Martes 1º de Cuaresma
(Is 55, 10-11; Mt 6, 7-15)
Queridos hermanos:
En medio de los pecados de los hombres, Dios ha querido mostrar su misericordia a través de la oración. Desde la oración de Abrahán con sus seis intercesiones, sólo por los justos y que se detiene en el número diez, a la perfección de la oración de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino que recorrer en la fe que hace perfecta la oración en el amor. A tanta misericordia no alcanzaron la fe y la oración de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, y con la que Cristo glorificó su Nombre. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción.
Con este espíritu de perfecta
misericordia, sus discípulos son aleccionados por Cristo a salvar a los
pecadores por los que Él se entregó. Cristo es la Palabra que no vuelve al
Padre sin haber salvado a la humanidad, misión a la que fue enviado.
Hoy la palabra nos plantea la oración y
la escucha, fecundas de perdón para nosotros y para los demás. Así es la vida
en el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra
necesidad de la Palabra, y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La
oración es circulación de amor entre los miembros del cuerpo de Cristo, abierto
a las necesidades del mundo.
La oración del “Padrenuestro”, culmen de
la oración cristiana, habla a Dios desde lo más profundo del hombre: su
necesidad de ser saciado y liberado, y lo hace desde su condición de miembro
del Cuerpo de Cristo y nueva criatura, recibida de su Espíritu. Busca a Dios en
su reino, y le pide el pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla
del enemigo. Cristo enseña a sus discípulos a orar como comunidad, cuerpo
místico cuya cabeza es él, el Hijo único, diciendo: Padre “nuestro”.
Dios nos perdona gratuitamente y nos da
su Espíritu, para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del
mundo y para que así seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros
pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota, por el hombre
que cierre su corazón al perdón de los hermanos. “pues si no perdonáis,
tampoco mi Padre os perdonará”.
El mundo pide un sustento a las cosas, y
a las criaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora,
el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su
voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia
precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre
nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquel que nos trae el
reino; “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una
carne que da vida eterna y resucita el último día. Alimento que sacia y no se
corrompe; y alcanza el perdón, viviendo en la voluntad de Dios.
Este es el pan que recibimos en la
eucaristía y por el que agradecemos y bendecimos a Dios, que nos da todo lo
demás por añadidura.
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