La Exaltación de la Santa Cruz.
(Nm 21, 4-9 o Flp 2, 6-11; Jn 3, 13-17).
Celebramos, pues, el misterio de nuestra
redención a través de la pasión y muerte de Cristo, que muestra el amor de Dios
en grado sumo, entregándose por nuestros pecados. En el Génesis leemos: “Si coméis moriréis sin remedio”. La
muerte os envolverá irremisiblemente. Pero lo irremediable para el hombre, no
lo es para Dios, que no puede ser vencido ni por el diablo, ni por el pecado,
ni por la muerte. Cristo es la respuesta amorosa de Dios a la maldición que
somete al hombre al dominio de la muerte por el pecado. Pero Dios no hizo la
muerte, ni puede morir, y Cristo tendrá que asumir una carne mortal, haciéndose,
como dice san Pablo, “pecado” por nosotros, para destruir la muerte, perdonando
el pecado, y liberar a cuantos por temor a la muerte, estaban de por vida
sometidos a la esclavitud del diablo. “Era
necesario que el Mesías padeciera esto para entrar así en su gloria”.
Cuando el pueblo pecó, la muerte le
salió al encuentro por medio de las serpientes. Pero Dios a través de “la
serpiente de bronce” les dio la oportunidad de salvarse por la fe en su
palabra. Cristo tendrá que ser levantado, como Moisés levantó la serpiente en
el desierto, y suscitar así la fe, en quienes hemos sido mordidos por la
serpiente.
Ahora, por la fe en Cristo, levantado
como la serpiente de bronce en el desierto, el hombre es devuelto al Paraíso,
del que fue desterrado por envidia del diablo, al pecar. Dios establece con él
una alianza nueva y eterna en la sangre de su Hijo, a quien entregó por todos
nosotros, y nos introduce en la vida eterna, en orden a las buenas obras del
amor y de la fe, que mediante un nuevo culto en “espíritu y verdad”, le
glorifican proclamando su misericordia.
Mientras el Padre entregaba a su Hijo
por amor a los pecadores, nosotros por mano de los judíos y los paganos, lo
condenábamos a muerte. Él quiso pagar con su perdón el pecado de sus asesinos,
y todos los demás pecados desde Adán, aplicando su justicia a los injustos y
dándoles su Espíritu victorioso del pecado, para introducirlos en la vida de la
Nueva Creación, libre del pecado y de la muerte.
Hay un sufrimiento que va unido al
amor y que tiene plenitud de sentido, porque es fecundo, y abundante en fruto.
Dar a luz una nueva vida lleva consigo un trabajo; Cristo tiene que sufrir los
dolores del alumbramiento del Reino, y los apóstoles, primicias de los
discípulos, tendrán que pasar con él, por
el valle del llanto, y serán también sumergidos en el torrente de los
sufrimientos, del que debe beber el Mesías (Sal 110, 7), para ser abrevados en
el “torrente de tus delicias; porque en ti está la fuente de la vida y en tu
luz vemos la luz ” (Sal 36,9), y para levantar la cabeza con él, en el gozo eterno de la
Resurrección.
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