Sábado 1º de Cuaresma
(Dt 26, 16-19; Mt 5, 43-48)
Queridos hermanos:
Después de hablar del pecado como algo existencial y no sólo legal, hoy hablamos de las leyes y preceptos que Dios dio a Israel, que no sólo eran normas, sino sabiduría, cultura y santidad, que puso a Israel muy por encima de las naciones circundantes, haciéndolo no sólo diferente de todos los pueblos, sino verdaderamente superior en todo, tanto física, como social y moralmente.
Una desproporción aún mayor, como
veíamos ayer, hay entre la santidad cristiana y cualquier otra sobre la tierra.
La perfección de Dios es tan inalcanzable para la mente y la voluntad humanas,
como lo es Dios mismo. Sólo conocemos de Dios lo que Él nos ha querido revelar
directamente o a través de sus obras. Del mismo modo, nuestra participación en
el ser y los mismos dones que de él recibimos, nunca podrán compararse con el
ser de Dios o sus atributos. Los antiguos recibieron el imperativo de ser santos
porque Dios es santo, y nosotros de ser perfectos, porque ha tenido a bien darnos
de su naturaleza. La perfección de aquellos no podía igualarse a la nuestra,
porque lo que ellos conocieron de Dios no es comparable a lo que a nosotros nos
ha sido concedido en Cristo: el Espíritu Santo que, de hecho, hemos recibido, para
ser hijos, participando de su naturaleza. Por eso dice Jesús: “si vuestra
justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el
Reino de los cielos”; al que se le dio mucho se le pedirá más.
En el libro del Eclesiástico leemos: “el Altísimo
odia a los pecadores, y dará a los malvados el castigo que merecen” (Eclo 12,
6). Y
también San Pablo dice: “Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni
afeminados, ni homosexuales, ni
ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán
el Reino de Dios.” (1Co 6, 9-10) Pero añade: “Y tales fuisteis algunos de
vosotros.” En el don de este amor gratuito del Espíritu Santo, hemos sido
llamados a una nueva vida y a una nueva justicia en el amor, que responde a la gracia
y la misericordia recibidas. “Habéis sido lavados, habéis sido santificados,
habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de
nuestro Dios.”
Podemos entender lo de “sed perfectos”,
diciendo: sed perfectos con los demás, como yo lo soy con vosotros: “amaos
como yo os he amado”. El amor, en efecto, es la perfección del Hijo que
especifica el Evangelio, y estamos llamados a que sea también la nuestra, si
recibiendo el Espíritu Santo, él derrama en nuestros corazones el amor de Dios.
“Para que seáis hijos de vuestro Padre celestial”.
La perfección del Padre celestial que
hace salir su sol sobre buenos y malos y manda la lluvia también sobre los
pecadores, es reproducida en el Hijo, que se entrega por todos, y es preceptiva
en sus discípulos, para que el mundo la reciba por el amor: “Quien a
vosotros reciba, a mí me recibe, y quien me reciba a mí, recibe a Aquel que
me ha enviado.”
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