La Presentación del Señor (y Purificación de la Virgen María).
(Ml
3, 1-4; Hb 2, 14-18; Lc 2, 22-40).
Queridos hermanos:
Celebramos hoy esta fiesta que popularmente llamamos “La Candelaria”, celebrada desde el siglo V en Jerusalén, y desde el VII en Roma, en la que se contempla a Cristo, “luz de las gentes” como llama Isaías al Siervo, o “luz de las naciones”, como llama Simeón al Salvador. Cristo mismo dirá: “Yo soy la luz del mundo”. El Señor, a través de Simeón y Ana, nos presenta a su Hijo como salvador, redentor, luz del mundo, gloria de su pueblo y señal de contradicción. Siempre que aparece Cristo le acompaña la cruz, candelero en el que el Padre, Dios, ha puesto su luz para que alumbre a todos los de la casa, anunciadora de su Misterio de Pascua: muerte y resurrección: “Escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, mas para los llamados, fuerza de Dios y sabiduría de Dios.”
Nosotros contemplamos hoy esta Luz entrando
por primera vez en el Templo. La tradición lo hacía con las candelas encendidas,
pues también nosotros por el espíritu de Cristo somos portadores de luz y según
las palabras del Señor, luz para el mundo. Cristo, entrando en el Templo para
ser consagrado al Señor, y pagando el rescate de los primogénitos, que
prescribe la Escritura (Ex 13, 2.11+.12) equivalente a cien óbolos (Nm 18, 16),
nos hace presente la salvación pascual de su pueblo de la esclavitud de Egipto,
figura que en él va a tener pleno cumplimiento de alcance total y universal.
Además, el Evangelio de Lucas (2, 24) añade:
y ofrecer en sacrificio un par de
tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor (Lv
12, 6-8), que hace referencia a la purificación de María a los cuarenta días después
del parto.
Nosotros,
recordando ahora este acontecimiento profético, celebramos el memorial
sacramental de su pleno cumplimiento en la Pascua de Cristo: La muerte ha sido
vencida en la Pascua de este cordero inmaculado, y el faraón diabólico ha sido
despojado de sus cautivos. Velemos, pues, porque el Señor nos visita con
frecuencia en busca del fruto del amor que él mismo ha derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo, como luz, uniéndonos también a su misión de
ser señal de contradicción, y que aceptamos con nuestro amén, en la comunión de
su cuerpo y su sangre.
Que así sea.
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