Miércoles 5º del TO

Miércoles 5º del TO

Mc 7, 14-23

Queridos hermanos:

Para Cristo, el hombre es más que un cuerpo con sus funciones fisiológicas. Su ser personal trasciende su ser corpóreo y se significa en su corazón. Purificar el corazón y conservarlo puro, es pues, fundamental en el hombre, porque de lo que rebosa el corazón habla la boca, siendo además el corazón, el causante de las acciones humanas, que tienen su origen en sus intenciones, como dice el Evangelio.

En efecto, las “acciones humanas” (conscientes y libres), son las que definen al hombre, que ha sido creado para el amor, en relación con Dios y con el prójimo, y se atribuyen a su corazón. Por el contrario, las “acciones del hombre”, son inconscientes, e independientes de su voluntad y la Escritura las sitúa en los riñones cuando dice: “El Señor escruta los riñones y el corazón” (Jer 11,20; 20, 12; Ap 2, 23; Sb 1, 6+). El amor, como respuesta de su voluntad libre y consciente, es respuesta de su corazón a la iniciativa amorosa de Dios, y constituye la verdad de su ser persona humana, de su ser hombre. Tal como su amor o su desamor, así es el hombre.

Dios ha dado preceptos de pureza corporal al pueblo en orden a su salud física, que lo preservan de males, enfermedades, y epidemias, y que lo hacen fortalecerse, pero además le ha dado preceptos que lo purifican y lo preservan de la idolatría circundante y que miran a la pureza de su corazón, en relación a su comunión con Dios. Los males físicos pueden causarle sufrimientos e incluso la muerte; la idolatría del corazón, en cambio, puede dañarlo eternamente. Hay, por tanto, una impureza y una maldad que tocan al hombre en su cuerpo externa y físicamente, y hay una impureza y maldad espirituales, que lo alcanzan en su interioridad profunda que llamamos “corazón”, donde se sitúa su voluntad libre y personal, y donde se gestan, por tanto, su amor y su intencionalidad, que acreditan su personalidad. De una y otra impurezas debe cuidarse el hombre, pero sobre todo de la que puede dañarlo íntegramente.

Quedarse en lo meramente externo descuidando el interior profundo y verdadero, es el error, la necedad, y la hipocresía que el Señor por boca de Isaías recrimina a su pueblo: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.”

El Evangelio habla frecuentemente de la vigilancia, porque el hombre es constantemente solicitado por la propia concupiscencia, por el mundo, y también por el tentador, que pretende tomar posesión de su corazón para someterlo a la esclavitud del mal. Mientras los malos pensamientos rondan al hombre, no son nada más que tentación, pero cuando nuestra voluntad se adhiere a ellos libre y conscientemente, salen del corazón para nuestro mal.

Unámonos al Señor en la Eucaristía con todo nuestro corazón, para que él lo guarde de todo mal.

Que así sea.                             

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