Domingo 29º del TO C

 Domingo 29 del TO C 

(Ex 17, 8-13; 2Tm 3, 14-4,2; Lc 18, 1-8) 

Queridos hermanos. 

Hoy la palabra nos habla de la oración a dos niveles, como suele hacer el Señor, uno inmediato y otro global, y nos dice que debe ser constante y sin desfallecer, porque la vida cristiana es un combate a muerte que debe durar hasta el fin de los tiempos, cuando será definitivamente atado el Adversario, con la venida gloriosa del Hijo del hombre, haga nuestra, su victoria, y se termine el tiempo de vigilancia y de combate, y la esperanza se transforme en el gozo de la posesión.  

La viuda de la parábola es evidentemente la Iglesia que tiene su esposo en el cielo, y sufre en su combate contra el diablo, mientras ora, “día y noche” el auxilio del Señor, que le hará justicia “pronto”, (si pensamos en la eternidad) y definitivamente, en su segunda venida, mientras espera. Pero cuando venga el Señor, ¿encontrará la fe, la oración, sobre la tierra?

En la primera lectura, la figura del adversario era Amalec, y en el Evangelio, el enemigo de la viuda. La viuda como figura de la Iglesia, no tiene más arma para vencer a su adversario, que la súplica insistente, que nace de la convicción de la propia impotencia y del poder de Dios. En ambos casos, el adversario es invencible con las solas fuerzas, por lo que se requiere el auxilio de la intercesión.

Cristo, al hablar de la necesidad de orar siempre sin desfallecer, nos pone sobre aviso acerca de que el combate nos acompañará toda la vida. Sólo al final se alcanzará la victoria definitiva, como fruto de la perseverancia: “El que persevere hasta el fin se salvará”. También en el combate de cada día, y en cualquier lucha: “El que invoque el nombre del Señor se salvará.”

          En la oración no son necesarias muchas palabras, pero debe ser constante, lo cual nos hace comprender que se necesita, sobre todo, de una actitud del corazón, que busca la cercanía, la unión con el amor que es Dios, y descubriendo la propia precariedad confía plenamente en él. Más importante que lo que pedimos, es que lo pidamos; que nuestro corazón se mantenga en constante relación de amor, de bendición y de agradecimiento con Dios, haciéndole presentes también nuestras preocupaciones y necesidades y sobre todo las de nuestros semejantes. Ya decía san Agustín, que la oración es el encuentro de la sed de Dios, que es su amor, con la sed del hombre, que es su necesidad de amor y de amar. Como dice el salmo: “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

Una tal oración, necesita de una fe en consonancia con ella que la haga posible. Cristo lo manifiesta así, uniendo oración y fe: “Pero cuando el Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la tierra? La fe, que hace que sus elegidos estén clamando a Él día y noche mientras esperan el auxilio que viene del Señor; su victoria frente a su adversario. La oración garantiza la victoria, y la fe hace posible la oración.

Elevemos, por tanto, nuestro corazón al Señor en este “sacramento de nuestra fe”. Unámonos al Señor: “El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado”, (Hb 5, 7) y resucitado de la muerte. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

 

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