Domingo 6º del TO A

 Domingo 6º del Tiempo Ordinario A

Eclo 15, 16-21; 1Co 2, 6-10; Mt 5, 17-37 

Queridos hermanos: 

          Dios que es la Vida y el bien del hombre, ha querido reconducirlo a él, indicándole el camino hacia su conocimiento a través de la Ley, que es buena y santa, como dice la Escritura, porque tiene como raíz profunda, hoy diríamos su ADN, en el amor de Dios y conduce al amor al prójimo. Toda la ley, por tanto, está finalizada a Cristo, en quien Dios se une al hombre para la salvación de todo el género humano. Cristo ha venido a cumplir con nuestra naturaleza, la ley en plenitud, y darnos a nosotros la capacidad de cumplirla, mediante el don del Espíritu.

Esta misma tensión de la Ley hacia Cristo, implica una tendencia a la plenitud en el conocimiento de Dios, que se revela progresivamente en la historia, hasta la manifestación de Cristo, y en él, del amor del Padre: “Como el Padre me amó, yo os he amado a vosotros.” Estar en Cristo, recibir su Espíritu, por tanto, significa haber alcanzado la plenitud de la Ley y del amor; haber coronado la última cima del camino hacia Dios; estar en Dios; haber alcanzado el cumplimiento de la Ley; como dice san Pablo: “Amar, es cumplir la ley entera; todos los preceptos de la ley, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”

La justicia del que está en Cristo supera la de los escribas y fariseos, no en la escrupulosidad del cumplimiento de los preceptos, sino en la interiorización de la ley, y en el amor, que el Espíritu Santo derrama en el corazón del creyente en Cristo. Pero quien se separa de la gracia de Cristo desertando del ámbito del perdón, deberá enfrentarse al rigor de la ley, “hasta que haya pagado el último céntimo”. Si este amor se desprecia, se lesionan todas nuestras relaciones con Dios, quedan estériles, porque Dios es amor. La fe queda vacía y nuestra reconciliación con Dios rota; se rompe nuestra conexión con Dios, sólo posible a través de Cristo; volvemos a la enemistad con Dios; y nuestra deuda con el hermano clama a la justicia de Dios, como la sangre de Abel.

El Reino de los Cielos es Cristo, y entrar en el Reino es recibir su Espíritu, por la fe, que es incomparablemente superior a la Ley y a su justicia, porque está fundamentado en el amor cristiano, que lo impulsa y lo gobierna. La primacía en el Reino es el amor, que es también el corazón de la ley. Por tanto, una puerta cerrada al amor lo está también al Reino. El amor, implica el corazón (mente y voluntad) y es ajeno a toda justicia externa de mero cumplimiento de preceptos. La plenitud del amor humano no es comparable a la del amor de Dios, que el Espíritu Santo derrama en el corazón del que cree en Cristo, haciéndolo hijo: “En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él (Mt 11, 11).  

De ahí la urgencia de las palabras de Jesús en el Evangelio: “Ponte a buenas con tu adversario“, expulsa el mal de tu corazón mientras puedes convertirte, porque de lo contrario la sentencia de nuestras culpas pesa sobre nosotros. El que se aparta de la misericordia, se sitúa bajo la ira. El que se aparta de la gracia se sitúa bajo la justicia sin los méritos de la redención de Cristo.

          Qué otra cosa puede importar si no se instaura la vida de Dios en nosotros, y pretendemos vivir la nuestra a un nivel carnal contristando el Espíritu que se nos ha dado.

          Tanto la ley como el hombre tienen un corazón que les da consistencia y los hace verdaderos, que es el amor. Los preceptos son el corolario del amor, que en el cristiano, es derramado por el Espíritu Santo que se recibe por la fe en Cristo Jesús, Señor nuestro. Cumplir los mandamientos es captar el amor que los engendra y hacerlo vida nuestra. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                     www.jesusbayarri.com

 

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