La Transfiguración del Señor
Dn 7, 9-10.13-14 ó 2P 1, 16-19. (en
domingo, ambas)
A, Mt 17, 1-9; B, Mc 9, 2-10; C, Lc
9, 28-36.
Israel
rescatado de Egipto y puesto en camino en obediencia a su palabra, es lanzado a
la conquista de una tierra, presagio del cumplimiento de las ansias de
trascendencia que anidan en el corazón humano. Es por eso, que el caminar por
el desierto a la escucha del Señor, habitando en tiendas y dependiendo de su
providencia, mientras sus caminos coinciden con los de Dios, será siempre para
Israel un tiempo idílico, añorado, entrañable e idealizado, que cristalizará en
la Fiesta de las Tiendas: “Sucot” (“palmas”, con que se hacían las tiendas o
las cabañas para la fiesta, que consistía en la celebración de la alegría fruto
de la conversión y del perdón recibido en el Día de la Expiación, en la semana
precedente y que se unía a la alegría de la recolección y la vendimia,
celebración gozosa por los bienes recibidos. El Templo se iluminaba grandemente
cada noche y en el atrio de las mujeres se organizaban músicas, cantos y
danzas. Se organizaban procesiones desde la piscina de Siloé con cántaros de
agua que derramaban sobre el altar, evocando las aguas que manaban del Templo
fecundando la tierra. Así ponían ante Dios sus esperanzas de fecundidad ante la
nueva sementera). En esos días, todo judío piadoso debe pernoctar en una
cabaña, haciendo presente así, su caminar por el desierto a su salida de
Egipto, cuando recibió la Alianza y prometió escuchar la palabra del Señor. Así
podemos comprender la exclamación de Pedro: “Hagamos
tres tiendas”, para así poder permanecer en la montaña sin quebrantar la
tradición de la fiesta.
Tanto Abrahán como
Israel, han experimentado que, aun en su cumplimiento inmediato de todas las
promesas de Dios, éstas quedan abiertas a una plenitud mayor, trascendente,
universal y definitiva, que sólo se alcanzará con la llegada del Mesías, el
Profeta revelado a Moisés, a quien hay que escuchar, el Elegido, el Predilecto,
el Siervo, el Hijo amado de Dios, en quien su alma se complace.
En pos del cumplimiento definitivo de las promesas, Cristo se encamina
a Jerusalén a consumar su misión como especifica Lucas (9, 31). Dios va a manifestar
a su Hijo como Palabra que debe ser “escuchada” para tener vida. Así llevó
también Moisés al pueblo a través del desierto al monte Sinaí, al encuentro con
Dios para recibir su Palabra. Por eso todas las figuras de este pasaje del
Evangelio, hacen presente el desierto y la Alianza: El monte, desde el que Dios
ha manifestado su palabra a Moisés; Elías, que a través del desierto es llamado
como Moisés al encuentro con Dios en el monte; la nube, que era luminosa de
noche y sombra protectora de día; el rostro luminoso de Cristo como el de Moisés;
y la voz de Dios. Todo evoca también al Mesías: al nuevo Moisés, el Profeta que
todos deberán escuchar para mantener su pertenencia al Pueblo de Dios (Hch 3,
22-23).
El camino de
acercamiento progresivo al hombre, iniciado con Abrahán atrayéndole con la
promesa de su bendición universal, llegará a su pleno cumplimiento en Cristo,
en quién Dios se deja conocer plenamente; en quién ha puesto su tienda en medio
de nosotros y para siempre, y en quién ha bendecido a “todos los linajes de
la tierra”, destruyendo la muerte para siempre y para todos.
En Cristo, la bendición
y la promesa hechas a Abrahán alcanzan su plenitud. Éste es “mi Hijo amado, en quien me
complazco; mi Elegido (Lc 9, 35); mi
Siervo a quien yo sostengo (Is 42, 1): escuchadle”.
Dios había inspirado a Isaías, que el Siervo era el Elegido; ahora el Padre,
revela que su Siervo, el Elegido, es su Hijo amado; el Profeta prometido al que
hay que escuchar para vivir.
El camino del pueblo
por el desierto, y el de Cristo, nos guían ahora en el camino de nuestra vida,
en el cual, a través de la consolación de las Escrituras (Moisés y Elías),
escuchamos la voz del Padre, acogemos su Palabra escuchando a Cristo, y nos
unimos a él en la Eucaristía.
Que así sea.
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