San Juan de Ribera
Ez 34, 11-16; Jn 15, 9-17
Queridos hermanos:
La
palabra de hoy está centrada en la Caridad de Dios que está a la raíz de todo,
dando consistencia a todas las cosas. El amor de Dios alcanza a todos y quiere
que todos lo conozcan y puedan recibirlo. En primer lugar lo revela a través de
su Hijo hecho hombre, entregándolo en la cruz para el perdón de los pecados, y
Cristo mismo, se entrega por amor al Padre y a nosotros, con el mismo amor del
Padre que está en él.
Cristo, hace suya la
iniciativa del Padre, porque está en sintonía total de voluntad y de amor con
él: lo que el Padre quiere, lo quiere igualmente el Hijo. Su entrega, es la del
Padre realizada en el Hijo, para que su amor esté en nosotros, a quienes llama
a ser sus discípulos, para que nosotros lo testifiquemos ante el mundo. En este
amor hemos sido introducidos por su gracia y en él somos invitados a
permanecer, adhiriéndonos a sus mandamientos, que se unifican en el amor mutuo.
El Señor desea para
nosotros plenitud de gozo dándonos el suyo, que proviene de permanecer en el
amor del Padre cumpliendo sus mandamientos. Su gozo estará en nosotros si
también cumplimos sus mandamientos, que son en realidad uno solo: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado.” Así lo ha
querido el Padre porque nos ama y así lo ha realizado el Hijo por amor a su
Padre y a nosotros. Este amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, cuyo
fruto en nosotros es el amor mutuo y también el gozo. Para este fruto y misión eligió
a sus discípulos, y a nosotros, como a la familia de Cornelio, haciendo
descender sobre nosotros su Espíritu. Ahora podemos llamarnos y ser realmente
sus amigos si cumpliendo sus mandamientos permanecemos en su amor.
Como al niño se le
manda comer y estudiar, a nosotros el Señor nos manda amar; lo que está detrás
de este mandato es el amor y no el despotismo o la arbitrariedad del
autoritarismo. Se nos invita a amar, no sólo con nuestro afecto, sino sobre
todo, con nuestra entrega, que puede llegar a ser extrema, como la de Cristo. Amar,
en efecto, es un negarse a sí mismo; un morir cotidiano a nosotros mismos en bien
de alguien. El amor de Cristo nos apremia; es solícito del bien del otro,
siendo Dios el sumo Bien que se nos ha dado en su Hijo. Su voluntad se
identifica con nuestro bien, y se hace mandamiento en el amor cristiano.
Dándonos el Espíritu Santo, y su gozo, su amor en nosotros se hace pleno y testifica el amor del Padre y del Hijo. La consecuencia es pues, el cumplimiento del mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los otros” sin reservaros la vida que yo mismo os he dado. Para este fruto hemos sido elegidos y destinados: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido.” El amor entre los hermanos es signo para el mundo del amor que Dios derrama sobre él, llamándolo a la fe; es apremiante para la vida del mundo y se hace mandato ineludible para nosotros. Este amor debe ser como el de Cristo por nosotros, que le ha llevado hasta el don de la vida, no como un ejemplo a imitar, sino como un don a compartir. Este amor va acompañado de la amistad de Cristo, de la total confianza en Dios, y de su gozo, que no se diluye en medio de los sufrimientos del amor, de modo que recibamos del Padre cuanto necesitemos, y que permanezca después de la muerte para la vida eterna que se nos da en la Eucaristía.
Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario