Natividad de la Bienaventurada Virgen María
Mi 5, 1-4ª; ó Rm
8, 28-30; Mt 1, 1-16.18-23
El gozo del amor tendrá que pasar por la angustia mortal de
una espada atravesando el alma de la madre, como preludio del triunfo
definitivo del “Dios con nosotros”, hijo
de María, el llamado “Hijo de David”,
Jesús, que salvará a su pueblo de sus
pecados. Dios, rey, salvador y redentor, de María, un niño nos nacerá, el Hijo, se nos dará. El hombre verá a Dios,
trayendo la vida nueva, para establecer el Reino en su dignidad de hijo de
Dios, e introducir al hombre en la vida eterna, liberando a la humanidad de la
vieja esclavitud del pecado y de la muerte.
La
Natividad de María, está pues, unida inseparablemente al misterio de la muerte
y de la resurrección de Cristo; misterio de la salvación humana. No es sólo un
gozoso recuerdo del anuncio de Cristo que trae la paz y la fraternidad entre los
hombres; la Iglesia ve esta fiesta en relación estrecha con la futura Pascua de
Jesús. Lo contempla recostado en un pesebre dando gloria a Dios en el cielo y
paz en la tierra a los hombres, a quienes Dios ama.
Celebrar la Natividad de María, significa expresar la nueva realidad de asemejarse al Hijo de Dios, de abrirse a la acción de la gracia, de buscar las cosas de arriba, y de crecer en el amor fraterno. Alabamos a Dios, porque en estos tiempos, que son los últimos, nos ha hablado por medio de su Hijo, asumiendo las fatigas de la vida nueva preanunciada en María.
Si Cristo, engendrado por el Espíritu Santo, concebido en el seno de María por la acogida de la palabra del Señor, fue dado a luz, naciendo de la Virgen y realizando su obra de salvación, también nosotros podemos concebir a Cristo, engendrado en nosotros por el Espíritu Santo, mediante la fe, y gestarlo en la fidelidad, de forma que nazca de nosotros, haciéndose visible a través de las obras de su amor, derramado por el Espíritu Santo en el corazón de todo el que cree.
Glorifiquemos por tanto al Señor, que en María, nos anuncia
su propia venida salvadora. Su corazón preservado del pecado, nos anuncia el
nuestro purificado por el perdón. “Todo
el que cumpla la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi
hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 50).
Que así sea.
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