Domingo 2º de Adviento A

 Domingo 2º de Adviento.  A 

(Is 11, 1-10; Rm 15, 4-9; Mt 3, 1-12)  

Queridos hermanos: 

          La tensión de espera en este Adviento, centra hoy nuestra atención en el Señor, que viene, en continuidad con las antiguas promesas hechas a David, y movido por el Espíritu del Señor; y viene para implantar el “paraíso mesiánico” anunciado por Isaías, al que son llamadas todas las naciones. Para eso, es necesario reparar el desorden que reina tanto en sencillos, como en violentos y malvados, haciendo justicia.

          Para poder aspirar a este paraíso, es necesario acoger a este “juez justo” y misericordioso, que viene precedido de su mensajero, portador de la gracia de la conversión, mediante la cual franqueamos la entrada del Señor en nuestro corazón, eliminando los obstáculos que le presentan nuestra libertad y nuestros pecados. Sólo así, podremos ser sumergidos, bautizados en su Espíritu, y empapados en el fuego de su Amor, como nos anuncia Juan Bautista, el Precursor del Señor.

          La profecía de Isaías sitúa esta palabra, en el contexto de que Dios quiere consolar a su pueblo, porque ya ha pagado por sus pecados (Is 40, 1ss). La consolación le vendrá por la acogida de la gracia de la conversión, que le llegará mediante el anuncio del “mensajero” del Señor, que viene delante del Salvador preparando su camino. Después vendrá el Señor a perdonar el pecado, y a bautizar en el fuego del Espíritu.

          Dios proclama su Palabra de vida, a oídos de quien ha elegido para llevarla a cumplimiento, y escucharla es ya recibir la misión y el poder de que se realice. Los evangelistas, identifican a este mensajero con Juan el Bautista, que prepara el camino de Cristo invitando a la conversión, mediante la confesión de los pecados, la penitencia, y el bautismo de agua en el Jordán.

          El camino del Señor debe prepararse en el desierto, por el cual, como en un nuevo Éxodo, Dios va a pasar para conducir a su pueblo de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. El desierto será siempre para Israel una referencia insustituible y la añoranza de su primer amor. Ha sido en el desierto donde Israel ha visto realizado, que los caminos de Dios han sido sus caminos, cuando Dios caminaba en medio de ellos. Él era su luz, su protección y su guía. Él, era su pastor. 

          El camino del Señor queda preparado en aquel que acoge a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, sometiéndose a su bautismo. La gracia que lleva en sí esta llamada, le abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, y su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10). Para Lucas, esta es la causa de que tantos fariseos, sacerdotes y legistas no pudieran acoger a Cristo: “al no aceptar el bautismo de él (Juan el Bautista), frustraron el plan de Dios sobre ellos” (Lc 7, 30) mientras hasta los publicanos y las prostitutas creyeron en él.

          Es por tanto el Señor, quien como el buen samaritano, ansía venir al encuentro del hombre, que se ha separado de él por el pecado: Ha dejado Jerusalén, lugar de su presencia, y se ha encaminado a Jericó, figura del mundo, cayendo en manos de salteadores, que después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Los profetas serán los encargados de anunciar con insistencia estos ardientes deseos de la voluntad amorosa de Dios. Juan, será el designado para precederle con el espíritu y el poder de Elías a preparar su camino, y Cristo, el elegido para encarnar la venida del Señor; el Emmanuel.

          Dios es espíritu, y aun a través de Jesucristo, el encuentro del hombre con Dios, ha de realizarse en su espíritu, y por tanto en su libertad. Los obstáculos que encontrará el Señor en su camino al corazón del hombre serán por tanto espirituales. Ningún obstáculo puede oponerse al Señor sino el espíritu del hombre, al cual dotó Dios de albedrío, para que pudiera amar: Los “montes” de la soberbia y el orgullo, levantan el yo del hombre, impidiéndole el acceso al Señor, que viene manso y humilde de corazón. Estos montes del orgullo deberán ser demolidos, y rellenados estos “valles”: abismos de la hipocresía y simas insaciables de las pasiones.  Carencias socavadas en el espíritu del hombre que se ha separado de Dios por el pecado.

          Sólo el Señor mediante la fe, puede arrancar estos montes y plantarlos en el mar de la muerte, para anonadar su poder, y convertir el corazón del hombre, en un vergel en el que florezca la justicia, camino llano para el Señor.

          Hoy somos llamados a acoger al mensajero del Señor por el que nos llega la llamada a la conversión y el anuncio de su venida, dando frutos por su gracia, de perdón y de comunión fraterna. Dejemos que él queme nuestra paja, limpie nuestro trigo y purifique nuestro oro con el fuego de su Espíritu.

Por tanto: “¡Preparad el camino al Señor!”   “Y todos verán la salvación de Dios”.

 

 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                     www.jesusbayarri.com

 

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