3 de enero
1Jn 2, 29-3,6; Jn 1, 29-34
Queridos hermanos:
Después del Diluvio, la
muerte reinaba sobre la tierra sumergida bajo las aguas para ser purificada, y
Noé soltó una paloma para comprobar si era posible la vida en ella, pero al no
tener donde posarse, regresó donde Noé. En esta palabra, Juan da testimonio de
la Buena Noticia, porque del cielo fue enviado el Espíritu Santo “en forma de
paloma”, y al encarnarse Cristo, en medio de la humanidad sumergida en la
muerte, pudo encontrar uno en quien posarse y se escuchó la voz del Padre dando
testimonio de Jesús, diciendo: “Este es mi Hijo amado, mi Elegido, en quien mi
alma se complace. Estas palabras en la Escritura evocan al Siervo anunciado por
Isaías, que cargaría sobre sí los pecados del pueblo, como lo hacía el Cordero,
que era entregado a la muerte en expiación por las culpas de todos.
Durante siete siglos la
Escritura a través de los profetas había venido anunciando esta figura misteriosa
del Siervo del que hablaba Isaías, en quien Dios sería glorificado no sólo en
Israel, sino hasta los últimos confines del orbe, llevando a todos la luz de su
amor, por el que dispuso salvarnos: «Tú eres mi siervo, en quien me gloriaré. Te voy a poner por luz
de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra.»
La
unificación de estas figuras: El Siervo, el Cordero, el Profeta, el Cristo, el
Hijo, y de la Escritura entera, es obra del Espíritu Santo que se posa sobre
Cristo dando testimonio de él, y descendiendo sobre el que cree, lo ilumina
uniendo en su mente Escrituras y acontecimientos.
La misión de Juan como
profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de
identificar a este Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero
de Dios, que quita el pecado del mundo.» Uno y otro; Siervo y Cordero, toman
sobre sí los pecados del pueblo, para santificarlo sumergiéndolo en Espíritu
Santo.
Porque Dios quiere
gloriarse en su siervo, Jesús ante su pasión dirá: “Ahora mi alma está
turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado
a esta hora para esto! Padre, glorifica tu nombre. Porque Dios quiere que
su luz alcance a todas las naciones, Cristo dirá a sus discípulos: “Vosotros
sois la luz del mundo. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que
viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los
cielos.”
Para el desempeño de su
misión, Dios mismo va a revelar a Juan quien es su Elegido en medio de las
aguas del Jordán: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo
y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el
Elegido de Dios.» En Mateo la voz
del Padre lo declara Hijo.
Para san Pablo, este
bautismo en el Espíritu, que marca la diferencia entre el bautismo de Juan y el
de Cristo, consiste en un camino que conduce a los creyentes, desde la
justificación por la fe, a la santidad de cuantos lo invocan; “a los
santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier
lugar invocan el nombre de Jesucristo” (1Co 1,2).
Si la misión de Cristo
es la glorificación de Dios, salvando e iluminando a la humanidad, hasta los últimos
confines de la tierra, la nuestra es, invocar su nombre en favor de nuestros
hermanos, desde esos mismos confines en los que hemos sido iluminados por su
salvación. Eso es lo que hacemos en la exultación eucarística junto al Espíritu
y la Esposa diciendo: ¡Ven Señor Jesús!
Que así sea.
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