Miércoles 3ª del TO (cf. Mi 16; Sa 24)
(Hb 10, 11-18; Mc 4, 1-20)
Queridos hermanos:
Como todas las parábolas, ésta, tiene
una enseñanza y una finalidad específica: abrir el oído de los oyentes, para
que dispongan su corazón, lo mejor posible, a la recepción de la Palabra,
porque hay disposiciones del corazón que pueden impedir que pueda fructificar.
La parábola nos habla, en efecto, acerca
del combate entre la fuerza del Evangelio, y la seducción que el mal le opone
para fructificar, en el campo de batalla que es la realidad de nuestra carne,
llena de impedimentos: El camino, en la parábola, hace presente la dureza del
corazón pisoteado por los ídolos. Las piedras, son los obstáculos del ambiente
que presentan el mundo y la seducción de la carne, y las riquezas, son los espinos.
En definitiva, nuestra naturaleza caída, ofrece resistencia a la acción
sobrenatural de la gracia y necesita su ayuda; un perseverante cuidado y
atención, como si del cultivo de un campo se tratara, para que nuestra tierra
acoja la Palabra con un corazón bueno y recto como dice san Lucas (8, 15). Dios
es el agricultor, por lo que necesitamos estar unidos a él y dejarnos limpiar y
trabajar, por su voluntad amorosa.
Para eso, la Palabra, como la semilla,
debe caer en la tierra y hacerse una con ella, dando un fruto que el hombre
puede recibir según su capacidad, preparación, y libertad, ya que el fruto para el que ha sido
destinada es el amor. Unido a su creador en un destino eterno de vida, el
hombre hace que la Palabra no vuelva al que la envió, vacía, sino después de
fructificar.
Velar, esforzarse, perseverar,
permanecer, y hacerse violencia, son palabras que nos recuerdan la necesidad
del combate en la vida cristiana, figurado en el trabajo necesario para obtener
una buena cosecha. “Esta es la voluntad
de mi Padre: que vayáis y deis mucho fruto, y que vuestro fruto permanezca”.
“Mirad, pues, cómo escucháis”; mirad
cual sea el tesoro de vuestro corazón, porque el hombre bueno, del buen tesoro
del corazón saca lo bueno. Según san Mateo, la buena tierra es: “El que escucha la palabra y la comprende” (cf.
Mt 13, 23). Podemos hacer una distinción entre entender, y comprender la
palabra, de la misma manera que lo hacemos entre oírla y escucharla. Mientras
el entender se resuelve en la mente, el comprender puede involucrar una
profundización; un descenso al corazón, donde queda implicada también la
voluntad; en definitiva, se trataría de su incorporación al propio ser.
El
sembrador “sale”, porque la iniciativa es suya, haciéndose accesible a nuestra
percepción, como dice san Juan Crisóstomo, y sale para darnos la “comprensión”
de los misterios del Reino, entrando en nuestra intimidad, subiéndonos a su
barca a reparo de las olas de la muerte como dice san Hilario.
No obstante los impedimentos, la
potencia del fruto supera siempre las expectativas humanas; sobreabunda hasta la
plenitud sobrenatural en Cristo, del ciento por uno.
Que así sea.
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