Jueves después de Ceniza
(Dt 30, 15-20; Lc 9, 22-25)
Queridos hermanos:
Detrás de esta palabra está la invitación al seguimiento de Cristo, al amor, que no puede ser objeto de constricción sino de aceptación libre y responsable, como corresponde a la condición del ser persona humana. El amor es siempre una entrega, que cuando se refiere a Dios implica la fe y no admite términos medios: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Cristo se encamina a la Resurrección pasando por la cruz, como puerta gloriosa de la vida eterna, que implica la negación de sí mismo en el sufrimiento propio del amor. Resistirse al amor es frustrar la propia vida, porque sólo el amor que se une a Cristo en su inmolación por el mundo, trasciende esta vida para alcanzar la eternidad divina.
Igual que Adán y Eva, que puestos en
el Paraíso tuvieron que elegir entre el camino de la vida y el de la muerte sin
remedio, porque habían sido creados para el amor, libres, así el pueblo en el
desierto, y también nosotros, creados por amor y para amar.
Elige la vida, decía la primera
lectura (Dt 30, 15-20), pero la vida perdurable es Dios, que se nos ha
manifestado accesible en Cristo resucitado, y por eso Jesús dice: “el que pierda su vida por mí, la salvará
para una vida eterna”. Cristo es el Camino y la Verdad y la Vida, por eso,
seguirle a él es elegir la Vida, y dejarlo por guardar la propia vida, es
elegir la muerte inherente a la naturaleza humana caída. Al hombre viejo, sus
concupiscencias y pecados lo llevan a la muerte. El hombre nuevo se recibe en
el seguimiento de Cristo, con lo que tiene de auto negación, de cruz, y de auto
inmolación, como consecuencia o fruto del Espíritu derramado sobre el
discípulo, y es causa de salvación y testimonio de vida eterna. El que sigue a
Cristo hasta el fin, perseverando y permaneciendo en su amor, lo alcanza.
Querer guardarse a sí mismo, en cambio, es cerrarse a la vida nueva que trae el
Evangelio, persistiendo en la muerte por la incredulidad.
Cristo tiene un camino que recorrer en
este mundo, que lo lleva al Padre a través de la cruz, entregando su vida no
por sí mismo, sino por nuestra salvación, según la voluntad de Dios, para
recobrarla gloriosa y llevarnos con él a la vida eterna y a la comunión con
Dios. A esta meta y a este camino ha
venido Cristo a invitarnos. Él ha venido hasta nosotros tomando sobre sí el
yugo de nuestra carne para realizar su misión, y nos llama a uncirnos con él,
como semejantes (2Co 6, 14; Dt 22, 10), bajo su yugo suave y su carga ligera,
para trabajar juntos en la regeneración de los hombres. También como él,
nosotros hemos recibido una cruz que llevar, de manera que negándonos a
nosotros mismos en la donación de nuestra vida, encontremos una eterna.
Nosotros somos llamados en este
itinerario cuaresmal a la fe y al
seguimiento de Cristo, que va delante de nosotros señalándonos el camino
y mostrándonos la meta; el camino pasa por la cruz, pero la meta es la
resurrección y la vida eterna, como ha dicho la primera lectura. La fe reputa
la justicia y engendra obras de vida eterna y de salvación en nosotros: “El que come mi carne tiene vida eterna”.
A esa vida nos introduce la Eucaristía, si nuestro amén se hace vida nuestra.
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