Sábado 24º del TO (cf. Mi 3; Mi 16)
Lc 8, 4-15
Queridos hermanos:
La palabra nos presenta
el combate entre la fuerza del Evangelio y la seducción que el mal le opone
para fructificar, en el campo de batalla que es la realidad de nuestra tierra
llena de impedimentos: El camino hace presente la dureza del corazón pisoteado
por los ídolos. Las piedras, son los obstáculos del ambiente que presentan el
mundo y la seducción de la carne, y las riquezas, son los espinos. En
definitiva, nuestra naturaleza caída, ofrece resistencia a la acción
sobrenatural de la gracia y necesita su ayuda; un constante cuidado y atención,
como si del cultivo de un campo se tratara, para que nuestra tierra acoja la
Palabra con un corazón bueno y recto como dice san Lucas (8, 15). Dios es el
agricultor, por lo que necesitamos estar unidos a él y dejarnos limpiar y
trabajar por su voluntad amorosa.
Para eso, la Palabra,
como la semilla, debe caer en la tierra y hacerse una con ella, dando un fruto
que el hombre puede recibir según su capacidad, preparación, y libertad, ya que el fruto para el que ha sido
destinada es el amor. Unido a su creador en un destino eterno de vida, el
hombre hace que la Palabra no vuelva vacía al que la envió, sino después de
fructificar, dejándose limpiar y trabajar por la voluntad amorosa de Dios, que
es el agricultor. Velad, esforzaos, perseverad, permanecer, haceos violencia,
son palabras que nos recuerdan la necesidad del combate, cuya figura es el
trabajo necesario para obtener una buena cosecha.
No olvidemos que en
este enfrentamiento inevitable debe guiarnos la esperanza cierta, que procede
de que es el Señor quien toma la iniciativa y quien permanece a nuestro lado
hasta el fin, garantizando el fruto, ya sea del treinta, del sesenta o del ciento.
Como dice el Evangelio y comenta san Juan Crisóstomo: “Salió el sembrador a sembrar”. El sembrador “sale”, haciéndose
accesible a nuestra percepción, y sale para darnos la “comprensión” de los
misterios del Reino, entrando en la intimidad con él, subiendo a su barca a
reparo de las olas de la muerte como dice san Hilario.
Además,
sale con la semilla de su cuerpo, y la siembra derramando su sangre sobre
nuestra tierra: a veces dura, a veces con cardos y espinas o con piedras,
porque llama a muchos para recoger mucho fruto. También nosotros somos llamados
generación tras generación, a que nuestra sangre, como la de Cristo, sea
sembrada, porque como dijo Tertuliano: «Nosotros nos
multiplicamos cada vez que somos segados: la sangre de los cristianos es una semilla»
(Apologético, 50, 13). Con la persecución hacemos presente al Señor
que nos acompaña siempre con su cruz, levantada y gloriosa desde la cuna hasta
el sepulcro.
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