Jueves 2º de Cuaresma
(Jer 17, 5-10; Lc 16, 19-31)
Queridos hermanos:
Dios es amor y ha creado al hombre en el
amor y la comunión con él, pero el hombre se ha apartado de él por el pecado,
quedando privado de ambas realidades experimentando la muerte. Dios por su
parte ha provisto en su Palabra, los criterios para discernir la realidad, de
forma que el hombre, escuchándola, pueda orientar su existencia en este mundo,
sin sucumbir ante las apariencias engañosas y las solicitaciones a que es
sometido, y retornar a él a través de Moisés y los profetas: “Lámpara es tu
palabra para mis pasos, luz en mi sendero. Escucha oh Israel: Amarás al Señor
tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y al
prójimo como a ti mismo. Haz esto y tendrás la vida eterna.”
La vida es algo insustituible que puede
arruinarse o realizarse plenamente. La voluntad amorosa de Dios y su plan de
salvación, deben confrontarse con nuestra libertad, para que las gracias que
recibimos en la predicación lleguen a dar fruto. Aparentemente el rico tenía la
vida plena y en cambio Lázaro fracasada, pero dado lo instrumental y pasajero
de la existencia, como enseña la parábola, el resultado vino a ser lo
contrario, debido a la trascendencia de las acciones humanas. El hombre, de
forma inexorable, debe asumir las consecuencias de su responsabilidad. La clave
para dar a la vida su mejor orientación, y su plena realización, está en la
escucha de Moisés y los Profetas, palabra en la que ha provisto Dios los
criterios de discernimiento para una vida realizada. Con Cristo, la ley y los profetas se hacen carne nuestra, y se nos dan
cumplidas a través del Espíritu y mediante la fe en él.
La parábola de hoy, nos muestra las
consecuencias de un rechazo de Dios que se hace permanente. No es casualidad
que conozcamos el nombre del pobre y bienaventurado Lázaro, nombre de vivo,
introducido en el seno de Abrahán, y en cambio, desconozcamos el del rico, que
fue enterrado y permanece en el anonimato de la muerte. Como decía el famoso
terceto: “Al final de la jornada, aquel
que se salva, sabe, y el que no, no sabe nada.” Ya la parábola distingue
entre el Hades con la llama de sus tormentos, y el seno de Abrahán con sus
consuelos, como destino irrevocable e inmediato de los difuntos.
Lo que se ha dado en llamar “retribución
de ultratumba”, sabemos por la enseñanza de la Iglesia, que no es otra cosa que
la consecuencia de una libre opción mantenida voluntariamente, mediante la cual
se orienta la propia vida en sintonía o en oposición a la voluntad salvadora de
Dios que se nos ha revelado. La Palabra, como guía y vehículo de esa
revelación, será la encargada de juzgarnos por nuestra actitud ante la
iniciativa misericordiosa de Dios.
Serán la acogida de la Palabra y la
escucha de la predicación, las que provean la salvación mediante la fe y el don
del Espíritu, y no los prodigios, que aun siendo medios instrumentales para
acoger la Palabra, dejaron en sus pecados a aquellos legistas, escribas y
fariseos que los presenciaron, sin que su espíritu se conmoviera por su
testimonio.
El hombre en su libertad deberá acoger
la palabra del Señor para que la salvación de Dios le alcance. Esta es la tarea
de la vida del hombre sobre la tierra. A nosotros hoy, la Eucaristía, y esta Cuaresma,
quieren abrirnos a la escucha de la Palabra y a la mesa de la Caridad, que
sanen nuestro corazón, para que mediante la conversión, fructifiquemos en el
bien y podamos ser recibidos en el Seno de Abrahán, cuando terminado el tiempo de higos, nos alcance el de
juicio.
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