El cristiano frente a la injusticia


El cristiano frente a la injusticia
(Actitudes cristianas frente a la ofensa, la injusticia o la violencia sufridas.)

         
          Siendo cierto que los avances de la sociedad en torno al tema de la justicia son innegables, sobre todo si miramos etapas anteriores de la historia, y que el cristianismo ha tenido una parte decisiva en este progreso que ha permeado la vida y la legislación de occidente, en este momento concreto en el que la verdad cede su puesto al consenso, alienando la dignidad de la razón, la equidad ante la tolerancia y la incongruencia se traviste de pluralidad, dando carta de ciudadanía a la subversión de los valores, se hace acuciante la necesidad de la proclamación del Evangelio, mediante la vivencia de aquellos valores eternos, que durante mil años permearon, salaron e iluminaron aquel primer paganismo, transformándolo, sin dejarse asimilar por su aparente hegemonía.

          Digamos como premisa, que una cosa es ser cristiano, “luz de las gentes y sacramento de salvación“,  y otra muy distinta buscar el cumplimiento de una pía religiosidad, con una casuística inacabable y siempre insuficiente, por la cual alcanzar una auto justificación frente a las legítimas reivindicaciones naturales, que nos permiten compaginar los criterios del mundo con nuestra piedad, viviendo ajenos a la transformación ontológica que realiza la gracia divina, por la fe, en el corazón del creyente, al ser derramado en él, el amor de Dios, por obra del Espíritu Santo, que lo constituye en “sal de la tierra y luz del mundo”.

          La moral cristiana actual, no solamente debe contribuir a mantener vivo e incontaminado, el depósito de la fe recibido, y participado en un ámbito de “cristiandad”, sino a testificar frente a un mundo que ha perdido el oriente, “el esplendor de la Verdad”, como encarnación del amor de Dios en un pueblo, que gratuitamente ha sido injertado en la naturaleza divina por el don del Espíritu Santo de Nuestro Señor Jesucristo. Sólo así puede comprenderse, que no se trata sólo de una exigencia personal, sino, sobre todo, de un don para esta humanidad, sometida a la influencia maligna de los poderes de este mundo, aquello de:

                    No resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda.
          Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, rogad por los que os persigan y os difamen, bendecid a los que os maldigan. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que te robe lo que es tuyo, no se lo reclames.
          Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; para que seáis hijos de vuestro Padre celestial; entonces seréis hijos del Altísimo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos; él es bueno con los ingratos y los perversos. Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial. (cf. Mt 5, 39-45 y Lc 6, 27-35).
  
          Al llamado “joven rico” que acude a Cristo en busca de salvación, preguntándole: “¿qué debo hacer?” el Señor lo sitúa frente a la moral de los mandamientos: no seas injusto; sólo para “seguirle” en su “misión” salvadora, le ofrecerá la gracia de recibir el ciento por uno, por renunciar a lo que en “justicia” tiene derecho. Así podemos responder a quienes busquen, con todo derecho, en el proceloso mar de esta vida: “nadar y guardar la ropa”.

          Ser cristiano en esta generación, no consiste, por tanto, en exigir unas “justas reclamaciones”, o en reivindicar unos “derechos desde todo punto de vista inalienables”, sino en mostrar sobre la tierra la vida celeste a la que todos somos llamados; mostrarla viva, y operante ya en un pueblo, que ha sido alcanzado gratuitamente por la misericordia divina que se ha encarnado en Jesucristo.

          No se trata, por tanto, de una sublime y exigente doctrina a conquistar, sino de un don, de una gracia “gratis data”, propia de la esencia misma del ser cristiano. San Pablo mismo la da por supuesta entre fieles: “Es un fallo vuestro que haya pleitos entre vosotros. ¿Por qué no preferís soportar la injusticia? ¿Por qué no os dejáis más bien despojar? (cf.1Co 6, 7).

          Frente a un mundo cada día más alejado del glorioso destino para el que ha sido creado, experimentable como prenda, en esta tierra, por la comunión entre los hombres, el Señor llama la atención de sus discípulos, a quienes él mismo se ha entregado: “Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20).

El perdón cristiano de las ofensas es siempre una restitución a la misericordia divina, de su amor gratuito recibido en Cristo. La vida cristiana tiene como esencia la misión de evangelizar, sobre todo con el testimonio de un amor que trasciende toda relación mundana: “Mirad como se aman”. El escándalo del desamor o de la falta de perdón, por el contrario destruye la misión y por tanto a la Iglesia; es siempre un tropiezo a la fe y a los signos que la suscitan. La negativa a perdonar, escandaliza como el pecado mismo. Es un contra signo: “Mirad, como no se aman”. Por eso es tan fuerte la sentencia contra el que escandaliza, porque mata la vida en el “pequeño” que comienza a creer, destruyendo las débiles raíces de su fe.

La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides.

          “Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres, conscientes de que el Señor os dará la herencia en recompensa. El Amo a quien servís es Cristo (Col 3, 23-25).  Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

                                                                               www.jesusbayarri.com





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