Domingo 3º del TO A de la Palabra de Dios
(Is 8, 23-9,3; 1Co 1, 10-13.17; Mt 4, 12-23)
Queridos hermanos:
En
este domingo contemplamos a Jesús comenzando su ministerio en Galilea, al
extremo de la Tierra Santa que se abre a los gentiles, tierra de donde no sale
ningún profeta y donde el pueblo que caminaba entre tinieblas va a ser
iluminado, como signo de que el conocimiento de Dios será propagado a todas las
naciones: “Poco es que seas mi siervo en
orden a levantar las tribus de Jacob, y de hacer volver los preservados de
Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance
hasta los confines de la tierra.” Allí, a la depresión más profunda de la
tierra ha querido bajar Cristo a buscar a los pueblos en otro tiempo olvidados,
para iluminarnos con su luz, inundarnos con el gozo del Espíritu y liberarnos
del yugo y de la carga que nos oprimían.
De
la misma forma que para el nacimiento de su Hijo, el Señor eligió a Belén, la última
de las aldeas de Judá, elige ahora, para el comienzo de su ministerio, que
saltará después al mundo entero, esta región humillada por la historia, como su
mismo nombre indica: “Galilea de los gentiles”, poblada por extranjeros fenicios,
desde los tiempos de Salomón y Hirán I, prolífica en sediciones violentas de zelotes
y sicarios, y que arranca de las autoridades judías aquella sentencia: ¿De
Galilea puede salir algo bueno? Frontera con los pueblos paganos, de allí
partirá la misión del testimonio de aquellos galileos ignorados por la historia,
constituidos ahora en primicias para el mundo de la luz de Cristo. Si la
Antigua Alianza prescindió del testimonio de los galileos, la Alianza Nueva y Eterna,
los convierte en primicias para las naciones: Pedro, Andrés, Santiago y Juan, seguidme y os haré pescadores de hombres, y
cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también
vosotros a juzgar a las doce tribus de Israel.
El
Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras
prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los
hombres, arrebatándolos al mar de la muerte con el anzuelo de su cruz. Es el
tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado, se
cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia y comienza el tiempo del
cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.
Cristo
viene a tomar el relevo de Juan el Bautista llenando de contenido con la
Palabra el eco de la Voz, y a completar el bautismo de agua, con el fuego del
Espíritu Santo. El amigo del novio da paso al Esposo y la novia exulta
escuchándolo llamar a su puerta: “Levántate,
amada mía; mira que el invierno ya ha pasado la higuera echa sus yemas y el tiempo
de las canciones ha llegado.”
Esta
palabra es para nosotros hoy que, también hemos sido llamados personalmente,
para anunciar el Nombre que está sobre todo nombre, y en su poder, proclamar el
juicio de la misericordia a esta generación en tinieblas, para que brille para
ellos la gran luz del Evangelio y sean inundados del gozo del amor.
Bajemos con el Señor a Galilea a encontrarnos con él, y que él mismo nos envíe a las naciones. Recibamos el pan de su cuerpo y el vino de su sangre, para que nuestra entrega sea la suya, y anunciando su muerte podamos proclamar su resurrección con la nuestra, y glorifiquemos a Dios con nuestro cuerpo. Que mientras nosotros muramos, el mundo reciba la vida, y que los gentiles bendigan a Dios por su misericordia.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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