Viernes 2º de Cuaresma
Ge 37,
2-4.12-13.17-28; Mt 21, 33-43.45-46
Queridos hermanos:
El tema de la viña lo han tratado Isaías, Jeremías, y Ezequiel, y Cristo lo utiliza también en varias ocasiones. La viña hace referencia a los frutos, y por tanto está en función del mundo, al que debe proporcionar dulzura y alegría, como la sal sabor, o la luz claridad. Esta misión de la viña, aplicable a Israel o a la Iglesia, nos hace presente que las uvas deben ser pisadas, la sal debe disolverse y la luz debe consumirse para servir. El servicio, y por tanto el amor, es siempre un morir a sí mismos, por el otro. José llevará salvación a Egipto, a costa de ser rechazado, vendido y encarcelado, pero el amor de Dios está detrás conduciendo la historia. Lo mismo Cristo, para salvar deberá ser rechazado y morir. Si tanto Israel como la Iglesia, en lugar de darse, se apropian de los dones de Dios para sí mismos, dejan de cumplir su misión, y de ser útiles para el mundo, y Dios entregará a otros sus dones. Al interior del pueblo ocurre lo mismo con los jefes y los pastores, que deben conducir a Dios, al pueblo, o ser infieles a su misión: “Se os quitará el Reino de Dios”.
La maldad proverbial de los siervos de la parábola puestos
al cuidado de la viña, nos hace presente la historia del pueblo y su continuo
rechazo a Dios, al que él responde siempre con su amor, su perdón, y su
misericordia. La verdadera realización del fiel está en servir al Señor, pero
ha sido tentado a “no servir”, haciéndose dios de sí mismo, contradiciendo así
su propia naturaleza de criatura, y su llamada. Qué duro resulta para el hombre
pretender ser dios, habiendo sido hecho para amar, y estando su grandeza en “hacerse el último y el servidor de todos”,
como nos muestra Jesucristo, en quien Dios nos ha revelado la verdad del
hombre. Apropiándose de los dones y los atributos que le han sido dados para
fructificar en el amor, el hombre pretende erigirse en su propio dueño en busca
de autonomía, y sólo obtiene la absoluta posesión de su mísera y triste condición.
Sin duda el punto clave de la parábola, cuyo significado
queda velado a los corazones incrédulos de los sumos sacerdotes, escribas y
ancianos del pueblo, está en Cristo, que viene a cerrar la bóveda de la,
Revelación, y es desechado por los constructores indignos. El problema de la
parábola no está en su comprensión, sino en la aceptación de la llamada a
conversión que implica el reconocer en Jesús de Nazaret, el hijo del
carpintero, la autoridad que reivindica como enviado de Dios, más aun, como el Hijo
del verdadero dueño, al que hay que volver el corazón para tener vida.
Hay muchos otros aspectos desde los que contemplar la viña,
como una de las múltiples imágenes del Reino que es. Dios ha recriminado a su
viña, “la entera casa de Israel” a
través de los profetas el haber frustrado sus expectativas de fruto: “¡Yo quiero amor!” Ahora recrimina a los
viñadores, que como los falsos pastores, se apropian el fruto, como ocurre en
el mundo con los que acumulan bienes para sí y rechazan al verdadero dueño, que
es amor, negándose a reconocerlo; pensemos en “la destinación universal
de los bienes”. Cristo será la vid y el fruto que el Padre quiere que dé su
viña, y a través de él entregará la viña a otros viñadores, para que rindan su
fruto. Dios quiere que su amor alcance a todos, mediante la evangelización:
“Brille así vuestra luz”. Como la luz y la sal, deben morir para cumplir su
misión, el trigo debe ser molido, amasado y cocido al fuego para ser pan; la
uva debe ser pisada y fermentada para ser vino. Todo nos enseña a inmolarnos,
porque existimos por amor y estamos destinados al amor, y caminando en el amor.
Dice Jesús en el Evangelio de Juan. “Yo soy la vid
verdadera”; ¿y para que serviría una vid si no da fruto? Por eso, “que
voy a decir: ¡Padre líbrame de esta hora. Pero ¡si he llegado a esta hora para
esto!; me has dado un cuerpo para hacer tu voluntad” (Hb 10, 5-7). Al igual
que Cristo, la Iglesia no tiene otra razón de ser en este mundo que su misión:
la dulzura de su fruto y la alegría de su vino, que requiere el que sea
estrujada y pisoteada en el lagar a semejanza de Cristo.
No hay palabra más adecuada para contemplar en la
Eucaristía. San Pablo dice: “hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de
noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud o
valor, todo cuanto habéis aprendido y recibido y oído y visto, ponedlo por obra
y el Dios de la paz estará con vosotros”. Como sarmientos de la vid debemos
dar fruto, y como viñadores debemos rendirlos al Señor. De ahí, que también a
nosotros incumbe la responsabilidad de ceder su lugar a la piedra angular que
es Cristo, mediante nuestra fe; de servir agradecidos al dueño de la viña, aun
sabiéndonos siervos inútiles que sólo por gracia hemos sido llamados. Unámonos
pues a esta entrega de Cristo, cuyo vino alegra nuestro corazón y nos comunica
vida eterna. Vid verdadera, semilla santa, no trasplantada de Egipto sino
celeste.
Que así sea.
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