Domingo 17º del TO B
(2R 4, 42-44; Ef 4, 1-6; Jn 6, 1-15)
Queridos hermanos:
El Evangelio de hoy, está en el
trasfondo eucarístico de la Pascua. El alimento que trae “el profeta” para
saciar al hombre, partiendo de la pobreza humana, sobre la que es pronunciada
una palabra del Señor que la hace fruto inagotable de evangelización, primero
para Israel y después para las naciones.
Estos son los signos que quisiéramos
ver a nuestros pastores y a nuestros gobernantes. A Cristo, quisieron hacerlo
rey por este signo, pero él no lo hizo para solucionar el problema del hambre,
sino por compasión y como signo de su misión mesiánica de saciar profundamente
el corazón del hombre.
No fueron los 20 panes de Eliseo ni
los 5 de Cristo los que saciaron, sino la palabra del Señor pronunciada sobre
ellos; la acción de gracias de Cristo mismo con su Pascua, a la que somos
invitados por la fe y el bautismo. Llamada a formar un solo pueblo, un solo
cuerpo de Cristo en la Eucaristía.
Cristo es el pan del cielo, que no cae
como el maná, sino que se encarna en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia
sacia al hombre generación tras generación en su inagotable sobreabundancia de
vida y de gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo
coman y no mueran.
La Eucaristía nos incorpora a la
Pascua de Cristo, que como Alianza eterna, nos alcanza y nos une en sí mismo al
Padre. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es “la meta y la
esperanza en la vocación a la que hemos sido convocados” como dice la segunda lectura.
La Eucaristía injerta nuestro tiempo en la eternidad de Dios; nuestra
mortalidad en su vida perdurable; nuestra carne en la comunión de su Espíritu.
¿Realmente hemos sido saciados por Cristo? ¿Sobreabunda en nosotros su gracia, para ser capaces de saciar a esta generación con el pan bajado del cielo que es Cristo?
Proclamemos juntos nuestra fe.
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