Domingo 34º B, Cristo Rey
(Dn 7, 13-14; Ap 1, 5-8; Jn 18, 33-37)
Queridos hermanos :
Dios no ha querido permanecer alejado
del pueblo que ha creado, formado y bendecido, sino que ha querido ser su
sabiduría, su guía y su defensa; ha querido ser su rey. Por su parte el pueblo
en tiempos de Samuel ha querido asimilarse a los pueblos vecinos y ha pedido un
rey. Dios ha dicho entonces a Samuel: “«Haz caso a todo lo que el pueblo te
dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine
sobre ellos.». El pueblo irá comprendiendo a lo largo de su historia, los
inconvenientes de seguir los impulsos libertarios, ilustrados, y cosmopolitas,
de su corazón, cambiando el yugo del Señor por el de los hombres. Sólo con
David el pueblo parece haber alcanzado la grandeza humana del reino, que no
deja de ser tan fugaz como la vida misma de una generación. Siendo así el reino
de los hombres, el corazón del pueblo se vuelve al añorado reinado teocrático
como ideal alentado por los profetas, que se convierte en el motivo central del
Nuevo Testamento en boca del Precursor: “El
Reino de Dios está cerca”, y es testificado por el Señor de forma
progresiva: “El Reino de Dios ha llegado;
está dentro de vosotros, y es Buena
Nueva para los pobres de espíritu, y para los perseguidos por causa de la justicia, que claman a Dios día y
noche: “Venga tu Reino y su justicia”,
como prioridad absoluta de vida, en el cumplimiento de la voluntad de Dios,
manifestada por su Cristo, y trasmitida por sus enviados, en medio de la
persecución del reino de este mundo, instigada por su príncipe el diablo, que
es precipitado, como un rayo, de su
encumbramiento en el corazón de los hombres.
Para hacer volver a sí el corazón de
su pueblo, Dios, según la palabra dada al profeta Ezequiel, tendrá que darles
en Cristo “un corazón nuevo y un espíritu nuevo.” Un nuevo nacimiento
del agua y del Espíritu, que lo haga “pequeño” como un niño, para poder
franquear la entrada estrecha de su Reino. La predicación de Cristo comenzará,
pues, diciendo: “Convertios porque el Reino de Dios ha llegado.”
Dios, en Cristo, quiere que el corazón del hombre vuelva a Él para su bien,
sacándolo de la seducción del reino “autónomo, emancipado, progresista, de este
mundo y del yugo de su príncipe el diablo. “Tomad sobre vosotros mi yugo y
aprended de mi que soy manso y humilde de corazón, porque mi yugo es suave y mi
carga ligera”. Pero la predicación
de Cristo, como semilla sembrada en el corazón de su pueblo no sólo no ha sido
escuchada, sino que a la pregunta de Pilato «¿A vuestro rey voy a
crucificar?» Replicarán los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el
César.» En efecto, también
el enemigo ha ido sembrando su cizaña, que sólo el día de la siega será separada,
y quemada. La semilla divina sembrada en la humildad de nuestra carne, crecerá
por virtud de su potencia y se propagará por su gracia, mostrando la grandeza
de su valor a quienes la posean.
Este
Reino que salta con Cristo resucitado a la gloria del Padre, permanece aquí
como puerta abierta, acogiendo en su seno nuevos hijos, a quienes la Iglesia
guardiana de sus llaves, abre su acceso, como administradora de la justicia y
la misericordia divinas, a lo largo de toda la jornada humana, en la que muchos
últimos adelantan a primeros, mientras es anunciado en el mundo entero el
Evangelio, hasta ser arrebatada toda ella por el Rey en su regreso glorioso, y
sus hijos reciban la herencia del Reino preparado para ellos desde la creación
del mundo. Reino sin fin.
Cuando Cristo fue anunciado como rey
por los magos de oriente, fue perseguido por Herodes; cuando fue aclamado rey
por los niños de Jerusalén, fue reprendido por los sacerdotes, y cuando fue presentado
como rey por Pilato fue coronado de espinas y crucificado, y con él fue
rechazada la realeza de su testimonio de la Verdad del amor de Dios. El amor de
Cristo visible en sus obras, da testimonio de Cristo; de que el amor del Padre
es verdad en él: “Las obras que hago dan testimonio de mi” (Jn 10, 25).
Sólo su victoria sobre la muerte testificará la veracidad de su testimonio:
¡Dios es amor!, y la falsedad de la insinuación del diablo (Ge 3, 4-5).
Nosotros somos llamados a testificar la realeza de Cristo con nuestro amor más
que con palabras. “No amemos de palabra
ni de boca sino con obras y según la verdad. En esto conocemos que somos de la
verdad (1Jn 3, 19).” Los mártires han testificado a Cristo gritando: ¡Viva
Cristo rey!”, pero más aún amando y perdonando a sus asesinos como Cristo
mismo.
Cristo quiere que su Reino sea acogido por la fe y no por el interés, y así: “Sabiendo Jesús que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo.” Quiere que reconozcamos su testimonio como Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel»; quiere que entremos en su Reino, como el ladrón crucificado con él: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino.»; que los hombres sean colocados a la derecha por el Rey para que escuchen la gloriosa sentencia: “Venid benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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