Martes 5º del TO
Mc 7, 1-13
Queridos hermanos:
Hoy la palabra nos muestra la diferencia entre los preceptos divinos cuya raíz es el amor y las tradiciones humanas, que sólo buscan seguridad en la propia complacencia y la autonomía, que se resiste al amor y a la propia condición de criatura dependiente de Dios, en quien sólo puede alcanzar su plenitud.
Engañado y seducido por el diablo, el
hombre cree realizarse encerrándose en su propia razón, cuando su vocación y
predestinación son el amor y la oblación, a imagen y semejanza de Dios su
creador. La frustración consecuente a su perversión existencial, le lleva a una
búsqueda constante de autojustificación, mediante el cumplimiento de normas que
lo encadenan, sofocan su capacidad de donación y lo hacen profundamente
infeliz. El empeño del hombre debe ser el encuentro con la voluntad de Dios
encerrada en la letra del precepto, sabiendo que el corazón de los mandamientos
es el amor. Vaciado de su esencia divina de amor, el precepto, indicador del
camino de la vida, se transforma en carga insoportable de la que el hombre
desea desembarazarse. Dios queda así marginado en la nefanda búsqueda de sí
mismo, y con él, la razón y el sentido de la existencia. Como dice el Evangelio,
el problema está en el corazón que se ha alejado de Dios. Jesucristo dirá
siempre a los judíos: “Cuando vais a comprender aquello de: Misericordia
quiero y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos”.
Cristo ha venido precisamente a
deshacer el engaño diabólico, dando al hombre la posibilidad de abrirse al amor,
negándose a sí mismo, para ser solamente en Dios. Su entrega, es luz y es
libertad de poseerse y de donarse, y el amor es Dios. Si el amor de Dios está
en el corazón del hombre, su vida está
salva y hay esperanza para el mundo. Si no tengo en el corazón este amor que es
Dios, “nada soy” como dice San Pablo en su himno a la Caridad.
Dios ha dado a Israel caminos de vida
y de sabiduría, a través de su palabra, de la Ley, que por provenir de Él,
tiene un corazón que es el amor. Por eso, entrar en sintonía con la Palabra,
sólo es posible al hombre cuando ésta alcanza su corazón, su voluntad y su
libertad, con las que se ama. Es el amor, el que purifica el corazón del hombre
de todo el mal que describe el Evangelio, y sin el amor, el culto y la Ley, se
convierten en preceptos vacíos y en ritos muertos incapaces de dar vida.
Santiago, habla de esto mismo al decir que si la palabra no fructifica en el
amor, de nada sirve. Dice San Ireneo de Lión (Adv. Haer. 4,11. 4,-12) que:
“Jesús recrimina a aquellos que tienen en los labios las frases de la Ley, pero
no el amor, por lo que en ellos se cumple aquello de Isaías: “Este pueblo me
honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden
culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres “(Is 29,13).
En Cristo, el amor vertical de Dios a
la criatura, se crucifica con el amor horizontal al prójimo. Cristo es nuestro
Dios y prójimo nuestro. La gratuidad de su amor, nos libra de la esclavitud de
cerrarnos en nosotros mismos, y nos abre al don, que es vida, al conocimiento
de Dios, y a la misericordia como culto grato a sus ojos.
La Eucaristía, siendo el sacramento
del amor pascual de Cristo, es por tanto el culto perfecto de adoración del
hombre al Padre, en Espíritu y Verdad.
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