voluntad, sino que nos empuja a ella con la fuerza del amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones.
Proclamemos juntos nuestra fe.