Miércoles 25º del TO

Miércoles 25º del TO 

Lc 9, 1-6

Queridos hermanos:

          En esta palabra contemplamos el envío de los doce con el que Cristo los manda a proclamar la Buena Noticia y a curar con poder sobre los demonios, a los lugares a los que él pensaba ir. Parten fiados sólo en la providencia del Señor que los acompaña en su misión como pequeños, sin imponer a nadie su anuncio. Así había hecho Dios enviando a Juan Bautista, para preparar un pueblo bien dispuesto que acogiera a Cristo, como había anunciado el profeta Isaías.

          Ha llegado el tiempo favorable en el que Dios es propicio, haciéndose presente en sus enviados; el día de salvación que anunciará san Pablo; el “Año de gracia del Señor” que anunció Isaías y Cristo proclamó en la sinagoga de Nazaret, y que sigue abierto en el anuncio del Evangelio que nos ha alcanzado a nosotros y continuará siendo proclamado hasta la venida del Señor, cuando terminado el “tiempo de higos” sobrevenga el del juicio, pase la figura de este mundo e irrumpa con poder el Reino de Dios.

          La urgencia de la misión, predica la provisionalidad de este tiempo y la prioridad del destino definitivo, ante el que todo es secundario e instrumental. La tentación del ser humano destinado a la Bienaventuranza es siempre la instalación; la realización inmanente del ansia inscrita en su ADN que es el Descanso. El problema está en que, abandonarse al descanso en esta vida, lleva consigo corromperse. Lo que da sentido a esta vida terrena con su componente de fatiga y su tensión de plenitud es, la esperanza, como acogida de la promesa, y la misión como llamada a la redención definitiva en el Reino de Dios.

Así ha recibido Cristo, del Padre, “un cuerpo” para hacer su voluntad redentora, y así Cristo ha llamado y enviado a sus discípulos a proclamar la irrupción de la misericordia, que nos ha alcanzado, lanzándonos a testificarla en esta generación, sobre todo con nuestra vida, porque: “¡El Reino de Dios ha llegado! ¡Convertíos y creed la Buena Noticia!”

          El Reino de Dios es el acontecimiento central de la historia que se hace presente en Cristo y se anuncia con poder. La responsabilidad de anunciarlo es enorme, porque lleva en sí la salvación de la humanidad. Los signos que lo anuncian son potentes contra todo mal, incluida la muerte. Acogerlo, implica recibir a los que lo anuncian con el testimonio de su vida, porque en ellos se acoge a Cristo y al Padre que lo envía.

          En su infinito amor, Dios tiene planes de salvación para con los hombres, y así lo hemos visto en la historia de José, enviado por delante de sus hermanos a Egipto. Pero aún con su poder, los planes de Dios no se realizan por encima de la libertad de los hombres, que implica las consecuencias de sus pecados: la envidia de los hermanos de José, la lujuria de la mujer de Putifar, la incredulidad de los judíos y nuestros propios pecados, que conducen a Cristo a su pasión y muerte.

          También sus discípulos enviados a encarnar el anuncio del Reino, van con un poder otorgado por Cristo, que no exime de la responsabilidad de quien los encuentran, y por tanto de las consecuencias de su rechazo o de su acogida.  Ante el Anuncio todo debe quedar supeditado, y pasar a ocupar su lugar. Lo pasajero debe dar lugar a lo eterno y definitivo; lo material a lo espiritual; lo egoísta al amor.

Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

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