Miércoles 1º de Cuaresma (cf. lunes 28, lunes 16)
(Jon 3, 1-10; Lc 11,
29-32)
Queridos hermanos:
En este tiempo de gracia, Dios presenta la misericordia a través del Evangelio, que nos hace presente nuestra responsabilidad ante su ofrecimiento, porque: “no quiere la muerte del pecador sino que se arrepienta y viva”.
Hemos
escuchado que los ninivitas se convirtieron por la predicación de Jonás, por la
que fue signo para ellos de la voluntad de Dios, que quería salvarlos de la
destrucción que habían merecido por sus pecados. Que Jonás haya salido del seno
del mar (figura de la muerte), como nos cuenta la Escritura, Lucas ni lo
menciona. Es un signo que, de hecho, no vieron los ninivitas, como tampoco los
judíos vieron a Cristo salir del sepulcro. Será por tanto un signo que no les
será permitido ver. Cuando el rico que llamamos epulón dice a Abrahán, que el
signo de que un muerto resucite, servirá para la conversión de sus hermanos,
éste le responde que no hay más signo que la escucha de Moisés y los profetas:
la predicación; por eso no dice la lectura, sino la escucha. Los judíos que no
han acogido la predicación ni los signos de Jesús, tendrán que acoger la de los
apóstoles. Es Dios quien elige la predicación como único signo, el modo, y el
tiempo favorable para otorgar la gracia de la conversión, y el hombre debe
acogerla como una gracia que pasa. Como dice el Evangelio de Lucas, el que los
escribas y fariseos rechazaran a Juan Bautista, les supuso que no pudieron
convertirse cuando llegó Cristo, frustrando así el plan de Dios sobre ellos (Lc
7,30).
La
predicación del Evangelio hace presente el primer juicio de la misericordia,
que puede evitar en quien lo acoge, un segundo juicio en el que no habrá
misericordia para quien no tuvo misericordia, según las palabras de Santiago
(St 2,13). Para quien acoge la predicación todo se ilumina, mientras quien se
resiste a creer permanece en las tinieblas. Dios se complace en un corazón que
confía en él contra toda esperanza y lo glorifica entregándole su vida, como hizo
Abrahán: “Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará.”
Dios
suscita la fe para enriquecer al hombre mediante el amor, dándole a gustar la
vida eterna, y por amor dispone las gracias necesarias para la conversión de
cada hombre y de cada generación. Los ninivitas, la reina de Sabá, los judíos
del tiempo de Jesús y nosotros mismos, recibimos el don de la predicación como
testimonio de su voluntad a través de su palabra, que siembra la vida en quien
la escucha.
Como
ocurría ya desde la salida de Egipto, en la marcha por el desierto, Israel
sigue pidiendo signos a Dios, pero ni así se convierte. Las señales que realiza
Cristo no las pueden ver, porque no tienen ojos para ver ni oídos para
oír en la tierra, y piden una señal del cielo. No habrá señal para esta
generación, que puedan ver sin la fe; un signo que se les imponga, por encima
de los que Cristo efectivamente realiza. Cristo gime de impotencia ante la
cerrazón de su incredulidad. La señal por excelencia de su victoria sobre la
muerte, será oculta para ellos (no habrá señal) y sólo podrán “escucharla”, con
la predicación de los testigos, como en el caso de Jonás. Este tiempo es de
señales, pero más, de fe, de combate, de entrar en la muerte y resucitar, como
Jonás, que en el vientre de la ballena pasó tres días en el seno de la muerte.
Solo al final, “verán” la señal del Hijo del hombre sobre las nubes del cielo.
Jonás
realizó dos señales: La predicación, que sirvió para que los ninivitas se
convirtieran, y la de salir del mar a los tres días, que nadie pudo conocer más
que a través de las Escrituras. En cuanto a Cristo, los judíos no aceptaron la
primera, y la segunda no pudieron verla; no hubo más señal para ellos que la
predicación de los testigos elegidos por
Dios. El significado de las “señales” solo
puede verse con la sumisión de la mente y la voluntad que lleva a la fe y que
implica la conversión. Dios no puede negarse a sí mismo anulando nuestra
libertad para imponerse a nosotros, por eso, todas las gracias tienen que ser
purificadas por las pruebas.
Nosotros
hemos creído en Cristo, pero hoy somos invitados a creer en la predicación, sin
tentar a Dios pidiéndole signos, sino suplicándole la fe, y el discernimiento,
que da generosamente a quien se lo pide con humildad. De la misma manera que
sabemos discernir sobre lo material debemos pedir el discernimiento espiritual
de los acontecimientos.
También a
nosotros se nos propone hoy la conversión y la misericordia a través de la
predicación de la Iglesia.
Que así sea.
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