Martes 2º de Cuaresma (cf. domingo 31 A)
(Is 1, 10.16-20; Mt 23, 1-12).
Queridos hermanos:
Hoy la palabra nos invita a la fe, pero como trata siempre de amonestarnos san Juan, nuestra fe, nuestro amor, no son el punto de partida de nuestra salvación. El principio de nuestra salvación es que Dios nos amó primero, y sólo el conocimiento, la experiencia, el reconocimiento de este amor gratuito de Dios, suscita en nosotros la fe, por la que es derramado en nuestro corazón el amor de Dios, por el Espíritu Santo, de forma que, podemos amar, y no necesitamos la gloria de los hombres, dando gloria a Dios, con nuestro amor, porque el amor es de Dios.
El
problema de escribas y fariseos es que cerrados a la fe, prefieren ser amados,
antes que amar; prefieren la estima de los hombres a la comunión con Dios. Por
eso les dirá Jesús: “Como podéis creer vosotros que aceptáis gloria unos de
otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios”. Sin la fe, el amor no
puede estar en su corazón y la Ley desposeída del amor se convierte en una
carga insoportable para sí mismo, y en una exigencia con los demás. Su culto es
perverso y vano porque no busca la complacencia de Dios sino la suya propia, y
el verdadero culto a Dios es el amor: “¡Misericordia
quiero; yo quiero amor!”.
Este tiempo viene en nuestra ayuda
para movernos a buscar al Señor, negándonos a nosotros mismos mediante la
penitencia y abriéndonos a los demás mediante la misericordia, en nuestro
camino hacia la Pascua. Necesitamos abajar nuestro yo, para abrirnos al tú del
amor, y en éste, encontrarnos frente al Tú de Dios.
En Cristo, Dios va a glorificar su
nombre como nunca antes manifestando su amor, salvando a todos los hombres de
la muerte, entregándolo por nuestros pecados y resucitándolo para nuestra
justificación. “Ahora va a ser
glorificado el Hijo del hombre y Dios va a ser glorificado en él. ¡Padre,
glorifica tu nombre!” y dijo Dios: “Lo
he glorificado y de nuevo lo glorificaré.” La gloria de Dios es su entrega,
y su complacencia, la entrega del Hijo por nosotros.
Creer en Jesucristo da gloria a Dios,
porque por la fe, el hombre fructifica en el amor: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis
discípulos.” La semejanza de los discípulos con el Padre, y el Hijo, es el
amor, y el amor lo glorifica.
Un fruto de amor da gloria a Dios,
porque el amor es de Dios; es él quien lo ha derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo que nos ha dado. El que no cree, no tiene el amor de Dios
en su corazón y está condenado a buscar su propia gloria, porque no es posible
vivir sin amor; pide la vida a las cosas y a las personas, se sirve de ellas pero
no las ama, y nada ni nadie puede dar vida, sino sólo Dios. El que no cree, no
ama y no da gloria a Dios.
Si por la Eucaristía nos unimos a
Cristo en este sacramento de su amor al Padre, lo glorificamos juntamente con
él, haciéndonos uno con su entrega amorosa a su voluntad.
Que así sea.
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