Domingo 4º del TO C

 Dgo. 4º del TO C 

(Jr 1, 4s. 17-19; 1Co 12, 31-13, 13;  Lc 4, 21-30) 

Queridos hermanos: 

La palabra de hoy nos pone delante dos problemas a los que se enfrenta la razón del hombre ante la fe: el escándalo de la encarnación, teniendo que aceptar que nuestra relación con Dios tenga que pasar por la mediación de hombres como nosotros. Problema por tanto de humildad, a la que se resiste nuestro orgullo, y en segundo lugar, el de proyectar en Dios nuestras expectativas, queriendo que Dios responda a la imagen que nosotros tenemos de él.

Cuando la santidad de Dios se acerca al hombre, lo atemoriza, como ocurrió en el Sinaí, cuando el pueblo aterrorizado pidió a Dios un intermediario y fue escuchado. En efecto, el Señor siempre suscita y envía a quien quiere, para comunicar su voluntad, su palabra de vida, y su gracia, que nos manifiesten su amor; hombres a los que inspira por medio de su Espíritu, hasta que en Cristo, su presencia en el hombre se hace plena y definitiva por medio de su Hijo.

          Es Dios quien elige cómo, cuándo, y a través de quien desea manifestarse. Elige, fortalece y envía: «Quien os acoge a vosotros, me acoge a mí, y quien me acoge a mí acoge a aquel que me ha enviado». Rechazar al enviado es rechazar a quien lo envió. Por tanto, es necesario discernir y aceptar la voluntad soberana de Dios que se encarna muchas veces en contra de nuestros criterios y presupuestos carnales, con el peligro de creer que se sirve al Señor, cuando en realidad sólo obedecemos a nuestra propia razón. El hombre debe discernir los caminos de Dios y acudir allí donde sopla el Espíritu. Servir a Dios pasa por entrar en el absurdo de la cruz al que nuestra razón se revela. En el “sacramento de nuestra fe”, Cristo, se entrega a la voluntad del Padre que le presenta la cruz. A esta entrega de Cristo nos unimos nosotros en la Eucaristía. La fe, por tanto, será siempre un obsequio libre de nuestra mente y nuestra voluntad a Dios que se revela, cómo y cuándo quiere, y constituye, por tanto, un acto de amor y de humildad.

            Israel rechaza que Dios haya querido encarnarse en “el hijo del carpintero”; que el Mesías no venga, aparentemente, de la estirpe real, o de la casta sacerdotal, sino de Galilea.

Creados por el amor y para la comunión con el amor que es Dios, recibimos de Dios sus dones, para que nos ayuden en el camino y alcancemos felizmente la meta bienaventurada, pero el hombre, en su necedad, constantemente se olvida de su destino y se enreda en los dones, haciendo fines de los medios llamados a desvanecerse en cuanto cumplen su cometido.

          Ante las necesidades concretas de su Iglesia, Dios, suscita dones y carismas que la edifiquen y la purifiquen; y aunque las normas y las instituciones eclesiales son obra suya, llama y envía en ocasiones a un irregular en su nombre, como hacía con los profetas. En toda la historia de la Iglesia se da, pues, esta dialéctica entre Institución y Carisma, como se dio también en el Antiguo Testamento. El paradigma, es una vez más Cristo, a quien Dios suscita del pueblo. La jerarquía tiene la responsabilidad de acoger, después de discernir, los dones y carismas de Dios, por lo que necesita una vigilancia constante en sintonía con su voluntad. San Lucas en su Evangelio nos presenta un ejemplo de esta responsabilidad, cuando dice que los fariseos y legistas, al no acoger el bautismo de Juan, frustraron el plan de Dios sobre ellos. (cf. Lc 7, 30).

          Al igual que en la encarnación del Hijo de Dios en la debilidad humana, al hombre le cuesta siempre aceptar a sus enviados; se escandaliza mostrándose duro de corazón. Estamos dispuestos a ser deslumbrados por el poder de Dios, pero no a que venga envuelto en la fragilidad humana. En el mundo se dice: Cristo sí, pero la Iglesia, no. El problema de la encarnación golpea el orgullo humano que, se resiste a humillarse ante otro hombre. Pretendemos que Dios se nos imponga con su poder o autoridad, pero Dios, es fiel al don de la libertad que nos ha dado para que le amemos.

          En ocasiones también el enviado, como san Pablo, se queja de tener que cargar con su debilidad en la misión, porque se le relativizan sus dones. Dios es grande en nuestra debilidad. Eso debe bastarle. Así, la fe brilla en la libertad y en la humildad del hombre, sin que Dios se le imponga con su poder.

          Para dar el salto a la fe, el hombre debe responder a la pregunta del Evangelio: « ¿De dónde le viene esto? », pero eso, supone reconocer la presencia de Dios en él, y por tanto obedecerle, por lo que con frecuencia, el hombre se niega a responder a la pregunta. Al quedar al margen de la fe, el poder de Dios queda frustrado en Jesús por nuestra libertad, como dice el Evangelio: «Y no podía hacer allí ningún milagro».

          El profeta hace presente a Dios, y a los que están fuera de su voluntad, les recuerda su desvarío tan sólo con su presencia. Si se obstinan en su maldad, tendrán que responder ante Dios, pero además se les ofrece la gracia de arrepentirse y vivir.

          Cristo, con su presencia, muestra la misericordia de Dios y su juicio como dijo el anciano Simeón: «Este está puesto para caída y elevación de muchos; signo de contradicción».

          El segundo problema que presenta esta palabra, es quizá más grave, y consiste en reducir la inmensidad del plan amoroso de Dios, al que nuestra carne y nuestra pequeña razón son capaces de forjar. Israel, no sólo tiene dificultad en aceptar al Mesías concreto elegido por Dios, sino sobre todo, rechaza la salvación concreta que Cristo se apresta a realizar.

          Mientras las expectativas del pueblo se centran en que Dios remedie la situación de postración, de explotación, y de sometimiento a la injusticia y la corrupción de Roma, se encuentra frente al “año de gracia del Señor”, ante el que, en primer lugar, el pueblo mismo debe convertirse de la perversidad de sus pecados y poner su corazón en Dios. El mismo Juan Bautista, se ve arrollado por el torrente inaudito de la misericordia divina que le deja perplejo. Nadie puede parapetarse en su pretendida justicia de ser hijo de Abrahán, ni en su privilegio de pueblo elegido, rechazando la gracia y la misericordia que le son ofrecidas gratuitamente de parte de Dios. La venganza y la justicia que esperan sobre sus enemigos exteriores, lo será de la opresión del pecado y del diablo, que Cristo asumirá en sí mismo ofreciéndose por todos los hombres en la cruz: “No me quitan la vida, la doy yo voluntariamente.”

          Comentar este famoso pasaje de Isaías, le hubiese resultado muy sencillo a cualquier predicador para enardecer a sus oyentes, aprovechando el texto que habla del: día de venganza de nuestro Dios”, pero Cristo, que no busca la estima de la gente ni su propia gloria, sino el bien, y la verdad, en lugar de una lectura fácil, sentimental y falsa de esta palabra, con un discurso nacionalista que enardezca su espíritu patriótico y sus ansias de justicia y de venganza de sus opresores romanos, omite esta segunda parte del oráculo. “La venganza de nuestro Dios”, no lo será sobre los enemigos exteriores, sino sobre los que esclavizan el corazón de su pueblo, y del mundo entero; liberación de la esclavitud al diablo, que es consecuencia de sus pecados. Para eso tendrá que perdonar el pecado entregándose a la muerte y una muerte de cruz. Esta venganza va a recaer sobre Cristo, para lavar nuestros pecados con su sangre, venciendo a Satanás. Cristo entrará solo en el lagar, para pisar las uvas de la “furiosa cólera de Dios”, que desde la tierra, clama a él justicia, por todo el mal de nuestros pecados, comenzando desde la sangre de Abel.

          La resistencia de su pueblo a convertirse y creer en Cristo, apoyándose en la engañosa seguridad de su condición de pueblo elegido, raza de Abraham bajo la protección de la presencia de Dios en medio de ellos en su templo,  debe ser derribada por Cristo. En tiempos de Eliseo, Dios curó a un extranjero de la lepra y no a los leprosos de Israel; en tiempos de Elías, tiempo de hambre, Dios alimentó a una viuda extranjera y no a las de Israel. Los privilegios de ser el pueblo elegido, son los de ser los primeros en ser llamados a conversión, pero no los de estar exentos de convertir su corazón a Dios: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.”

          También nosotros, hijos por adopción, hemos heredado esta bendición de Dios, hemos recibido la llamada y las promesas, y se nos ha hecho el don de su gracia, de su Gloria, y de la Iglesia, pero eso, no sólo no nos exime de la conversión constante a su voluntad, sino que nos empuja a ella con la fuerza del amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 3º del TO

 Jueves 3º del TO

Mc 4, 21-25 

Queridos hermanos: 

          Dios envía su palabra a realizar una misión, y en aquel que la escucha produce un fruto según la medida de cada cual. La palabra nos ilumina y nos hace crecer en el conocimiento de Dios y de su amor, uniéndonos a su misión salvadora, que habiéndonos alcanzado nos envía: “Como el Padre me envió yo os envío a vosotros”

          Cristo es la luz del Padre que ha sido encendida, como lámpara, sobre el candelero de la cruz, para iluminar las tinieblas del mundo. Dice el Señor “atended a como escucháis”, porque se puede despreciar el don de Dios que es Cristo y hacer vana la gracia que nos salva.

          “Dios es luz, en el no hay tiniebla alguna”, y esta luz se nos ha mostrado como amor radiante en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo: Cristo mismo ha dicho “yo soy la luz”, y esta luz, Dios la ha mostrado en el candelero de su carne crucificada, para que todos seamos iluminados por la fe, y podamos recibirla en nuestros corazones, para que también nosotros podamos llevarla al mundo.

          Esta luz que es Cristo, luz de Dios, amor del Padre, es una gracia de su misericordia, que debe ser acogida y defendida, para que fructifique en nosotros, por eso dice el Evangelio que al que tiene se le dará y al que no tiene, porque ha rechazado lo que se le ofrecía gratuitamente, hasta lo que tiene se le quitará. El Padre ha encendido su luz, y la ha levantado en el candelero, para que Cristo la encienda en nosotros y nosotros en el mundo, de manera que huyan las tinieblas y el mundo se transforme en luz. 

          Una luz que no ilumina, que se oculta, no tiene razón de ser en este mundo ni en el otro, como la sal que no sala o el talento que se entierra, y está destinada a permanecer eternamente en tinieblas.

          Para entender esto, basta recordar nuestra condición personal de libertad, que determina nuestra capacidad de amor, y por tanto nuestra posibilidad de comunión con Dios, para la que hemos sido elegidos antes de la creación, y destinados a ser santos en su presencia por el amor, porque si nos amamos, Dios permanece en nosotros y nosotros en Dios.

          Toda respuesta cristiana a esta llamada, es por tanto una inmolación a semejanza de la de Cristo, de la que participa toda la creación. Un verdadero sacrificio agradable a Dios, destello de su amor, con el que nos amó en Jesucristo.

          Cuando todo llegue a su fin y sólo permanezca el amor, la luz que hayamos alcanzado a ser, se unirá a la luz de Dios en una vida perdurable. Mientras tanto, en la Eucaristía, nos unimos a la carne de Cristo, sacramentalmente, y entrando en comunión con la voluntad de Dios, nos hacemos vida para el mundo. 

          Que así sea.

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Domingo 3º del TO C

 Domingo 3º del TO C

Ne 8, 2-4.5-6.8-10; 1Co 12, 12-30; Lc 1, 1-4; 4, 14-21. 

Queridos hermanos: 

Dios ha manifestado a su pueblo su palabra por inspiración de su Espíritu, los hombres han profetizado hablando en su nombre y se han escrito sus oráculos para nuestra edificación, apuntando siempre a una plenitud de salvación en la persona del “Profeta” por excelencia (Dt 18, 15-18) que encarnaría su Palabra, dándonos su Espíritu sin medida. La Iglesia ha reconocido como inspirados cuatro Evangelios, entre otros muchos que se han escrito.

El Evangelio según san Lucas nos muestra hoy el comienzo de la predicación de Jesús en Galilea admirado por todos, sorprendidos por las palabras llenas de gracia que salen de su boca, en contraste con la predicación legalista tradicional, tratándose de Jesús, el hijo de José, a quien creen conocer bien por su vecindad.

Cristo se presenta reivindicando para sí mismo el misterio sobre la profecía mesiánica de Isaías (Is 61, 1-2), lo que le acarreará la ira de sus paisanos de los versículos 28 y 29. Él es el ungido (Cristo) del Señor, para abrir el “año de gracia”, y quien debe asumir sobre sí el “día de venganza de nuestro Dios”, con el que termina el segundo versículo del oráculo de Isaías, y que Jesús no menciona en público, como lo hará después a sus discípulos, para no alimentar las falsas expectativas mesiánicas que pueden dificultar su ministerio.

De este oráculo, en efecto, el pueblo esperaba la eliminación de la injusticia reinante, una liberación temporal de tipo político, con la consiguiente humillación de sus opresores romanos, y no entraba en sus cálculos una redención que en primer lugar implicara para ellos una llamada a conversión, que alcanzara también a los enemigos (cf. Is 63, 4). Trascendiendo los límites de su elección personal como pueblo consagrado a Dios y pueblo de su propiedad, esta profecía acogería también a los demás pueblos, haciéndolos objeto de una misericordia divina, tan grande como su justicia. Cristo, con su entrega, va a satisfacer tanto la una como la otra, obteniendo así la complacencia del Padre (cf. Is 42,1; Mt 3, 17). Dios no va a bendecir la corrupción saducea, la actitud cismática de los esenios, el rigorismo fariseo, ni el terrorismo de sicarios y zelotes, abriendo el “año de gracia” a través de la entrega de su Hijo.

Dios es amor, y su palabra es siempre un testimonio suyo que viene a curar y salvar, por lo que aun cuando reprenda y corrija llamando a conversión, debe siempre recibirse con gozo y con reverencia, porque en ella están nuestra alegría y nuestra fortaleza como nos ha mostrado la primera lectura.

San Pablo nos presenta la comunión entre los miembros de Cristo congregados por la efusión de su sangre, que derribando el muro del odio que separa a los pueblos, crea un culto común de adoración al Padre, en Espíritu, y Verdad, y hace de judíos y gentiles un nuevo pueblo, con una nueva cultura, que forma una nueva civilización en el amor.

La Eucaristía viene a encontrarnos en nuestra situación de viadores para introducirnos en su misterio de gracia y santificación, fortaleciendo nuestra adhesión a Cristo, Palabra del Padre, Luz de las gentes y Pan de vida eterna. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 2º del TO C

 Domingo 2º del TO C

Is 62, 1-5; 1Co 12, 4-11; Jn 2, 1-12 

Queridos hermanos: 

La palabra de este segundo domingo del tiempo ordinario, contempla una de las principales manifestaciones de Cristo recogidas en la liturgia. Los evangelios nos presentan aquellos acontecimientos de la vida de Cristo que caracterizan su misión, sin detenerse en anécdotas biográficas más o menos entrañables. Por este motivo, con frecuencia, son una referencia de las principales fiestas judías, que de hecho marcan hitos importantes de la intervención de Dios en la historia de su pueblo.

La primera lectura sitúa toda la narración entorno a la metáfora matrimonial, para describir las relaciones de Dios con su pueblo. En efecto, Cristo ha venido a desposar a la humanidad entera, en medio del gozo del vino nuevo de su amor, que se hará Alianza Nueva y Eterna en la cruz. Esta será su “hora”, consumación de su entrega, y glorificación definitiva del Nombre de Dios, anticipada simbólicamente, ante su nueva familia: su madre y sus hermanos, los primeros discípulos, con los que comienza a estrechar los lazos de su fe, para emprender con ellos una vida nueva hacia la casa del Padre, arrastrando tras de sí a la humanidad entera.

 El Evangelio nos muestra en esta primera señal, la anticipación de aquella sangre con la que realizará los esponsales definitivos y eternos que Dios sellará efectivamente con su pueblo, cuando se apiade de su miserable condición, en la que falta el vino del amor, la fiesta y la alegría, y selle con ellos una alianza eterna, entregándoles el Espíritu de Cristo. Será el Espíritu, como dice la segunda lectura, quien derramará en el corazón de los fieles el amor de Dios, y con él, la fiesta, y la alegría del perdón y la misericordia. Así la Iglesia, esposa de su amor, será embellecida, sin mancha ni arruga y adornada de los carismas con los que el Esposo la habrá enriquecido.

 El que Cristo acuda a estas bodas con su madre, puede entenderse como un acontecimiento familiar, de parentela o de vecindad, pero que se haga presente con sus discípulos, anuncia, además, una nueva familia y una nueva vida, en la que después del bautismo es conducido por el Espíritu Santo, con la misión de salvar a la humanidad. No está presente sólo, por tanto, el hijo de María, sino el Cristo, el Maestro y el Señor, que viene a proveer el vino nuevo del amor de Dios, mediante el perdón del pecado de la humanidad, cuya madre fue aquella “mujer”, Eva, que alargó su mano al árbol prohibido. Ahora, subiendo a Jerusalén, entregará a la nueva “mujer”, María, una nueva descendencia nacida de la fe y redimida del pecado, representada por el discípulo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. También nosotros, en ella, “tenemos a nuestra madre”, porque si de Eva nos vino la ruina, de María nos ha venido el Salvador y la gracia. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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El Bautismo del Señor C

 El Bautismo del Señor C

Is 42, 1-4.6-7; Hch 10, 34-38; Lc 3, 15-16.21-22 

Queridos hermanos: 

Conmemoramos el Bautismo del Señor, que según el testimonio de Juan trae un nuevo bautismo, no sólo de conversión para perdón de los pecados, como el suyo, sino una nueva justicia en el fuego del amor de Dios, con el don del Espíritu Santo,  que nos sumerge en la filiación adoptiva mediante la fe en Cristo. A la penitencia proclamada por Juan, se une la gracia que viene con Cristo:

¡Oh, Señor! ¿No fue suficiente la humillación de tu Hijo en el Jordán para borrar nuestros pecados, que tuvo que bautizarse en su sangre para lavarnos? ¿Tuvo que entregar su espíritu, poniéndolo en tus manos para que lo derramaseis sobre nosotros? ¿Tuvo que encender tu fuego sobre la tierra para que nosotros nos abrasáramos en él?

El Padre y el Espíritu testifican en favor de Jesús de Nazaret, el “elegido”, el “siervo” en quien Dios se complace y del que nos habla la primera lectura (Is 42, 1), y el rey-mesías a quien reconoce como el Hijo por él engendrado en su “hoy” eterno (Sal 2, 7) antes de todos los siglos, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo como dice la segunda lectura.

San Pedro nos habla de la unción de Cristo con el Espíritu y con poder. Cristo se somete al bautismo de Juan como signo de acogida del enviado del Padre, porque en eso consiste la justicia, de la que se privan los escribas y fariseos rechazándolo (cf. Lc 7,30). No la justicia de los jueces sino la de los justos, como acogida del don gratuito de Dios y de su plan de salvación, por el cual Cristo fue hecho en todo semejante a sus hermanos, menos en el pecado, participando con ellos de la tentación, del dolor, y de cierta ignorancia, por la cual se dice en el Evangelio que crecía en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres.

“Convenía” que Cristo diera cumplimiento, llevara a plenitud, y superara, la justicia de escribas y fariseos, plenitud de Cristo, “nuestra justicia”, necesaria para que sus discípulos entrásemos en el Reino de los Cielos (cf. Mt 5, 20).

La misión de Juan como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar a Cristo, sino la de identificarlo como el Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.»  Cordero o siervo. Uno y otro, toman sobre sí los pecados del pueblo para santificarlo.

Para el desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan quien es su Elegido en medio de las aguas del Jordán: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.» Por fin, en Cristo, la paloma, otrora mensajera de Noé, figura ahora del Espíritu, encuentra donde posarse, y donde permanecer, habiéndose extinguido ya las aguas de muerte del pecado. Él, en efecto, será quien dé el Espíritu sin medida.

A partir del bautismo, el Espíritu impulsa a Cristo al cumplimiento de su misión. El desierto será el punto de ruptura y arranque, en el que Nazaret queda atrás y comienza su ascenso místico a Jerusalén. Su familia se dilata acogiendo a todos aquellos que escuchan la Palabra y la guardan, comienza el pastoreo de las ovejas perdidas de la casa de Israel, y su pueblo se abre a los cuatro vientos para acoger a cuantos de oriente y occidente, del norte y del sur, vienen a sentarse con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de Dios.

También nosotros hoy llamados a la justicia por la misericordia de Dios, somos invitados a sentarnos a la mesa del Reino con Cristo Jesús, por la gracia salvadora de Dios, aguardando la “feliz esperanza” de la Vida eterna.

 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado después de Epifanía

Sábado después de Epifanía.

1Jn 5, 14-21; Jn 3, 22-30 

Queridos hermanos: 

          Una vez más contemplamos la humildad del verdadero discípulo, que con razón recibe del Señor la mayor de las alabanzas, porque: “el que se humille será ensalzado”. ¿Qué tenemos que no hayamos recibido? Si queremos elevar el edificio de la fe, que debe alcanzar el cielo, debemos escavar muy profundamente, para colocar el fundamento de la humildad, sin el cual no se sostendrá la construcción, y será grande la ruina del insensato, como dijo san Juan de Ávila.

          “Andar en verdad” decía santa Teresa, es el camino de la humildad, y por eso quien se cree algo, se engaña, y sin pisar terreno firme, fácilmente tropieza. La Escritura afirma que Moisés era el hombre más humilde de la tierra, pero Juan Bautista es “el mayor hombre nacido de mujer, a quien se le concedió bautizar al Salvador. Bañar al esposo era prerrogativa en Israel, del “amigo del esposo”, que se alegra con su presencia escuchando su voz.

          Cristo es la Verdad, y el verdadero del que hablaba la primera lectura, y nada puede oponérsele ni detener su caminar para la salvación del hombre purificándolo de sus pecados, bañándolo con su sangre. La purificación del bautismo de Juan y de los discípulos del Señor, preparaba un pueblo que acogería la fe y recibiría el Espíritu, habiendo sido iluminado por la confesión de sus pecados, reconociendo el amor de Dios que los perdonaba mediante el bautismo del Señor. También el bautismo de Juan era “para el perdón de los pecados” (Mc 1, 4), pero podemos compararlo con la claridad que precede a la salida del sol, del bautismo del Señor, que traería el don del Espíritu Santo. 

          Que así sea.

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Viernes después de Epifanía

 Viernes después de Epifanía

1ªJn 5, 5-6. 8-13; Lc 5, 12-16. 

Queridos hermanos: 

La palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios en todo, pero sobre todo por Jesucristo, en quien hemos obtenido el perdón de los pecados. Con él todo es gracia para nosotros de parte de Dios, y como agraciados, somos llamados a ser agradecidos, dando gratis lo que gratis hemos recibido.

La lepra, impureza que excluía de la vida del pueblo, es imagen del pecado, que aniquila en el hombre la vida de Dios, por la que los fieles se mantienen en comunión. El juicio y la murmuración separan de los hermanos, cono le ocurrió a María la hermana de Moisés (Nm 12, 11-15), que quedando leprosa, debió permanecer siete días fuera del campamento.

El leproso que se acerca a Jesús de Nazaret, va a profesar su fe en Cristo, postrándose ante él y reconociendo su autoridad sobre la lepra y sobre la Ley, al atreverse a infringirla acercándose a Jesús siendo leproso. Puede sorprendernos que Jesús toque al leproso, siendo así que él puede curar con sólo su palabra. Además, también, porque la ley prohibía tocar a un leproso. Pero nosotros sabemos que Jesús, no sólo no puede ser contaminado por la impureza, sino que puede limpiar toda impureza con sólo quererlo. Podemos decir que lo tocó ya curado, pues le dijo “quiero, queda limpio”. Es su voluntad lo que cura y lo que le hizo extender la mano sobre el leproso. Además quiso someterse a la ley en lugar de ignorarla, mandando después al “leproso” curado, para que la cumpliese igualmente presentándose al sacerdote, siendo así que como dice San Juan Crisóstomo (en Matth., 25, 1) : Cristo no estaba bajo la Ley, sino sobre ella como Señor de la Ley, como lo testifica la curación.

La curación, como dijo el Señor, fue para dar testimonio ante los sacerdotes que no creían, de manera que fueran evangelizados para su salvación e inexcusables si persistían en su incredulidad. El leproso, en cambio, hizo la profesión de fe, que lo salva, como dice Cromacio de Aquilea (en Matth. Tract., 38, 10) . El Señor cura y manda al leproso para dar testimonio a los sacerdotes y para que viesen su fidelidad a la Ley, dice San Jerónimo (en Matth., 1, 8, 2-4), y no porque la felicidad del leproso dependiera de su salud, ni lo hizo tan sólo para que cumpliera un precepto de la Ley.

Cuando la suegra de Pedro es curada, se pone a servir; cuando el endemoniado es curado, es enviado a testificar a los de su casa; ahora el leproso es enviado a evangelizar a los sacerdotes. También nosotros estamos siendo curados por el Señor y somos enviados a testificarlo, anunciando con nuestra vida la Buena Noticia a todos los hombres. 

          Que así sea.

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Jueves después de Epifanía

 Jueves después de Epifanía  

(1Jn 4, 19-5, 4; Lc 4, 14-22a) 

Queridos hermanos: 

          La palabra de hoy nos sitúa frente a dos problemas a los que se enfrenta la razón humana ante la fe: el escándalo de la encarnación, y el proyectar en Dios nuestras expectativas. El primero consiste en aceptar que nuestra relación con Dios tenga que pasar por la mediación de hombres como nosotros. Problema por tanto de humildad, a la que se resiste el orgullo.

          Dios ha querido siempre manifestarse a través de sus enviados, hombres a los que inspira por medio de su Espíritu, hasta que en Cristo, su presencia en el hombre se hace total y definitiva por medio de su Hijo.

          Es Dios quien elige cómo, cuándo, y a través de quien desea manifestarse. Elige, fortalece y envía: « Quien os acoge, me acoge a mí, y quien me acoge a mí, acoge a aquel que me ha enviado. »

          Jesús comienza su misión anunciando el cumplimiento de las promesas proclamadas por Isaías, de las que el pueblo tiene una concepción más material que espiritual; la “buena noticia” y “el año de gracia”, deberán comprenderse como un tiempo favorable de perdón ofrecido por Dios, en el que su justicia no será aplicada sobre los culpables, sino sobre su justo Hijo, encarnado en Jesucristo, el Siervo, en quien se complace su alma, a cuya justicia tendrá acceso el hombre que por la conversión, acoja al Salvador.

          Sus paisanos deberán aceptar, que el “hijo de José, el carpintero” es el elegido por Dios, no sólo como maestro, sino como Señor; no sólo como “rabí”, sino como “rabbuni”. Pero cuando venga el Cristo nadie sabrá de donde es, y a este Jesús, lo hemos visto nacer y crecer entre nosotros. ¿Qué tiene de diferente a cualquiera de nosotros? El problema de la encarnación golpea el orgullo humano que, se resiste a humillarse ante otro hombre. Pretendemos que Dios se nos imponga con su poder o autoridad, pero Dios, es fiel al don de la libertad que nos ha dado para que le amemos. Eso debe bastarnos. Así, la fe brilla en la libertad y en la humildad del hombre, sin que Dios se le imponga con su poder.

          Para dar el salto a la fe, el hombre debe responder a la pregunta del Evangelio: « ¿De dónde le viene esto? », pero eso, supone reconocer la presencia de Dios y por tanto obedecerle, por lo que con frecuencia, el hombre se niega a responder a la pregunta. Al quedar al margen de la fe, el poder de Dios queda frustrado en Jesús por nuestra libertad, como dice el Evangelio: «Y no podía hacer allí ningún milagro». 

          Que así sea.

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Miércoles después de Epifanía

 Miércoles después de Epifanía. 

1Jn 4, 11-18; Mc 6, 45-52 

Queridos hermanos: 

          Cristo ha comenzado su ministerio en Galilea y hoy lo vemos manifestándose a sus discípulos como Señor sobre el mar, figura de la muerte, y sobre la naturaleza, cuando los elementos son contrarios. Los discípulos que no han comprendido la multiplicación de los panes, ante este nuevo signo, no son capaces de ir más allá del estupor. Su fe está aún en ciernes ante un maestro que supera cuanto pueden esperar de él. Los encontraremos después, de nuevo, sobre la barca, cuando su fe haya sido fundamentada, postrándose ante él.

          Paralelamente a su predicación a las ovejas perdidas de la casa de Israel, el Señor va preparando a sus discípulos para su misión universal en la que aparecerá constantemente la muerte, con acontecimientos que superarán sus propias fuerzas y deberán acudir al Señor aparentemente ausente, y apoyarse en él. Es el Señor quien permite en nuestra vida el viento contrario para nuestro crecimiento en la fe. ¡Ánimo, que soy yo; no temáis!

Los discípulos deben aprender que cuando el mal se vuelve contra ellos, Cristo está cerca con el poder de Dios, para guardarlos y llevarlos al puerto deseado y para calmar la violencia del mal, pero sobre todo, para resucitarlos venciendo el poder de la muerte. Buscar al Señor en medio de la noche y de las adversidades de la vida y avivar la conciencia de su presencia, es una experiencia necesaria para el discípulo fiel.

Esta travesía es figura de la vida cristiana. Contra nuestro deseo hemos sido enfrentados al mar y al viento para poder llegar a la otra orilla con Cristo, como dice Orígenes en su comentario al Evangelio de san Mateo (Matth. 11, 6-7). Es necesario todo un camino de combate contra el mar y el viento en el nombre de Cristo, confiando en su ayuda.

          Frecuentemente la mente de los discípulos está cerrada como la de los judíos, y solamente cuando reciban el Espíritu Santo recordarán y comprenderán los hechos y las palabras del Señor, con el discernimiento del amor derramado en su corazón, del que habla la primera lectura, y con la fortaleza necesaria para ponerlas en práctica hasta el derramamiento de su sangre.

          Con esta fe, los discípulos invocarán al Señor seguros de su auxilio y le verán en medio de la persecución y de todos los acontecimientos de la vida: “¡Es el Señor! ¿Hay acaso algún acontecimiento que escape a la voluntad amorosa de Dios? Como dirá san Pablo, para los que aman a Dios todo concurre para su bien. 

          Que así sea

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Martes después de Epifanía

 Martes después de Epifanía

1Jn 4, 7-10; Mc 6, 34-44 

Queridos hermanos: 

El Evangelio está en el trasfondo pascual de la Eucaristía. El alimento que trae “el profeta” para saciar al hombre, partiendo de la pobreza humana, sobre la que es pronunciada una palabra del Señor que la hace fruto inagotable de vida y de evangelización, primero para Israel y después para las naciones.

          A Cristo, quisieron hacerlo rey por multiplicar el pan, pero él no lo hizo para solucionar el problema del hambre, sino por compasión, y como signo de su misión mesiánica de saciar profundamente el corazón del hombre, amándonos, y derramando su amor en nuestro corazón para que también nosotros nos amemos, como dice la primera lectura. No fueron los 20 panes de Eliseo ni los 5 de Cristo los que saciaron, sino la Palabra del Señor; Cristo mismo, con su Pascua, a la que somos invitados por la fe y el bautismo. Llamada a formar un solo pueblo, un solo cuerpo de Cristo en la Eucaristía.

Cristo es el pan del cielo, que no cae como el maná, sino que se encarna y se hace alimento en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia sacia al hombre, generación tras generación, en su inagotable sobreabundancia de vida y de gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no mueran.

La Eucaristía nos incorpora a la Pascua de Cristo, que como Alianza eterna, nos alcanza y nos une en sí mismo al Padre. “Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta y la esperanza en la vocación a la que hemos sido convocados”, como dice la carta a los efesios (Ef 4, 4). La Eucaristía injerta nuestro tiempo en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad en su vida perdurable; nuestra carne en la comunión de su Espíritu.

¿Realmente hemos sido saciados por Cristo? ¿Sobreabunda en nosotros su gracia, para ser capaces de dar de comer a esta generación el pan bajado del cielo que es Cristo? Nosotros somos invitados a unirnos a Cristo y hacernos un espíritu con él: ¡Maran atha! 

          Que así sea.

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Lunes después de Epifanía

Lunes después de Epifanía

1Jn 3, 22-4,6; Mt 4,12-17.23-25. 

Queridos hermanos: 

 Hoy contemplamos a Jesús comenzar su ministerio en Galilea, al extremo de la tierra santa de Israel que se abre a los gentiles, tierra de donde no sale ningún profeta y donde “el pueblo que caminaba entre tinieblas ha visto una gran luz”. Allí, a la depresión más profunda de la tierra ha querido bajar Cristo a buscar a los pueblos en otro tiempo olvidados, no sólo de Galilea, sino a todos los gentiles, para iluminarnos con su luz, inundarnos con el gozo del Espíritu y liberarnos del yugo y de la carga que nos oprimían.

El Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte, con el anzuelo de su cruz. Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia del Reino, y comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.

Cristo viene a tomar el relevo de Juan el Bautista llenando de contenido con la Palabra el eco de la Voz, completando el bautismo de agua con el fuego del Espíritu Santo. Cuando en el “hoy” de la cruz se abren las puertas del Reino, a la voz del mensajero se une la Palabra diciendo: “Recibid el Espíritu Santo”, como dijo en el principio: “Hágase la luz”, dando así inicio a la nueva creación. El Reino irrumpe entonces en quien acoge la Palabra, y es bautizado en el Espíritu Santo, como anunció Juan. El amigo del novio ha dado paso al Esposo y la novia exulta escuchándolo llamar a su puerta: “Levántate, amada mía; mira que el invierno ya ha pasado la higuera echa sus yemas y el tiempo de las canciones ha llegado.”

Si la Antigua Alianza prescindió del testimonio de los galileos, la Alianza Nueva y Eterna, los convierte en primicias para las naciones. Esta palabra es para nosotros hoy, que, también hemos sido llamados personalmente, para anunciar el Nombre que está sobre todo nombre, y en su poder, proclamar el juicio de la misericordia a esta generación en tinieblas, para que brille para ellos la gran luz del Evangelio y sean inundados del gozo de su amor.

Como dice la primera lectura el que acoge a Cristo, es de Dios; el mundo en cambio lo rechaza y no escucha sus palabras. El Anticristo comienza a actuar en cuanto Cristo comienza a manifestarse, y después de su resurrección, se opone y rechaza a sus discípulos, que saben discernir entre el espíritu de la verdad y el espíritu de la mentira.

Bajemos con el Señor a Galilea a encontrarnos con él, y que él mismo nos envíe a las naciones. Recibamos el pan de su cuerpo y el vino de su sangre, para que nuestra entrega sea la suya, y anunciando su muerte podamos proclamar su resurrección con la nuestra, y glorifiquemos a Dios con nuestro cuerpo. Que mientras nosotros muramos, el mundo reciba la vida, y que los gentiles, bendigan a Dios por su misericordia. 

Que así sea.

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Domingo 2º después de Navidad

 Domingo 2º después de Navidad (cuando la Epifanía se celebra el día 6)

(Eclo 24, 1-2.8-12; Ef 1, 3-6.15-18; Jn 1, 1-18) 

Queridos hermanos: 

          En este tiempo en que hacemos presente que Dios se encarna como salvación, porque la vida se manifestó y hemos visto su gloria, lo recibimos como luz que disipa las tinieblas del pecado y la muerte, llamándonos a ser constituidos también nosotros como luz que ilumine la oscuridad del mundo, mediante el amor, que ha sido derramado en  nuestros corazones por el Espíritu. Amor que se nos ha dado por la fe en su Palabra, que se nos ha manifestado en su encarnación, Lo hemos escuchado en el Evangelio de San Juan: “A cuantos creen en su nombre, les dio el poder ser hijos de Dios”. 

          Si hemos sido llamados a ser luz, no debe sorprendernos que seamos colocados en medio de las tinieblas de un mundo que se debate entre odios y esclavitudes, sin saber, y sin poder caminar a la luz que se nos ha manifestado a nosotros. El amor con el que hemos sido amados en Jesucristo, es luz del Padre de la gloria, espíritu de sabiduría y de revelación para que le conozcan perfectamente, una vez iluminados los ojos de su corazón, y vengan a saber cuál es la esperanza a que han sido llamados, y, cuál la riqueza de gloria otorgada por él, en herencia a los santos, como dice la segunda lectura.

          Decía la primera lectura que a la Sabiduría le gusta estar en la asamblea de los santos, tal como dice Cristo a sus discípulos: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Con vosotros que permanecéis en mi amor, amando a vuestros enemigos: que hacéis el bien a los que os odian, rogáis por los que os persiguen y bendecís a los que os calumnian. La Palabra de tu luz se encarnó y se hizo vida de los hombres. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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