Sábado 23º del TO

Sábado 23º del TO

Lc 6, 43-49

Queridos hermanos:

             Hoy la palabra nos pone delante de las consecuencias que debe asumir todo hombre según haya conducido su vida. Dios no ha dejado al hombre en la precariedad de encontrar la sabiduría necesaria que le ilumine y le capacite frente a sus limitaciones, sino que le ha revelado el camino de la sabiduría que conduce a la bienaventuranza del Reino de Dios. La Escritura habla de dos caminos opuestos de vida y de muerte ante los cuales el hombre debe optar. El hombre puede hacer de su vida una bendición o una maldición, según siga o no los caminos que le presenta el Señor; según crea, escuche su voz y obedezca a su palabra. A este adherirse a los caminos Dios, siguiéndolos, responde lo que llamamos fe, que no consiste sólo en creer que Dios exista, y que lo que dice sea la verdad.

            El Señor nos llama a una vida eterna y por eso necesitamos poner unos cimientos sólidos sobre los que edificar, apoyados sobre la roca firme que es Cristo, la voluntad salvadora del Padre. Así resistirá los embates de las contrariedades. Isaías habla de una ciudad que es fuerte, porque la habita un pueblo justo que observa la lealtad (cf. Is 26, 1-6). Dice el Evangelio que en el Reino entrará un pueblo que pone en práctica las palabras del Señor, y no, unos oyentes olvidadizos. No los que dicen Señor, Señor, sino los que hacen la voluntad de Dios que siempre es amor.

            Para entrar en su Reino es necesaria la justificación que se obtiene por la fe en Cristo, mediante la cual se entra al régimen de la gracia. Dios, en efecto, no sólo ha mostrado el camino, sino que lo ha hecho accesible, tendiendo un puente, sobre el abismo abierto por el pecado. Por la fe, reconocemos a Cristo como el Señor que nos libra de la iniquidad de nuestras obras muertas, para obrar según su voluntad en la justicia. No son las obras de la ley sino las de la justicia que procede de la fe, las que nos abrirán las puertas del Reino.

            Así por la obediencia de la fe alcanzamos la salvación. La fe sin la obediencia está vacía y arriesga a que nuestros afanes terminen en el más estrepitoso fracaso.  La obediencia a Dios consiste en escuchar a quien nos quiere bien y ha puesto en juego la vida de su Hijo en favor nuestro. La obediencia es el amor, que da contenido a nuestra respuesta al amor, con el que Dios nos justifica borrando nuestros pecados. Amor, con amor se paga como se suele decir.

            El corazón debe pues, estar sólidamente adherido al Señor mediante las acciones de nuestra voluntad y no sólo por vanas especulaciones de nuestra mente, por las palabras, por los sentimientos o los deseos.

            Con frecuencia nuestro corazón está lleno de sí mismo: de nuestros miedos y nuestra desconfianza, que se plasma en la incredulidad y con dificultad se abre a la voluntad de Dios que es siempre amor y fortaleza para quienes en él se refugian. Por eso la incidencia de la palabra en nosotros es débil, al no encontrar resonancia en el abismo de nuestro corazón.

            Las obras de justicia con las que respondemos a la voluntad amorosa de Dios; son las piedras sillares que sostienen la casa del justo, para que se mantenga en pie eternamente. Sólo en sus acciones, se muestra la verdad de la persona, como decía Juan Pablo II en “Persona y acción” y el resto son intenciones, fantasías e ilusiones, como decía santa Teresa. “Hechos son amores”, como dice la sabiduría popular.

            La Eucaristía viene en ayuda de nuestra debilidad como alimento sólido en medio de la travesía del desierto de nuestra vida; como alianza frente al enemigo y como refugio en medio de las inclemencias de la vida.

           Que así sea.

                                                           www.jesusbayarri.com

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