Domingo 27º del Tiempo Ordinario C


Domingo 27º del TO C
(Ha 1, 2-3.2, 2-4; 2Tm 1,6-8.13-14; Lc 17, 5-10)

Queridos hermanos:

          La palabra de hoy nos presenta la fe, que amalgamada con la cruz de cada día se transforma en la fidelidad de la que habla Habacuc en la primera lectura. La vida, de hecho, es un sucederse de pruebas y consolaciones, de las que habla también San Pablo, y que en la fe son sobrellevadas con la ayuda de la gracia de Dios.
            Timoteo es invitado a la fidelidad de reavivar el Don recibido, gracias al cual, y sólo por él, nosotros como siervos inútiles del Señor podemos acoger la voluntad salvadora de Dios y realizar la misión que se nos encomiende (St 1, 17) (1Co 4-7). Lejos, por tanto de nosotros toda presunción y toda vanagloria, si nos es dado el permanecer fieles al amor de Cristo. Si nosotros, por la fe recibimos su espíritu de obediencia y de servicio, somos incorporados a su misión, y devolvemos así lo que hemos recibido gratuitamente de Dios en favor de los hombres, “no hemos hecho más que lo que debíamos hacer,” y nuestros méritos, debemos agradecerlos a su bondad.
Somos “siervos inútiles” por nosotros mismos; inadecuados, total impedimento diría san Ignacio de Loyola. En efecto, para servir al Señor, hemos sido antes rescatados de la esclavitud al diablo, en la que caímos por nuestra pretensión de ser dioses de nuestra vida. Ser plenamente hombres, pasa por el aceptar nuestra condición de creatura, nuestra verdad, y por tanto, por el reconocer a Dios como Señor, y a Cristo como el autor de nuestra fe. Dios que es amor y sabe que la felicidad del hombre está en amar, envió a su Hijo a servir al hombre para rescatarlo de la soberbia del diablo, mediante su obediencia total hasta la muerte y muerte de cruz, y darle, por la fe, la capacidad de amar que había perdido.
Hemos escuchado que el siervo debe reconocer su inutilidad después de haber realizado cuanto le fue encomendado y dejar su recompensa en manos de su Señor, a quien “su recompensa lo precede.” Cuando alguien nos dice: Dios te lo pague, deberíamos responder siempre: ya me lo ha pagado y con creces. Al Señor, se le debe servir, aunque también en esto, Él nos sirvió primero. En Dios, el servicio es amor gratuito. La llamada al servicio es por tanto una llamada a la participación en la vida divina que es el amor. No hay mejor paga. Dice san Pablo que servir al Señor es ya su recompensa: “Mi paga es anunciar el Evangelio”.
          Los apóstoles reconocen su incapacidad frente al perdón de las ofensas (cf. v. 4); su caridad y por tanto su fe es precaria, y necesita de la ayuda y protección constante del Señor (Lc 22, 31-32). Es necesaria la unión constante con Cristo: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,4-5); ya el desear la fe y el pedírsela al Señor, es la mejor preparación para acogerla como don de Dios que es, y para perseverar en el combate que ella supone. Que el Señor nos lo conceda en este “sacramento de nuestra fe”.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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Domingo 24º del Tiempo Ordinario C


Domingo 24 C
Ex 32, 7-11.13-14; 1Tm 1, 12-17; Lc 15, 1-32

Queridos hermanos:

           
           La naturaleza amorosa de Dios es nuestro origen; podemos decir que hemos sido gestados en la fecundidad de sus entrañas y somos, por tanto, algo propio, destinados a recibir su misma naturaleza divina con el Espíritu Santo, por la fe. El don inefable de nuestra libertad, mediante la seducción diabólica, desembocó en ofensa y muerte, de las que hemos sido salvados por Cristo, cuyo amor, rico en piedad y misericordia, nos rescata, y nos regenera para una vida eterna. El amor no se deja vencer por la ofensa; la piedad renuncia al castigo, y la misericordia nos lleva de nuevo a la inocencia.
          Como Dios se ha mostrado grande, omnipotente y sabio en la creación, se nos muestra ahora misericordioso. Las aguas torrenciales de nuestras infidelidades y pecados, no pueden apagar el fuego de su amor. Nuestra extrema miseria hace resaltar su infinita bondad, y nuestra grandeza, posible sólo por su gracia, testifica su poder.
          La misericordia divina busca, acoge y perdona; regenera, glorifica y salva. Desea no sólo compartir su Reino con sus criaturas, sino su misma vida, dignificando sin asomo de paternalismo a cuantos acoge en su cortejo triunfal.
Él sabe de qué estamos hechos, conoce nuestra “masa” y usa de misericordia con nosotros. A Dios se le perdió una oveja en el paraíso y fue a buscarla diciendo: “¿dónde estás?”. Te has apartado de mí, escondiéndote de ti mismo, pero yo te busco. Dios viene en Cristo al encuentro del hombre, buscándolo descarriado por los montes del orgullo y los barrancos de las pasiones. Después de buscar a las ovejas perdidas de la casa de Israel, el Señor se va en busca de las otras que aún no son de su redil, para formar un solo rebaño al amor de su fuego.
Mediante la Redención, Cristo, nos da la posibilidad de renacer en una humanidad nueva, con una vida nueva. Renacer “de agua y de Espíritu”, como dijo a Nicodemo (Jn 3, 5). Entrando en el sufrimiento y la muerte para destruirlos, Dios nos ha rescatado en Cristo, mediante su amor redentor que llamamos misericordia, y así, redención y sufrimiento, han aparecido desde entonces, indisolublemente unidos, quedando aparentemente identificados, siendo así que proceden de orígenes tan opuestos como el amor, y el pecado, como observó alguien. El Señor se hizo pecado por nosotros, como dice san Pablo (2Co 5, 21).
Las parábolas llamadas de la misericordia, nos muestran el corazón de Dios, sus entrañas maternales, que ven al pecador como una pérdida de algo propio y no sólo como un trasgresor de su voluntad. Así se revela en las Escrituras: “Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado; mi corazón se conmueve dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor; sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.”
 Todos los hombres estamos en el corazón amoroso de Dios, que deja libre al ser amado para que corresponda a su amor, pero se duele de nuestro desdén. “Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos, bajo las alas y no habéis querido. Id a aprender aquello de Misericordia quiero”.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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