Sábado 3º del TO
Mc 4, 35-41
Queridos hermanos:
Esta palabra del Evangelio está cargada de simbolismos y enseñanzas, en primer lugar para los discípulos y también para todos nosotros: La noche, es figura de las tinieblas del mal, el mar sinuoso es figura de la muerte; el viento contrario son la persecución y la tribulación provocadas por el odio del diablo; la otra orilla, límite del poder de la muerte y comienzo de la vida nueva; el miedo a la muerte es secuela del pecado, signo de “lo viejo”; el temor de Dios, “lo nuevo” de la fe; el sueño de Cristo, imagen de su muerte y el despertar, anuncio de su resurrección.
Cristo va a introducir a los
discípulos en el mar y la noche para que tengan el encuentro personal de la fe,
única respuesta ante la muerte, por la que todo hombre debe pasar. Con las
palabras: “Pasemos a la otra orilla”,
Cristo está invitando a los discípulos a enfrentar, atravesar y vencer la
muerte junto a él y salir indemnes. Ante ellos se extiende el mar de la muerte,
que es necesario atravesar para superar el límite que Dios le ha asignado, en
donde se desvanece su poder. Con Cristo, la humanidad no se hundirá
definitivamente en el mar, sino que tras un tiempo de tribulación, lo
atravesará a salvo.
En medio de este mar, los discípulos
van a experimentar de forma insuperable el miedo a la muerte, signo de “lo
viejo”, de la condición humana sujeta al pecado, que los hace esclavos del
diablo de por vida (cf. Hb 2, 14s). ¿Dónde
está vuestra fe? ¿Aún no es “todo nuevo” para vosotros en mí? ¿Dónde está
vuestra respuesta a la muerte? ¿Aún no comprendéis que está con vosotros la
Resurrección y la vida? El Señor viene a decirles: Claro está que me importa
que perezcáis. Por eso tendré que dormirme entrando en el seno de la muerte
para vencerla al despertar. Lo que me preocupa es que tengáis miedo de perecer
estando yo con vosotros, y no seáis capaces de confiar plenamente en Dios
abandonándoos en sus manos.
La experiencia de los discípulos será
vital cuando tengan que enfrentar la muerte y Cristo parezca ausente. Tendrán
que ser testigos de la victoria de Cristo y hacerlo presente invocando su
nombre.
También nosotros necesitamos hacer
nuestra, la experiencia de los discípulos, de que el viento y el mar obedecen
al que nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, de forma que
no perezca ni un cabello de nuestra cabeza, y con nuestra perseverancia
salvemos nuestras almas” (cf. Lc 21, 18-19).
Unámonos, pues, a Cristo en la
Eucaristía, diciendo amén a su entrega confiada en las manos de su Padre.
Así sea.
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