El Bautismo del Señor B

El Bautismo del Señor B

Is 55, 1-11; 1Jn 5, 1-9; Mc 1, 7-11

Queridos hermanos:

Celebramos la fiesta del Bautismo del Señor.

En la pasada celebración de las Epifanías de Cristo, mencionábamos ya esta del bautismo sobre el Jordán, con el testimonio del Padre, uniendo la figura antigua y enigmática del Siervo: el elegido, el amado en quien se complace el Señor, con una totalmente nueva y por tanto inaudita del “Hijo único”, que rememora a Abrahán. También la del Profeta, al que hay que escuchar para permanecer en el pueblo, por la adhesión renovada a la Alianza, “Nueva y Eterna”, que será sellada en la sangre de Jesucristo.

Durante siete siglos la Escritura venía anunciando a través de los profetas, esta figura misteriosa de la que hablaba sobre todo Isaías, en quien Dios sería glorificado no sólo en Israel, sino hasta los confines del orbe, llevando a todos la luz de su amor, por el  que Dios quiere salvarnos: «Tú eres mi siervo,  en quien me gloriaré. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra. Ahora, el Padre testifica que este Siervo es su Hijo, el primogénito de la nueva creación, sobre la que se cierne el Espíritu en medio de las aguas.

Después del Diluvio, la muerte reinaba sobre la tierra sumergida bajo las aguas y Noé soltó una paloma para comprobar si ya era posible habitar en ella, pero al no tener donde posarse, la paloma regresó donde Noé. En esta palabra, el Bautista da testimonio de la Buena Noticia, porque del cielo fue enviado el Espíritu Santo “en forma de paloma”, y de entre la humanidad sumergida en la muerte, pudo encontrar uno en quien posarse, y se escuchó la voz del Padre dando testimonio de Jesús, diciendo: “Tú eres mi Hijo amado, mi Elegido, en quien mi alma se complace. El Siervo anunciado por Isaías, que cargaría sobre sí los pecados del pueblo, como lo hacía el cordero entregado a la muerte en expiación por las culpas de todos.

Porque Dios quiere gloriarse en su Siervo, Jesús ante su pasión dirá: “Padre, glorifica tu nombre; porque Dios quiere que su luz alcance a todas las naciones, Cristo dirá a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”

La justicia ha alcanzado su plenitud en el hombre, a través de Cristo, que se somete a la purificación del bautismo del “hombre enviado por Dios que se llamaba Juan”, “cumpliendo así toda justicia” y recibe el Espíritu. Ahora el hombre está preparado para acoger la gracia que viene con Cristo: la efusión del Espíritu Santo. El bautismo de agua en el nombre de Cristo, da paso a la efusión del Espíritu, de manera que sobre el bautizado recaen también: la complacencia del Padre en su Siervo, y la filiación adoptiva: Este es “también” hijo mío, en cuya fe me complazco.

La misión de Juan como profeta y “más que profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar a este Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Para el desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan, quien es su Elegido en medio de las aguas del Jordán: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.»

Para san Pablo, este bautismo en el Espíritu, que marca la diferencia entre el bautismo de Juan y el de Cristo, consiste en un camino que conduce a los creyentes, desde la justificación por la fe, a la santidad de cuantos lo invocan: “A los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo” (1Co 1,2).

Si la misión de Cristo es la glorificación de Dios, salvando e iluminando a la humanidad, hasta los confines de la tierra, mediante su entrega en la cruz; la nuestra es invocar su nombre en favor de nuestros hermanos, desde esos mismos confines en los que hemos sido iluminados por su salvación. Eso es lo que hacemos en la exultación eucarística junto al Espíritu y la Esposa diciendo: ¡Ven Señor Jesús!

Proclamemos juntos nuestra fe.

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